lunes, octubre 29, 2007

“La bailarina”, de Patricio Navia

Los nombres reales han sido cambiados, excepto el del que escribe, con tal de proteger la identidad de unos pocos inocentes




Uno nunca sabe en qué momento se va a cruzar con la mujer de sus sueños. No quiero decir con esto que Beatriz, la bailarina, sea la mujer de mis sueños. Sólo sugiero que en ocasiones uno se cruza con personas que dejan huella sin que de por medio exista ninguna advertencia, ninguna señal que diga “atención, curva peligrosa”. Desde que me arrimó contra la pared aquella noche, me mordió la oreja y preguntó ¿qué pasa? Mientras refregaba sus nalgas contra mis pantalones, Beatriz se ha convertido en una seguidilla de curvas peligrosas sin ninguna señal de advertencia. Tres días antes me había llamado Pablo para hablar de la despedida de soltero de Javier. Debo admitirlo: tenía la secreta esperanza de que se olvidaran de invitarme. Aunque soy amigo de Javier (ahora soy también amigo de Pedro), pensé en al menos cinco actividades más entretenidas que asistir a la despedida de soltero de un amigo cuarentón que se casaba por primera vez. Pero, como dice el dicho, nobleza obliga.

Llegué, a la hora señalada, al pequeño restaurante ubicado a un costado del Parque Forestal. Todo era tal como lo había anticipado. Entre los convocados se incluía un novelista, un ejecutivo de televisión, algunos publicistas, familiares, amigos e incluso un amigo recién llegado desde Europa. Yo había venido desde Nueva York, aunque, a diferencia del londinense, no había venido exclusivamente para la boda.

El ecléctico grupo tenía ganas de pasarlo bien. Y como todos nos considerábamos amigos de Javier, hicimos hacer valer ese viejo dicho de los amigos de mis amigos son mis amigos. Era imposible no pasarlo bien, aunque siempre existe el lado malo. No faltan los que se van antes de pagar y los que nos quedamos hasta el final tenemos que subsidiar a los que se van antes y, por supuesto, al novio, que nunca paga. Pero esa noche de diciembre en Santiago no importaba mucho el dinero. El cambio del dólar me era particularmente favorable y tenía ganas de pasarlo bien. Además, era 30 de diciembre y yo estaba recién separado. Una despedida de soltero era lo que realmente necesitaba. Entre bromas y chistes políticos, y después de levantarme de la mesa para contestar dos llamadas a mi celular, pensé que la noche continuaría como una agradable velada de anécdotas y bromas. El ambiente era tranquilo y el menú ofrecía buenas opciones. El restaurante tenía algo todavía de lo que alguna vez debió haber sido un punto de encuentro de la burguesía nacional que quería recordar sus temporadas en París. Todo estaba dispuesto para una velada inolvidable de conversación, reflexión y creatividad. Una tranquila reunión de un “Club de Toby” compuesto de intelectuales cuarentones (salvo yo, y algún otro tal vez) que homenajeábamos a uno de los solteros más codiciados del jet set de la capital chilena. Hasta que de pronto, uno de los organizadores, anunció la llegada de las chicas. Eran dos: Francisca y Beatriz. Estimé que tendrían entre 22 y 24 años. De las dos, Francisca era la más alta, tenía las piernas más largas y más tetas, pero Beatriz era más bonita. Además, Beatriz tenía un cierto aire de intelectual del que Francisca evidentemente adolecía. Así y todo, fue Francisca quien rápidamente se ganó el interés de los presentes, seguramente debido a su ánimo más festivo y más cachondo.

Después de que le presentaron al invitado londinense, Francisca improvisó algunas palabras en inglés. Luego se le acercó al oído y le susurró alguna frase, posiblemente inapropiada para decir en voz alta. En el acto, nuestro amigo forastero se ruborizó por completo y Francisca, con una risa más cachonda que coqueta, volvió hasta su asiento, no sin antes girar en 360 grados con tal de que todos apreciáramos su curvilíneo y bien dimensionado culo. ¡Qué gran postre!, se animó a decir uno de los comensales que insistía en inventarse nombres falsos. Yo me comería el postre al tiro, repitió mientras extendía sus brazos para ayudar a Francisca a sentarse en una frágil silla. Si se cae la silla, te sientas en mis piernas, le dijo, coquetón. ¿En tus piernas? Ay que aburrido. Podría sentarme en otra cosa tuya, dijo la chica dándole un beso al mejor estilo de los cafés con piernas de la capital. Esto es, se acercó para besarle la frente mientras le ofrecía una vista privilegiada de sus poderosas tetas. León, que no quería que se supiera su nombre, estaba como loco, por Francisca y por eso de la privacidad. ¿A quién le importa tu nombre?, León Jiménez, le repetíamos todos hasta que Francisca, aburrida del inglés, se acercó a él, le enfrentó sus senos precariamente cubiertos por la blusa, y le ofreció un trato: Tu me muestras tu carné y yo te muestro lo que pidas. Sin embargo León insistió en mantener su identidad en reserva y los demás nos quedamos, por el momento, sin poder ver los senos de Francisca.

Mientras tanto, en el otro extremo de la mesa, nuestro culto y laureado novelista comenzaba a relatarle a Beatriz la historia de Dante Alighieri y su amor por Beatriz Portinari. La divina comedia es una novela enorme, escrita hace cientos de años, que todo el mundo conoce, pero que nadie ha leído. Salvo, claro está, nuestro docto novelista, dije, mientras Beatriz me clavó sus ojos claros y se inclinó levemente hacia adelante, dejando entrever la forma de sus pequeños senos que se batían, libres de sostén, bajo una blusa de tirantes con un escote tan ínfimo como sus senos. Ah, ya... O sea que Dante escribió más de setecientas páginas, sólo para tratar de engrupirse a Beatriz, ¿cachai? Podría haberle escrito un poema corto, dijo el novelista, riendo a la fuerza. Beatriz le hizo un coqueteo al novelista, que se sintió satisfecho y exitoso. Yo sólo sentí su pie, descalzo, frotarme entre las piernas. La miré de la forma que me dijo el fotógrafo de la revista aquella, frunciendo un poco el ceño, agachando la cabeza como en una venia y mirándola directamente a los ojos. Beatriz me sonrío, me envió un beso y retiró temporalmente sus pies de mis rodillas.

Pedro, unos minutos después, me quitó la frase que hacía rato venía pensando sin saber articular. A mí me gustó Beatriz, dijo desde el extremo opuesto de la mesa. Beatriz le correspondió al decir que era el más apuesto del lugar, después del novio, naturalmente. Yo, sintiendo de nuevo los pies de Beatriz sobre mis piernas, me sentía particularmente confiado. Es que a ella le gustan los mayorcitos, repetía Pablo mientras Beatriz sonreía, sabiéndose la reina del lugar y Francisca no dejaba de ponerse en pie, volteándose repetidas veces e inclinándose para que nadie se olvidara de sus voluptuosos senos.

La conversación se animó y las chicas no escatimaron esfuerzos para integrarse a las discusiones políticas y económicas. Resultó que Beatriz estudiaba economía en una universidad privada. “El cambio está aquí de Eugenio Tironi” y “Las nuevas chilenas de Pablo Halpern”, repetía yo, cada vez más confiado al sentir los pies descalzos de Beatriz jugando con mis piernas. Al momento del postre, Francisca y Beatriz se dirigieron al baño. Aunque no veníamos preparadas, dijo Beatriz, sonriendo. Tomó su cartera, me miró con complicidad y al pasar me dijo al oído: Vengo al tiro, no te vayas. No te puedes perder el show... De aquí no me muevo, le dije. O quizás no dije nada. Quedé atontado, junto a los demás, mirando los hermosos culos de Francisca y Beatriz que se iban a cambiar. Tomé más vino, terminé el postre y me sentí, por primera vez en mucho tiempo, feliz de ser soltero nuevamente. Uno de los organizadores había dejado las reglas claras: Las chicas sólo se tocan si ellas lo piden explícitamente.

Y bueno, aquí somos todos caballeros, así que no es necesario aclarar nada más, contestó uno, justo cuando Francisca salía del baño sólo vestida con la parte de arriba de un bikini y un calzón tipo cola-less. Por mínima que fuera su vestimenta, a los cinco minutos ya estaba completamente desnuda bailando sobre las mesas y acercando sus tetas y su culo a las manos y los cuerpos de los invitados. Algunos tocaban, otros no. Al final del acto, Francisca terminó en el medio del local junto al novio, al que le quitó la camisa y lo acarició por todas partes. Imaginé que el asunto era que el novio, cuando quisiera, se cogiera a la bailarina. Lo que no sorprendía en absoluto. Francisca había estado coqueteando impúdicamente con el novio durante la cena y por largos ratos había violado la regla básica de cortesía cuando se está comiendo: sus manos no estaban sobre la mesa.

Beatriz salió del baño con un baby-doll negro y transparente. Un colaless, también negro, completaba la combinación. Se movía como gatita y bailaba con una gracia exquisita. Francisca seguía sobre las mesas, completamente desnuda, pero por más que insistimos, Beatriz no la imitó. No se quitó nada de ropa. Ambas se quedaron bailando con el novio, que reía nervioso aunque ahora más tranquilo. Mientras Francisca insistía frente al novio, Beatriz se puso en su espalda, se volteó hacia mí, y mientras se refregaba contra el novio, se tomaba las tetas, se apretaba los pezones y me mandaba besos, sólo a mí. A esas alturas, me sentía como Sergio Dalma cantando esa chica es mía, casi, casi mía, pero no me animé a unirme al novio en el centro de la improvisada pista de baile. Me mantuve sentado, inclinado contra la pared, observando y riendo, con una copa de vino en mi mano, y tratando de acomodar mi sexo, cada vez más erecto. Miré a Pedro y sonreímos. Beatriz, naturalmente, decía Pedro, mientras otros pedían a gritos que siguiera el ejemplo de Francisca y se quitara la ropa.

Me puse de pie, nervioso. Beatriz se acercó y me pidió vino. Como era de esperar, derramé estúpidamente su copa y la botella de vino sobre la mesa, y mientras trataba de minimizar la crisis, le pasé mi propia copa. Las risas no se hicieron esperar, pero Francisca vino a mi rescate cuando comenzó un table dancing con algunos de los invitados. Beatriz se paró frente a mí y comenzó a bailar, o más bien comenzó a frotar su culo celestial contra mis piernas y mi sexo. Rápidamente encontró mi erecto pene y empezó a moverse como si estuviéramos cogiendo. ¿Qué pasó?, me volvió a preguntar, jadeando. Nada, que se me derramó el vino, contesté apurado. No se te vaya a derramar otra cosa, dijo mientras me tomaba las manos y las dejaba sobre su cintura. No sé qué opinaría un abogado, pensé, pero para mí ese gesto equivalía a una invitación explícita a acariciarla. Así que desde su cintura bajé hasta sus caderas y la ayudé en el juego de aparentar coger. Francisca, haciendo de perrito sobre una mesa, dejaba que algunos de los comensales le tomaran fotos y que otros le ladraran. ¿Me vas a dar tu teléfono?, me preguntó Beatriz mientras apretaba sus nalgas contra mis pantalones y yo dividía mis manos entre sus muslos, su vientre y el inicio de sus vellos. Mi teléfono, mi dirección, lo que quieras, le dije. Pero luego recapacité y contraataqué. ¿Por qué no me das el tuyo mejor? Se detuvo, se volteó y me miró de frente. Su rostro era angelical y pensé que era el tipo de mujer que uno no sabe si llevársela a la cama y pasar cogiendo una semana, o avisarle que al otro día la llevará a conocer a sus suegros porque el matrimonio es en una semana... La tenía agarrada de la cintura, con una mano tocando los tirantes de su g-string, la otra jugando con el inicio blando de sus tetas y mi pene erecto apretándole el ombligo. Si te doy mi teléfono no me vas a llamar, me dijo, y esperó la respuesta. Beatriz, Beatriz... Acabo de derramar el vino al intentar pasarte una copa. Creo que es prueba suficiente de que me voy a aprender tu número de memoria y que te voy a llamar mañana mismo. Puede ser, puede ser, dijo sin entender la relación entre mi promesa de llamarla y el lamentable accidente del vino. Pero te doy el número si te sales a despedir cuando nos vayamos. Lo que tu digas, le dije y me senté. Ella volvió al centro de la pista, sin despegarme la mirada, moviéndose como una gata. Yo, fascinado por su cuerpo (piel clara con tostado de solarium, culo inolvidable, caderas perfectas, senos pequeños y firmes) no la deje de mirar a los ojos. Era verdad, tenía aspecto de universidad privada y de haber pasado por las Monjas durante el colegio. Pensé que su familia sería de provincia, de clase media alta y que sus padres, obviamente, no sabían del trabajo de su hija para juntar algo de extra cash. Pensé que era probable que no se llamara Beatriz. Después pensé que esa princesa, que se movía como una profesional del baile erótico, tal vez fuera la mujer más tierna del mundo. Pensé que nos podríamos enamorar, luego casar, tener hijos y ser felices. Y como si fuera poco, además tendríamos una vida sexual de la puta madre.

No sé cuánto duró la sesión de baile, pero de pronto Francisca llegó hasta donde estábamos Beatriz y yo, tomados de la mano, como dos adolescentes en su primera cita, y le dijo que debían irse. Beatriz me preguntó si me saldría a despedir. Le aseguré que sí, y además repetí el número telefónico que me había dado. 09-373-5258. Súper fácil, Le había dicho yo. Tres bloques políticos que llevaron a Chile a la crisis del 73. Los otros son las elecciones presidenciales de Ibáñez y Alessandri. Tu número telefónico no se me olvida nunca más.

Cuando las chicas salieron del baño, nuevamente vestidas de calle, no supe si salir a despedirme o no. Una cosa es entusiasmarse y creerse Richard Gere en “Pretty Woman”, y otra diferente es actuar en consecuencia. Si no fuera porque el invitado de Inglaterra me dio un palmetazo y me confirmó lo que ya sabía, me habría quedado sentado: she wants with you, man, go for it!

Pensé que no ibas a venir a despedirte, me dijo, mientras yo la miraba aturdido. ¿Qué vas a hacer ahora?, me preguntó. En ese momento recordé las palabras de Allende el día que se suicidó: Yo no voy a renunciar. Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida... Bla bla blá. Tú y yo nos vamos a tomar un trago y a conversar un rato, Beatriz, le dije, firme y sereno, consciente del histórico momento que estaba viviendo. Me dio un beso y me entregó las llaves de su auto. Pero manejas tú porque yo estoy muy borracha. Y además ya no quiero tomar más.

Cinco cosas se me pasaron por la cabeza mientras caminaba junto a Beatriz hasta su auto. Primero, el Chile actual. El auto propio, los estacionamientos en el Parque Forestal y el espíritu emprendedor y capitalista de casi todo el mundo. Segundo, ¿a dónde voy con Beatriz ahora? Tercero, no dejé plata con los comensales, se verán obligados a subsidiarme. Cuarto, se me quedó un sweater recién comprado. Quinto, ¿me va a cobrar?

Todo quedaría claro tres semanas más tarde, mientras me dejaba en el aeropuerto de Santiago. Beatriz se despidió con la misma gracia de siempre. Eres un pendejo rico, dijo. Y yo, aturdido como siempre frente a ella, no supe qué contestar. Te llamo cuando venga, ya me sé tu teléfono de memoria, le dije. Entonces me tiró un beso con la mano, ajustó sus lentes oscuros, y se alejó en su auto a toda velocidad, sonriendo.





2 comentarios:

Y. dijo...

Ays qué bueno. Me gustó :)

Anónimo dijo...

Hay calorcito también por Descontexto...