Me he sobrepuesto a la repulsión nerviosa que sentía por las imágenes. No me preocupan. Vivo confortablemente en el museo, libre de las crecidas. Duermo bien, estoy descansado y tengo, nuevamente, la serenidad que me permitió burlar a los perseguidores, llegar a esta isla.
Es verdad que el roce de las imágenes me produce un ligero malestar (sobre todo, si estoy distraído); esto pasará también, y ya el hecho de poder distraerme supone que vivo con cierta naturalidad.
Estoy acostumbrándome a ver a Faustine, sin emoción, como a un simple objeto. Por curiosidad, la sigo desde hace unos veinte días. Tuve pocas dificultades, a pesar de que abrir las puertas –aun las cerradas sin llave- es imposible (porque si estaban cerradas cuando se grabó la escena, tienen que estarlo cuando se la proyecta). Tal vez pudiera forzarlas, pero temo que una rotura parcial descomponga todo el aparato (no lo creo probable).
Faustine, al retirarse a su cuarto, cierra la puerta. En una sola ocasión no me será posible entrar sin tocarla: cuando la acompañan Dora y Alec. Después estos dos salen rápidamente. Esa noche, en la primera semana, quedé en el pasillo, frente a la puerta cerrada y al ojo de la llave, que mostraba un sector vacío. En la otra semana quise ver desde afuera y caminé por la cornisa, con gran peligro, lastimándome las manos y las rodillas contra la aspereza de las piedras, que abrazaba asustado (hay como cinco metros de altura). Las cortinas me impidieron ver.
En la próxima ocasión venceré el temor que me queda y entraré en el cuarto con Faustine, Dora y Alec.
Paso las otras noches a lo largo de la cama de Faustine, en el suelo, sobre una estera, y me conmuevo mirándola descansar tan ajena a la costumbre de dormir juntos que vamos teniendo.
jueves, mayo 03, 2007
“La invención de Morel”, de Adolfo Bioy Casares
Extracto
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