sábado, septiembre 30, 2006

“Paranoias de la coca”, de William Burroughs


El sombrero de fieltro gris y el abrigo negro del Marinero cuelgan retorcidos en atrofiada espera de opio. Sol matinal nimbaba al Marinero en la llamarada color naranja de la droga. Había una servilleta de papel debajo de su taza de café —la marca de los que esperan mucho tiempo sentados ante un café en las plazas, restaurantes, terminales y salas de espera del mundo. Un yonqui, incluso al nivel del Marinero, vive en el Tiempo-droga, y cuando irrumpe inoportunamente en el Tiempo de los otros, como todos los viajantes, debe esperar (¿cuántos cafés en cada hora?).

Un chico entró y se sentó en el mostrador dibujando las líneas rotas de la prolongada y enferma espera de la droga. El Marinero se estremeció. La cara se le desdibujó desenfocada en una temblorosa neblina marrón. Sus ojos trazaron breves caídas y círculos siguiendo los rizos de pelo castaño sobre el cuello del chico con un movimiento lento y anhelante.

El chico se movió inquieto y se rascó el cuello:
—Me picó algo, Joe, ¿qué clase de tugurio diriges?
—Paranoias de la coca, joven —dijo Joe sosteniendo unos huevos a contraluz—.

Viajaba con Irene Kelly en cierta ocasión, una chica deportiva. En Butte, estado de Montana, agarró las paranoias de la coca y se puso a correr por todo el hotel gritando que la perseguían policías chinos con hachas de cortar carne. Yo sabía el caso de aquel policía de Chicago que esnifaba coca en forma de cristales, de cristales azules. Y el tipo perdió la cabeza y empezó a gritar que los Federales le perseguían y corrió calle abajo y metió la cabeza en un cubo de basura. Y yo le dije:
—Pero ¿qué demonios estás haciendo?

Y él va y responde:
—¡Fuera de aquí o te pego un tiro! Ahora estoy bien escondido.
—Cuando llegue el momento estarás allí, ¿verdad?

Joe miró al Marinero y extendió las manos con gesto impotente de yonqui.
El Marinero habló con voz temblorosa que se te recomponía en la cabeza, pronunciando las palabras con dedos fríos:
—Tu contacto se ha esfumado, chico.

El chico se sobresaltó. Su cara de golfo, con negras cicatrices de la droga, conservaba cierta salvaje inocencia decaída; animales asustadizos mirando a través de grises arabescos de terror.
—No te entiendo, Jack.

El Marinero se destacó brutal y penetrante a la claridad de la droga. Volvió la solapa de la chaqueta, mostrando una aguja hipodérmica cubierta de moho y cardenillo:
—Retirado por el bien de la causa... Siéntate y toma un trozo de pastel de fresa a cuenta de los gastos de representación. A tu mono le gusta. Ponle lustroso.

El chico notó que le tocaba el brazo a través de unos tres metros de cafetería matinal. De pronto, se sintió aspirado hasta la mesa del Marinero, aterrizando con un inaudible schlup. Miró a los ojos al Marinero, un universo verde agitado por negras corrientes frías.

—¿Es usted agente, míster?
—Prefiero la palabra vector. —Su sonora risa vibraba a través de la substancia del muchacho.
—¿Lo tienes, tío? Traje la pasta...
—No quiero tu dinero, guapo: quiero tu Tiempo.
—No lo cojo.
—¿Quieres un fije? ¿De verdad lo quieres? ¿Quieres chutarte?

El Marinero agitó algo color rosa y vibró desenfocado.

—Sí.
—Tomaremos el Independiente. Tienen su policía especial y no llevan pistola, sólo porra. Recuerdo que una vez yo y el Marica caímos por Queen Plaza. No te acerques a la estación de Queen Plaza, hijo mío... un sitio maldito... plagado de pasma. Demasiados ángulos de tiro. La bofia sale aplastante del meadero apestando a amoníaco como leones ardiendo... caen encima de una vieja ratera que roba a borrachos y la acojonan a tope... por lo menos, cinco meses y veintinueve días... o más incluso... condena que se aplica por «vago y maleante»... Así que Marica, Alguacil, Marinero, tened cuidado, cuidado con esa línea antes de poneros a trabajar allí...

El metro pasa como una exhalación con negro estruendo de hierro.






viernes, septiembre 29, 2006

"Fragmentos de una poética del fuego", de Gaston Bachelard

Fragmento


El mundo excitado del fuego. El compromiso en un mundo excesivo. Meditar sobre Prometeo nos pone en situación de actividad, pero de actividad controlada. El hombre que enciende, que activa el fuego, trabaja para aumentar y, sin embargo, para dominar y regular las fuerzas del mundo.

Las imágenes poéticas de Prometeo designan siempre una acción psíquica que eleva la naturaleza del hombre. Una estética del psiquismo, es decir, una actividad psíquica que consolida y dinamiza la vida del espíritu, podrá colocarse bajo el signo de Prometeo.

Releamos la escena en la que el astuto Ulises se prepara para cegar el ojo Cíclope [en la obra El Cíclope, de Eurípides]:

“ULISES.– …Y cuando el Cíclope se duerma, vencido por Baco, tomaré una estaca de olivo que hay en su caverna, y afilando su extremo con mi espada, la pondré al fuego. Después, cuando se encienda, la introduciré en la frente del Cíclope y quemaré su único ojo. Como el hombre que trabando el tablado de una nave mueve el taladro con las dos correas, así haré girar el tizón en el ojo brillante del Cíclope y quemaré su pupila.

“EL CORIFEO.– De roca y de acero será nuestra voluntad…

“ULISES.– ¡Hefesto, señor del Edna! Líbrame de un golpe de un vecino perverso, incendiando la claridad de su ojo. ¡Y tú, Sueño, vástago de la sombría Noche, con toda tu fuerza arrójate sobre la bestia odiada por los dioses!”.

¡Cuántas ensoñaciones surgen de una meditada lectura! En medio de la frente del Cíclope, un solo ojo. ¿El ojo del Cíclope no despide fuegos arremolinados? Es preciso horadar el ojo en toda su redondez, girando.

La rotación aumenta la venganza. Que la rama de olivo, tallada con la espada, se haga puntiaguda como un dardo, no basta. Ulises endurece la madera. La madera verde se convierte en madera ennegrecida. La madera debe ser como hierro quemante. En el ojo del Cíclope arde un fuego profundo. Y para extinguir ese fuego de la mirada, es preciso otro fuego. El arma mortal deviene la varilla que gira en una cavidad para encender el otro fuego. La ensoñación que quiere extinguir el fuego se mezcla con las ensoñaciones que lo hacen nacer. Cuando se quiere extinguir el fuego de la mira, extinguirlo hasta en su profundo foco, se vive la imagen antitética que crea el fuego por medio de la fricción. El nacimiento del fuego y su extinción se juntan en la misma imagen.

Que quien proporciona el fuego sea también el modelador que hace hombres con arcilla, no es un simple encuentro de poderes. Ya al modelar al ser viviente se le insuflan las potencias del fuego. Un gran soñador encuentra esta doble actividad de creador del fuego y creador de formas. Releamos la página donde Gérard de Nerval, después de haber atravesado la oscuridad de una noche profunda, explora una ciudad entregada al trabajo: “Penetré en un taller donde vi obreros que modelaban en greda un animal enorme, con aspecto de llama, pero que al parecer debía ser provisto de grandes alas. Ese monstruo parecía como atravesado por un chorro de fuego que lo animaba poco a poco, de suerte que se retorcía, penetrado por un millar de hilos, purpúreos, formando las venas y las arterias y fecundando, por así decirlo, la materia inerte, que se cubría de una vegetación instantánea de apéndices fibrosos de alas y de copos lanosos. Me detuve a contemplar esa obra maestra, donde parecían haberse sorprendidos los secretos de la creación divina. ‘Es que aquí tenemos –me dijeron– el fuego primitivo que animó a los primeros seres… En otro tiempo se alzaba hasta en la superficie de la tierra, pero las fuentes se han agotado’”.

De ese modo, al darle forma le daban fuerza. La greda modelada se retuerce un poco por anticipado, como si ella misma perfeccionase el genio del modelador. La vida es una flama, la flama es una vida. En la flama la vida se eleva, la llama de Nerval tendrá alas.












Publicado en 1992






jueves, septiembre 28, 2006

“Cabaret Voltaire”, de Hugo Ball






Cuando fundé el Cabaret Voltaire estaba convencido de que en Suiza encontraría jóvenes que, como yo, quisieran no solamente disfrutar de su independencia, sino también dar testimonio de ella.

Me dirigí al señor Ephraim, propietario de la Meirerei y le dije: “Por favor, señor Ephraim, déme el local. Quisiera fundar un cabaret artístico”. Nos pusimos de acuerdo y el señor Ephraim me dio el local. Fui a visitar a algunos conocidos y amigos: “Por favor, necesito prestado un cuadro, un grabado, un dibujo. Me gustaría mucho anexar una pequeña exposición a mi cabaret”. A la prensa benévola de Zurich le dije: “Quiero hacer un cabaret internacional: haremos algo bello”. Me dieron cuadros, se publicaron noticias. Y el cinco de febrero se abrió nuestro cabaret. La señora Hennings y la señora Leconte cantaron en francés y en danés. Tristan Tzara leyó sus poesías rumanas. Una orquesta de balalaikas tocó canciones populares y danzas rusas.

Encontré gran apoyo y simpatía en el señor Slodki, quien grabó el anuncio del cabaret, y en el señor Arp, quien puso a mi disposición algunas obras originales: aguas fuertes de Picasso, cuadros de sus amigos: O. van Rees y Arthur Segall. También encontré mucho apoyo en la señora de Tristan Tzara, en Marcel Janco y Max Oppenheimer, quienes muchas veces aparecieron en escena. Organizamos una velada rusa, luego una francesa (se leyeron obras de Apollinaire, Max Jacob, André Salmon, Jarry, Laforgue y Rimbaud). El 26 de febrero llegó de Berlín Richard Huelsenbeck y el 30 de marzo ejecutamos dos admirables cantos negros (siempre con el acompañamiento del gran tambor; bonn, bonn, bonn, bonn, drabatja mo, bonnooooooooo); el señor Laban asistió y estaba maravillado. Y por iniciativa de Tristan Tzara, la señora Huelsenbeck, Janco y el mismo Tzara interpretaron (por primera vez en Zurich y en el mundo entero) los versos simultáneos compuestos por ellos. Con la ayuda de nuestros amigos de Francia, Italia y Rusia, publicamos un pequeño folleto. En él, aclaramos la actividad del cabaret, cuyo objetivo principal es recordar que más allá de guerras y patrias existen seres humanos independientes que viven para otros ideales.

La intención de los artistas reunidos aquí es publicar una revista internacional. La revista aparecerá en Zurich y tendrá por nombre Dadá Dadá Dadá Dadá.






Zürich, Mayo 15 de 1916
Foto: Tristan Tzara sostenido por Hans Arp y Hans Richter




 

miércoles, septiembre 27, 2006

"Diario", de Anaïs Nin

Fragmento



El misterio entero del placer en el cuerpo de una mujer yace en la intensidad de la pulsación momentos antes del orgasmo. Es a veces lento, one-two-three, tres palpitaciones que proyectan un licor helado y ardiente a través del cuerpo. Si la palpitación es suave, silenciosa, el placer es como una onda más apacible... Si la palpitación es intensa, el ritmo y su golpe es más lento y el placer más duradero. Flechas de carne fulgurantes, una segunda ola de placer recubre la primera, una tercera toca cada terminación nerviosa, y ahora una última atraviesa el cuerpo como una corriente eléctrica. Un arco iris de color golpea suavemente los párpados y una música resuena en los oídos. Es el gong del orgasmo. Hay veces en que una mujer siente su cuerpo ligeramente encendido. Otras cuando alcanza tal clímax que parece que nunca podrá superarlo. Tantos clímax. Algunos causados por la ternura, otros por el deseo, algunos por una palabra o una imagen vista durante el día. Hay veces en que el día mismo pide un clímax, y días que no terminan en un clímax, cuando el cuerpo está dormido o soñando otros sueños. 











martes, septiembre 26, 2006

“El Haiku Americano de Jack Kerouac”, de Alan Meller







No es de extrañar que Jack Kerouac sea conocido en nuestro hemisferio principalmente por sus novelas (el resto de su obra ha sido escasamente traducida). Éstas conforman, para muchos, el mayor aporte literario de este escritor, pero no fue el único. A través de ellas podemos conocer con minucioso detalle lo que se ha llamado el renacimiento de San Francisco, ese grupo de poetas que creía en una nueva forma de vida, más cercana a la naturaleza, más lejana a la ecuación producción-consumo, ecuación que tan pocas respuestas concedía a los jóvenes de la patria capitalista. Ginsberg, Ferlinghetti y Burroughs son algunos de los beatniks (raíz genética de los hippies) que deambulan por sus novelas. En Los Vaganbundos del Dharma, Kerouac da cuenta de la espontaneidad poética de los beatniks, que en fiestas interminables, hacían lecturas de poesía, improvisadas como el jazz, embriagándose con vino y algo de marihuana, y desnudándose para bailar en rondas alrededor de fogatas. Pero no todo era fiesta, los pre-hippies eran más arriesgados que los hippies. Kerouac, como un monje errante del extremo oriente, casi un mendigo, se sumerge en la naturaleza y recorre la vida como si fuese un puente, sin construir una casa sobre ella.

Esta nueva forma de vida exigía una nueva forma de escritura, más espontánea, sin caer en juegos intelectuales. Kerouac estimó que la profundidad del relato estaba dada por “lo que se narra” por sobre el “cómo se narra”. Los Vagabundos del Dharma la escribe en 1958, en apenas once días.

Mucho antes que los Beatles visitaran al Maharishi, mucho antes que Osho visitara California, Kerouac, impulsado por sus lecturas de Thoreau, descubre el budismo y los pasos que da ascendiendo una montaña son constantes metáforas hacia el encuentro del Dharma, la rueda de la verdad budista que todo hombre puede hacer consciente para eliminar su sufrimiento. Era un camino espiritual poco conocido en Occidente, una puerta que abrió a una sabiduría que hoy vemos mercantilizada en los gimnasios de Yoga y las visitas del Dalai Lama.

Kerouac profetizó una revolución: miles y hasta millones de jóvenes con mochilas subiendo a las montañas a rezar. Todos ellos lunáticos zen que andan escribiendo poemas que surgen de sus cabezas sin motivo y siendo amables y realizando actos extraños que proporcionan visiones de libertad eterna a todo el mundo y a todas las criaturas vivas (...) Vagabundos del Dharma negándose a seguir la demanda general de que trabajes para tener el privilegio de consumir toda esa mierda que en realidad no necesitas y que siempre termina en el cubo de la basura una semana después.

La vida tradicional del hombre americano le parece a Kerouac una limitación de sus posibilidades, una enajenación de cualquier búsqueda espiritual, abandonada en la comodidad y el facilismo de una sociedad de consumo que sólo aspira al perfeccionamiento material. Por ello se aleja de la sociedad, se vuelve un bikhu oriental, rechaza la espiritualización protestante del trabajo, transformándose en un vagabundo del Dharma, un bodhisattva.












"Haikus", de Jack Kerouac

Introducción y translación de Alan Meller

Kerouac es un poeta zen viviendo en los suburbios y campos de Norteamérica. Busca en sus haikus el espacio vacío que da forma al paisaje que se ve desde la montaña. La retención de un instante, del presente permanente, del siendo más que del estar o del ser. La acción del verbo escasea frente a la continuidad del gerundio. Son figuras simples que exhiben una percepción sensible de los sutiles cambios del espacio que lo rodea, de la lluvia, de los pájaros, de la noche. El haiku, como forma literaria del zen, que Kerouac busca meditativamente, pretende dar cuenta de las cosas tal como son, evitando la utilización de figuras literarias, hipérboles, sinecdoques o metonimias, evitando que el lector decodifique el sentido, que se muestra prístino bajo las imágenes simples de una conciencia agudizada a través de la contemplación.



Book of Haiku

La baja amarilla
luna sobre la
tranquila luz del hogar

El sabor
de la lluvia
- ¿Por qué arrodillarse?

Esos pájaros sentados
ahí afuera sobre la cerca
–Todos ellos van a morir.



American Haiku

Borracho como un búho,
escribiendo cartas
bajo la tormenta

Solo, en viejos
ropajes, saboreando el vino
bajo la luna

El sueño de Dios
es sólo
un sueño



Some of the Dharma


Bajo el sol
la mariposa aletea
como la ventana de una iglesia

Lluviosa noche,
las hojas en lo alto ondulan
bajo el cielo gris

lunes, septiembre 25, 2006

"La muerte de Virgilio", de Hermann Broch

Fragmento


Había sido expulsado fuera de la comunidad, e impelido en la más desnuda, perversa y bárbara soledad del torbellino de los hombres; había sido echado de la sencillez de su origen, corrido hacia el ancho mundo, hacia una multiplicidad siempre creciente, y cuando, por ello, algo se había tornado más grande o más amplio, era solamente la distancia de la verdadera vida la que única y realmente había aumentado: sólo al margen de sus campos había caminado, sólo al margen de su vida había vivido; se había convertido en un hombre sin paz, que huye de la muerte y busca la muerte, que busca la obra y huye de la obra, uno que ama y que odia, un vagabundo a través de las pasiones internas y externas, un huésped de su propia vida.







1945






sábado, septiembre 23, 2006

“Benedicto XVI: Discurso y purga católica”, de Sergio Zalba




El Papa volvió a su antiguo hogar académico (Universidad de Ratisbona) y dio una clase de teología bajo el título: “Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones”. El objeto central de su disertación se condensa en el título y giró en torno al vínculo existente entre fe y razón, es decir, la racionalidad de la fe. Todo su discurso apuntó a ese particular trayendo un tema tan complejo y controvertido como el de la mediación de la fe por la cultura helénica (vínculo entre la fe y la filosofía heredada de los griegos) y los avatares históricos que esto ha representado y aún representa. Pero este no es el asunto que despertó la ira de los musulmanes.

El hecho puntual fue que, al inicio de su ponencia, para ejemplificar la relación entre razón y fe, citó un diálogo mantenido por el emperador bizantino Manuel II Paleólogo (siglo XIV - XV) con un sabio persa. El emperador, hablando de la yihad, dijo: “Muéstrame también aquello que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malvadas e inhumanas, como su directiva de difundir por medio de la espada la fe que él predicaba”.

Aclaremos que al mencionar la palabra yihad, el Papa la traduce por “guerra santa”. Y continúa diciendo que el emperador “explica así minuciosamente las razones por las cuales la difusión de la fe mediante la violencia es algo irracional. La violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma”.

¿Por qué el Papa trae esta cita? Para ofrecer un argumento más a su discurso, ya que como él mismo lo señala, la afirmación decisiva en esta argumentación (la del emperador) contra la conversión mediante la violencia es: no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. Existe también, implícitamente, un ánimo de purga a su propia religión, a la que dicha frase parece venirle como anillo al dedo. La religión católica no ha sido precisamente bondadosa a la hora de expandir sus territorios, ni en la conquista a Sudamérica, ni a través de la “Santa” Inquisición, ni, en términos modernos, por la imposición cultural que aún expone, con distinta fuerza e influencia, en los países en que es mayoría. Recordemos el intento por dominar las temáticas sexuales y de control de natalidad, el presunto satanismo de escritores y músicos, y, en general, la intromisión en asuntos de Estado de toda índole.

El mundo católico se ha acostumbrado a imponer sus criterios y a forzar a vivir bajo las condiciones que impone su paradigma incluso a quienes no profesan su religión, incluso a quienes no profesan ninguna religión. Es un asunto descabellado, es cierto, y, en cierta manera, se ha mantenido en el silencio y en el acuerdo tácito. Pero cuando Benedicto XVI propugna la supuesta violencia de otra religión, me parece que ha llegado el momento de ponerle un “stop”, o al menos una luz de precaución, a quien predica desde una santidad y pureza que es, por lo menos, discutible.

En continuidad con su reflexión, Benedicto XVI refiere que “para la doctrina musulmana Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está ligada a ninguna de nuestras categorías, incluso a la de la racionalidad”. Siendo así, si fuese su voluntad, podría pedirle al hombre que obre con malicia e incluso, que practique la idolatría.

Benedicto se equivoca una vez más. Tanto en la forma como en el contenido. La categoría trascendente del Dios islámico no dista demasiado (no en términos relevantes) del Dios cristiano. Ubicar al Dios cristiano dentro de la racionalidad, y al Islámico fuera, no pasa de ser un recurso tendencioso, apoyado en dos suras que bien podrían compararse con más de dos versículos en los que se equipara esta situación en ambos pensamientos religiosos. No hacía falta remitirse a ese emperador -ignoto en cuanto a filosofía y teología se refiere- ni al tal sabio persa del que no sabemos ni su nombre, para avanzar en la cuestión central del discurso, a saber, la relación intrínseca existente entre la razón y la fe. Relación que, según el mismo Benedicto XVI, no sólo le otorgaría un lugar propio a la teología en el ámbito universitario, sino que, además, debería promover una armónica relación intercultural. “Sólo así -dice el Papa sobre el final de su ponencia- podemos lograr ese diálogo genuino de culturas y religiones que necesitamos con urgencia hoy”. Por otra parte, y por último, para desarrollar la –peregrina- tesis católica de la racionalidad de Dios, no parece necesaria la comparación con el islamismo.

En otro orden, según explican los mismos musulmanes, la mención no sólo resultó inoportuna y fastidiosa, sino que además, no reflejaría la verdad de su credo. Y ofrecen, entre otras, estas tres precisiones:

Primera:

El término “yihad”, no debería en absoluto traducirse por “guerra santa”. Incluso, no es “la” yihad (en alusión a “la” guerra, sino “el” yihad) y hace referencia, primeramente, al combate interno de cada persona por vivir en armonía con Alá. Además, ni Mahoma ni el Corán, han propuesto jamás difundir el islamismo mediante la espada; eso es una falsedad construida en Occidente para desacreditar al Islam; el yihad, como combate armado, es únicamente defensivo, sólo es lícito en la defensa de las iglesias. Por último, la expresión “guerra santa” no sólo no pertenece al Libro Sagrado, sino que es de cuño católico y se le atribuye al Papa Urbano II.

Segunda:

No es cierto que el Islam considere a Dios como algo tan absolutamente trascendente y lejano al hombre que hasta podría manifestarse con una voluntad arbitraria en relación a la categoría de racionalidad. Según explica Abdennur Prado, Presidente de la Junta Islámica de Cataluña, “en el Corán se constata la existencia de dos tipos de Nombres de Dios: los de Majestad o lejanía, y los de Belleza o cercanía” y el Libro Sagrado afirma que “Dios está más cerca del hombre que su vena yugular, entendiendo esta figura física como metáfora de una relación mayor, íntegra, total”. Por lo tanto, insiste, “nada de esto se corresponde a la concepción de la divinidad en el Islam”. Y señala que “en todo momento el Papa cae en un esquematismo muy pobre, que pone en tela de juicio su reputación como teólogo”.

Tercera:

Abdenur Prado, en su “Lectura del discurso de Benedicto XVI en Ratisbona”, recuerda –ante lo que él considera como una “muy dura descalificación del Islam” ya que “el Papa habla del Dios del Islam como un Dios que no actúa conforme a la razón”- la valiosa influencia islámica en el proceso medieval de helenización de la fe. Para ello, menciona a los célebres Avicenas y Averroes, conocidos (no lo suficiente, y ya sabemos por qué) por introducir el pensamiento aristotélico en la alta escolástica. En tal contexto, ofrece un comentario que, aunque a los católicos nos resulte difícil de asimilar, aparece como una muestra significativa de las dificultades que conlleva hacer la crítica de una determinada cosmología religiosa, desde la lógica racional de una cosmología diferente: “Sorprende a un musulmán ver a un sacerdote católico acusar al Islam de ser una religión contraria a la razón. Sorprende por el hecho de que desde hace siglos los teólogos musulmanes han resaltado la irracionalidad del cristianismo trinitario. El catolicismo ha sido criticado por situar como condición de la salvación la obligación de creer ciegamente en dogmas incomprensibles para la razón, como son la Trinidad, la Encarnación o la idea de que somos culpables de un pecado que no hemos cometido. Por no hablar del dogma de la infalibilidad del Papa, o del más moderno dogma de la Asunción de María”.

Es muchísimo más lo que podría extraerse como reflexión y aprendizaje desde este desafortunado comentario hecho en Ratisbona por Benedicto XVI. No hay espacio aquí para ello, aunque tal vez, en un futuro inmediato, haya que volver sobre el tema y sus consecuencias.

Hoy el Papa y la Santa Sede se enfrentan a un arduo proceso diplomático-religioso para que no se destruyan los vínculos que los mismos musulmanes reconocen como un logro de Juan Pablo II. Y más allá de estas acciones, que intentarán suavizar sus expresiones e incluso –tal vez- hasta desdecirlas, no puede obviarse que de una atenta lectura de su discurso surge con claridad que todo lo que el Papa dijo (incluyendo la cita del emperador bizantino) es lo que el Papa piensa. Aunque su intención, seguramente, no haya sido ni ofensiva ni inocente.
 

Escudo de la Santa Inquisición


viernes, septiembre 22, 2006

«Odín», de Jorge Luis Borges y Delia Ingenieros







Se refiere que a la corte de Olaf Tryggvason, que se había convertido a la nueva fe, llegó una noche un hombre viejo, envuelto en una capa oscura y con el ala del sombrero sobre los ojos. El rey le preguntó si sabía hacer algo; el forastero contestó que sabía tocar el arpa y contar cuentos. Tocó en el arpa aires antiguos, habló de Gudrun y de Gunnar y, finalmente, refirió el nacimiento de Odín. Dijo que tres parcas vinieron, que las dos primeras le prometieron grandes felicidades y que la tercera dijo, colérica: «El niño no vivirá más que la vela que está ardiendo a su lado». Entonces los padres apagaron la vela para que Odín no muriera. Olaf Tryggvason descreyó de la historia; el forastero repitió que era cierta, sacó la vela y la encendió. Mientras la miraban arder, el hombre dijo que era tarde y que tenía que irse. Cuando la vela se hubo consumido, lo buscaron. A unos pasos de la casa del rey, Odín había muerto.






de Antiguas Literaturas Germánicas, 1951.







jueves, septiembre 21, 2006

Entrevista a Mahmud Darwish*

* Intelectual, político y poeta palestino





- Hace no demasiado tiempo, usted escribió que el conflicto palestino-israelí era una guerra entre memorias. Pero hoy el conflicto no es sólo entre memorias, es muy real, entre seres humanos...
-Así es. La batalla es por la tierra, por la vida digna, por la libertad. Pero la condición para alcanzar la paz sigue siendo no cambiar ni perder la memoria. Israel lo ha hecho al considerar aún a Gaza y Cisjordania como tierras en disputa. No admite que están ocupadas.

-La complejidad del conflicto, en todo caso, enreda las soluciones.
-El conflicto, en efecto, es muy complejo pero la solución es muy fácil. Que Israel acabe con la ocupación y tendrá paz, seguridad y reconocimiento por parte de los países árabes. Le bastaría con entregarnos el 22 por ciento de las tierras que en derecho nos corresponderían y tendríamos ese Estado simpático y pequeño que ahora nos niegan.

-¿Lo cree posible sin una verdadera presión internacional que tenga en cuenta a los que ocupan, pero también a los que están ocupados?
-El liderazgo absoluto de Estados Unidos en el mundo ha supuesto en esta zona del planeta una carencia importante de justicia e igualdad. Israel ha tenido éxito al vender el conflicto bajo parámetros de seguridad, con lo que la comunidad internacional se ha olvidado de la ocupación. Se habla de la “Hoja de ruta”, pero ese es un plan dominado por la seguridad. Cuando llegue el momento de hablar de los problemas de fondo todo volverá a estallar. Se habla de “hudna” (tregua) y de seguridad para el que ocupa, no para el ocupado.

-En marzo de 2002, usted recibió a una delegación del Parlamento Internacional de Escritores (Saramago, Goytisolo, Banks) en una Ramala en estado de sitio y les dio la bienvenida a la llamada Tierra de la Paz y del Amor. ¿Queda hoy aquí algo de paz y de amor?
-Lo primero que quiero decirle, para que se haga una idea de su poder, es que ese Parlamento Internacional de Escritores ha dejado de existir hace pocos meses a causa de las presiones de Israel, que se mostró muy dolido por aquella visita y el eco que tuvo en los medios de comunicación. Volviendo a su pregunta, he de decir que la vida y la historia están llenas de bonitas mentiras y ésta es una de ellas. Nunca ha habido amor ni paz en esta tierra siempre bañada en sangre. El sueño es bonito pero utópico. Se pasean y se han paseado por esta tierra demasiados profetas incapaces de lograr la paz. Pero por suerte, o por desgracia, el conflicto no es entre profetas. Eso sí, está claro que a todos nos iría mejor si en lugar de un solo Dios americano hubiese más dioses.

-Aquellos días en Ramala usted habló de las obligaciones morales de los escritores e intelectuales...
-Perdone que le interrumpa. Es verdad que las obligaciones morales son importantes, pero aquel día hablé de algo más importante. Hablé de Justicia, de una Justicia con mayúscula que nos niega Estados Unidos al ignorar la existencia de los palestinos.

-¿Nos enfrentamos a un conflicto entre civilizaciones?
-No, este conflicto es entre fanáticos. La civilización combina muchas culturas. Nadie tiene su monopolio. La civilización se crea de manera colectiva y las diferencias no separan sino que nos enriquecen. El conflicto actual es entre fundamentalismos.

-¿También en Irak?
-Estaba muy claro, desde un principio, que EE.UU. lograría una fácil victoria militar. Por eso el problema se viene encima ahora. ¿Cómo quieren reconstruir Irak, si es que quieren reconstruirlo? Asistimos a una nueva ocupación occidental de la tierra musulmana. Y no han ido a Irak a liberar a un pueblo oprimido, ni a acabar con una dictadura, han ido porque ese país tiene petróleo. Si les preocupara la libertad y la democracia, los Estados Unidos tendrían que invadir la mayor parte de los países árabes, asiáticos y africanos. En Irak no había democracia, pero tampoco en los más fieles y sumisos aliados árabes de Washington.

-¿Por qué no hay democracia en los países árabes?
-No lo sé, sinceramente. Se ha abierto un proceso histórico desde hace mucho tiempo que no hemos logrado cerrar con éxito. Pero lo que sí sé es que la falta de democracia no es, como dicen muchos orientalistas, culpa del Islam. Por mucho que diga Bernard Lewis, el Islam no es un obstáculo para la democracia. La razón es política. Es más, el conflicto del mundo árabe con Israel ha pospuesto durante mucho tiempo la cuestión, aunque ésta tampoco es la única razón.

-La falta de democracia en el mundo árabe convierte a Israel en la única democracia en Oriente Próximo...
-Sí. Pero una democracia puede ser racista y la israelí es una democracia para los judíos, no para los musulmanes que allí viven, por lo tanto es una democracia racista.

-¿Existe alguna justificación para el terrorismo?
-Existen muchas explicaciones. La ocupación es una de ellas. También la desesperación, la depresión, la humillación, la falta de futuro. Todo eso lleva a los jóvenes a cometer ataques suicidas. No lo hacen porque busquen una vida mejor en el paraíso al lado de bellas vírgenes. La razón verdadera es la desesperación. A nadie le gusta morir, pero nadie puede dejar de luchar contra la ocupación. Y los palestinos suicidas no tienen helicópteros “Apache”, ni carros de combate “Mercaba”, ni cazas “F-16”; tienen sus propios cuerpos que convierten en bombas. Que quede claro: no justifico los ataques suicidas, muchos menos cuando el objetivo es la población civil. Pero no basta con condenar un hecho, hay que intentar entender por qué se produce.

-Usted vive entre Ramala y Ammán. ¿Cómo afecta la realidad que vive y padece Palestina en su obra?
-La realidad es casi siempre más fuerte que mis intenciones poéticas. El año pasado, por ejemplo, trabajaba en un libro en el que venía pensando desde hacía años. Pero con el estado de sitio, bajo el toque de queda, cambié de planes. La realidad se impuso contra mis planes en una tremenda y angustiosa lucha interior entre lo que quería escribir y lo que tuve que escribir. Muchas veces intento escapar de la realidad, me vendo los ojos, arrugó el corazón, me tapono los oídos, pero no logro más que confundirme a mí mismo y al final la realidad acaba por dictarme sus palabras. Lo importante, en cualquier caso, es escribir un poema bello, que llegue a la gente, que te llene por fuera y te vacíe por dentro. La tensión entre la realidad y los sueños es lo que ha dado vida a la poesía a lo largo de la historia.

-Sus poemas son una religión en una cultura de por sí muy islámica.
-No siempre creo en la poesía. Renuevo mis creencias en la poesía cada día. Pero cuando recito mis poemas en Beirut, en un estadio de fútbol, ante 25.000 personas, como me sucedió el año pasado, me doy cuenta de que la poesía todavía es posible y necesaria, de que, sin ideales, te conviertes en un inútil.

-¿Le queda lugar para la esperanza?
-No mucho, pero es verdad que tenemos que construir la esperanza porque sin ella estaríamos perdidos. Los palestinos hace tiempo que la tenemos en cuarentena, pero hay que luchar por recuperarla, esté dónde esté. Tenemos que creer que el futuro será mejor que el pasado aunque la realidad de los últimos 50 años demuestre lo contrario. Pero quiero pensar que al final del día seremos libres y podremos disfrutar de nuestra patria. No creo que tengamos nunca un Estado independiente, soberano y justo, pero haré lo imposible por tragarme mis palabras. La lucha será por la libertad colectiva. Una vez obtenida, llegará el momento de pensar en la individual. Se puede amar o no a una patria, pero a una patria libre. Si está ocupada siempre la amarás.

miércoles, septiembre 20, 2006

"El sacrificio de los toros", de Alejo Carpentier



En la cima del Gorro del Obispo, hincada de andamios, se alzaba aquella segunda montaña —montaña sobre montaña— que era la Ciudadela La Ferriére. Una prodigiosa generación de hongos encarnados, con lisura y cerrazón de brocado, trepaba ya a los flancos de la torre mayor —después de haber vestido los espolones y estribos—, ensanchando perfiles de pólipos sobre las murallas de color de almagre. En aquella mole de ladrillos tostados, levantada más arriba de las nubes con tales proporciones que las perspectivas desafiaban los hábitos de la mirada, se ahondaban túneles, corredores, caminos secretos y chimeneas, en sombras espesas. Una luz de acuario, glauca, verdosa, teñida por los helechos que se unían ya en el vacío, descendía sobre un vaho de humedad de lo alto de las troneras y respiraderos. Las escaleras del infierno comunicaban tres baterías principales con la santabárbara, la capilla de los artilleros, las cocinas, los aljibes, las fraguas, la fundición, las mazmorras. En medio del patio de armas, varios toros eran degollados, cada día, para amasar con su sangre una mezcla que haría la fortaleza invulnerable. Hacia el mar, dominando el vertiginoso panorama de la Llanura, los obreros enyesaban ya las estancias de la Casa Real, los departamentos de mujeres, los comedores, los billares. Sobre ejes de carretas empotrados en las murallas se afianzaban los puentes volantes por los cuales el ladrillo y la piedra eran llevados a las terrazas cimeras, tendidas entre abismos de dentro y de fuera que ponían el vértigo en el vientre de los edificadores. A menudo un negro desaparecía en el vacío, llevándose una batea de argamasa. Al punto llegaba otro, sin que nadie pensara más en el caído. Centenares de hombres trabajaban en las entrañas de aquella inmensa construcción, siempre espiados por el látigo y el fusil, rematando obras que sólo habían sido vistas, hasta entonces, en las arquitecturas imaginarias del Piranese. Izados por cuerdas sobre las escarpas de la montaña llegaban los primeros cañones, que se montaban en cureñas de cedro a lo largo de salas abovedadas, eternamente en penumbras, cuyas troneras dominaban todos los pasos y desfiladeros del país. Ahí estaban el Escipión, el Aníbal, el Amílcar, bien lisos, de un bronce casi dorado, junto a los que habían nacido después del 89, con la divisa aún insegura de Libertad, Igualdad. Había un cañón español, en cuyo lomo se ostentaba la melancólica inscripción de Fiel pero desdichado, y varios de boca más ancha, de lomo más adornado, marcados por el troquel del Rey Sol, que pregonaban insolentemente su Ultima Ratio Regum .

Cuando Ti Noel hubo dejado su ladrillo al pie de una muralla era cerca de media noche. Sin embargo, se proseguía el trabajo de edificación a la luz de fogatas y de hachones. En los caminos quedaban hombres dormidos sobre grandes bloques de piedra, sobre cañones rodados, junto a mulas coronadas de tanto caerse en la subida. Agotado por el cansancio, el viejo se tumbó en un foso, debajo del puente levadizo. Al alba lo despertó un latigazo. Arriba bramaban los toros que iban a ser degollados en las primeras luces del día. Nuevos andamios habían crecido al paso de las nubes frías, antes de que la montaña entera se cubriera de relinchos, gritos, toques de corneta, fustazos, chirriar de cuerdas hinchadas por el rocío. Ti Noel comenzó a descender hacia Millot, en busca de otro ladrillo. En el camino pudo observar que por todos los flancos de la montaña, por todos los senderos y atajos, subían apretadas hileras de mujeres, de niños, de ancianos, llevando siempre el mismo ladrillo, para dejarlo al pie de la fortaleza que se iba edifcando como consejera, como casa de termes, con aquellos granos de barro cocido que ascendían hacia ella, sin tregua, de soles a lluvias, de pascuas a pascuas. Pronto supo Ti Noel que esto duraba ya desde hacía más de doce años y que toda la población del Norte había sido movilizada por la fuerza para trabajar en aquella obra inverosímil. Todos los intentos de protesta habían sido acallados en sangre. Andando, andando, de arriba abajo y de abajo arriba, el negro comenzó a pensar que las orquestas de cámara de Sans-Souci, el fausto de los uniformes y las estatuas de blancas desnudas que se calentaban al sol sobre sus zócalos de almocárabes entre los bojes tallados de los canteros, se debían a una esclavitud tan abominable como la que había conocido en la hacienda Monsieur Lenormand de Mezy. Peor aún, puesto que había una infinita miseria en lo de verse apaleado por un negro, tan negro como uno, tan belfudo y pelicrespo, tan narizñato como uno; tan igual, tan mal nacido, tan marcado a hierro, posiblemente, como uno. Era como si en una misma casa los hijos pegaran a los padres, el nieto a la abuela, las nueras a la madre que cocinaba. Además, en tiempos pasados los colonos se cuidaban mucho de matar a sus esclavos —a menos de que se les fuera la mano—, porque matar a un esclavo era abrirse una gran herida en la escarcela. Mientras que aquí la muerte de un negro nada costaba al tesoro público: habiendo negras que parieran —y siempre las había y siempre las habría—, nunca faltarían trabajadores para llevar ladrillos a la cima del Gorro del Obispo.

El rey Christophe subía a menudo a la Ciudadela, escoltado por sus oficiales a caballo, para cerciorarse de los progresos de la obra. Chato, muy fuerte, de tórax un tanto abarrilado, la nariz roma y la barba algo hundida en el cuello bordado de la casaca, el monarca recorría las baterías, fraguas y talleres, haciendo sonar las espuelas en lo alto de interminables escaleras. En su bicornio napoleónico se abría el ojo de ave de una escarapela bicolor. A veces, con un simple gesto de la fusta, ordenaba la muerte de un perezoso sorprendido en plena holganza, o la ejecución de peones demasiado tardos en izar un bloque de cantería a lo largo de una cuesta abrupta. Y siempre terminaba por hacerse llevar una butaca a la terraza superior que miraba al mar, al borde del abismo que hacía cerrar los ojos a los más acostumbrados. Entonces, sin nada que pudiese hacer sombra ni pesar sobre él, más arriba de todo, erguido sobre su propia sombra, medía toda la extensión de su poder. En caso de intento de reconquista de la isla por Francia, él, Henri Christophe, Dios, mí causa y mi espada, podría resistir ahí, encima de las nubes, durante los años que fuesen necesarios, con toda su corte, su ejército, sus capellanes, sus músicos, sus pajes africanos, sus bufones. Quince mil hombres vivirían con él, entre aquellas paredes ciclópeas, sin carecer de nada. Alzado el puente levadizo de la Puerta Única, la Ciudadela La Ferriére sería el país mismo, con su independencia, su monarca, su hacienda y su pompa mayor. Porque abajo, olvidando los padecimientos que hubiera costado su construcción, los negros de la Llanura alzarían los ojos hacia la fortaleza, llena de maíz, de pólvora, de hierro, de oro, pensando que allá, más arriba de las aves, allá donde la vida de abajo sonaría remotamente a campanas y a cantos de gallos, un rey de su misma raza esperaba, cerca del cielo que es el mismo en todas partes, a que tronaran los cascos de bronce de los diez mil caballos de Ogún. Por algo aquellas torres habían crecido sobre un vasto bramido de toros degollados, desangrados, de testículos al sol, por edificadores conscientes del significado profundo del sacrificio, aunque dijeran a los ignorantes que se trataba de un simple adelanto en la técnica de la albañilería militar.



Fragmento de la novela El reino de este mundo (1949).

lunes, septiembre 18, 2006

"Mordido de canallas, yo fui el gran solitario", de Pablo de Rokha






Mordido de canallas, yo fui "el gran solitario
de las letras chilenas", guerrero malherido,
arrastro un desgarrado corazón proletario
y la decisión épica de no caer vencido.
Sobre la patria arada de espanto, mi calvario
chorrea sangre humana, y un sol despavorido
me va ciñendo el cuerpo de fuego extraordinario,
como un caballo de oro con el freno perdido.

Irreductible al látigo, salvaje e innumerable,
el instinto social me da el imponderable,
y descubro un subsuelo que el drama humano aprueba.
Con tu recuerdo, al hombro, mi rol específico,
y como andando solo, en ti me identifico,
fundo con tus cenizas una religión nueva.










"Autorretrato de adolescencia", de Pablo de Rokha







Entre serpientes verdes y verbenas,
mi condición de león domesticado
tiene un rumor lacustre de colmenas
y un ladrido de océano quemado.

Ceñido de fantasmas y cadenas,
soy religión podrida y rey tronchado,
o un castillo feudal cuyas almenas
alzan tu nombre como un pan dorado.

Torres de sangre en campos de batalla,
olor a sol heroico y a metralla,
a espada de nación despavorida.

Se escuchan en mi ser lleno de muertos
y heridos, de cenizas y desiertos,
en donde un gran poeta se suicida.








domingo, septiembre 17, 2006

«Antígona en el espejo», de Juan Carlos Villavicencio

Fragmento





ANTÍGONA (Triste, decepcionada): Nada más queda para mí que el frío de la tumba prisionera, y la ausencia en la memoria del tálamo que mis días no encontraron. Desciendo ahora empujada por la cobardía de estos guardias de un destino insano. Me acerco, sí, a los rostros ya perdidos de los míos, que ahora miran los ojos de la diosa de los muertos. Me queda la esperanza de ser grata a su vista y a la de los que vendrán. He intentado, querido hermano, hacer todo lo posible por ser digna del amor que sostuvimos, y he sufrido y llorado la injusta muerte impuesta por designios allá en lo alto. Decidí partir lejos para honrarte, pero también para quebrar la triste condena impuesta por el hado. «El día en que moriste» recordé cada día que estuvimos juntos, y no pude creer que aquello se transformara sólo en polvo: hice bien al honrarte con mi vida, pero lo que fue mi adiós sirvió de excusa para este cobarde, mal llamado rey. Esto piensan los sensatos de él y de mí. No aceptaría yo jamás la injusticia por miedo a infames consecuencias. Éste era el momento de frenar, de una vez, la odiosa maldición impuesta a nuestra estirpe por los siglos repetidos en la farsa. (Creonte la observa fijamente mientras esboza una sonrisa maliciosa. Detención entre los dos. No es la historia la que rige, sino el miedo. Antígona, decepcionada, prosigue). No harán nada… Nunca han hecho nada. No es la historia la que rige cada letra, sino el miedo. Nada queda por hacer. (Antígona se pierde en la muerte que regresa. Decepcionada, otra vez a la deriva, comienza a balbucear) …«y me arrastran ahora con sus manos violentas, sin un lecho nupcial, sin cantos de himeneo, sin caricias de esposo, sin que un hijo yo criara…». (Silencio que la aleja de la letra original) Los llamados antes amigos, hoy me quitan la mirada. Si a esto aún llaman vida, que se acabe pronto para alcanzar «las cóncavas mansiones de los muertos. ¿Cuál es la ley divina que» permite que esto me suceda? ¿Dónde el Bien o la razón de mi existencia? (Antígona se quiebra) Mis ojos se nublan ante el horror que se respira. ¿Cómo pueden mantener esta miseria? Si muerta fuera por los dioses, si hubiera errado… No hay salida ni ventana para el amor que estoy cargando. Pero lo siento. Ustedes, perros traidores, pagarán por obviar la ley más alta, a ver si tendrán ojos para verme cuando caigan podridos por su mal.


De Antígona en el espejo, Acto quinto, Escena del tercer espejo.



















sábado, septiembre 16, 2006

Poesía, de Almafuerte*

* Almafuerte: Seudónimo del poeta argentino Pedro Bonifacio Palacios
1854-1917





¡Piu avanti!

No te des por vencido, ni aun vencido,
no te sientas esclavo, ni aun esclavo;
trémulo de pavor, piénsate bravo,
y arremete feroz, ya mal herido.
Ten el tesón del clavo enmohecido
que ya viejo y ruin, vuelve a ser clavo;
no la cobarde estupidez del pavo
que amaina su plumaje al primer ruido.
Procede como Dios que nunca llora;
o como Lucifer, que nunca reza;
o como el robledal, cuya grandeza
necesita del agua y no la implora...
Que muerda y vocifere vengadora,
ya rodando en el polvo, tu cabeza!



Castigo

Yo te juré mi amor sobre una tumba,
sobre su mármol santo!
¿Sabes tú las cenizas de qué muerta
conjuré temerario?
¿Sabes tú que los hijos de mi temple
saludan ese mármol,
con la faz en el polvo y sollozantes
en el polvo besando?
¿Sabes tú las cenizas de qué muerta
mintiendo, has profanado?
¡No los quieras oír, que tus oídos
ya no son un santuario!
¡No los quieras oír como hay rituales
secretos y sagrados,
hay tan augustos nombres que no todos
son dignos de escucharlos!
Yo te di un corazón joven y justo
¡por qué te lo habré dado!
¡Lo colmaste de besos, y una noche
te dio por devorarlo!
Y con ojos serenos ¡El verdugo,
que cumple su mandato,
solicita perdón de las criaturas
que inmolará en el tajo!
¡Tu le viste, serena, indiferente,
gemir agonizando,
mientras tu roja sangre enrojecía
tus mejillas de nardo!
Y tus ojos ¡mis ojos de otro tiempo
que me temían tanto!
Ni una perla tuvieron, ni una sola:
¡eres de nieve y mármol!
¿Acaso el que me roba tus caricias
te habrá petrificado?
¿Acaso la ponzoña de Leteo
te inyectó a su contacto?
¿O pretendes probarme en los crisoles
de los celos amargos,
y me vas a mostrar cuanto me quieres,
después entre tus brazos?
¡No se prueban así con ignonimias,
corazones hidalgos!
¡No se templa el acero damasquino
metiéndolo en el fango!
Yo te alcé en mis estrofas, sobre todas,
hasta rozar los astros:
tócale a mi venganza de poeta,
¡dejarte abandonada en el espacio!



Vade Retro

Tu eres joven, como un lirio de los valles,
que recién abre su cáliz,
¡que recién!
los cendales candorosos de sus pétalos de seda
suelta al viento de la aurora...
¡yo soy el trágico laurel!.
Yo soy viejo, carcomido, lamentable,
como un roble centenario,
¡que cayó!
que cayó para in eternum, para nunca más alzarse
por los siglos de los siglos,
¡bajo el látigo de Dios!.
Son tus carnes, azucenas y jazmines
sonrojados a los besos
!de la luz!;
de la luz de cien incendios pavorosos,
de cien soles fulgurantes...
¡más tu carne, no eres tú!.
Tu eres sombra, sombra enorme, sombra misma,
sombra llena de ansias
¡de gozar!.
Tus deseos se retuercen como sierpes iracundas,
insaciadas, insaciables...
¡pubertades de satán!.

viernes, septiembre 15, 2006

"El caminante", de Friedrich Nietzsche




Quien ha alcanzado la libertad de la razón, aunque sólo sea en cierta medida, no puede menos que sentirse en la tierra como un caminante, pero un caminante que no se dirige hacia un punto de destino pues no lo hay. Mirará, sin embargo, con ojos bien abiertos todo lo que pase realmente en el mundo; asimismo, no deberá atar a nada en particular el corazón con demasiada fuerza: es preciso que tenga también algo del vagabundo al que agrada cambiar de paisaje. Sin duda ese hombre pasará malas noches, en las que, cansado como estará, hallará cerrada la puerta de la ciudad que había de darle cobijo; tal vez incluso como en oriente, el desierto llegue hasta esa puerta, los animales de presa dejen oír sus aullidos tan pronto lejos como cerca, se levante un fuerte viento, y unos ladrones le roben sus acémilas. Quizá entonces la terrible noche será para él otro desierto cayendo en el desierto y su corazón se sentirá cansado de viajar. Y cuando se eleve el sol de la mañana, ardiente como un airado dios, y se abra la ciudad, puede que vea en los ojos de sus habitantes más desierto, más suciedad, mas bellaquería y más inseguridad aún que ante su puerta, por lo que el día será para él casi peor que la noche. Es posible que a veces sea así la suerte de este caminante. Pero pronto llegan, en compensación, las deliciosas mañanas de otras comarcas y de otras jornadas, en las que desde los primeros resplandores del alba, ve pasar entre la niebla de la montaña a los coros de las musas que le rozan al danzar; más tarde sereno, en el equilibrio del alma de la mañana antes del mediodía y mientras se pasee bajo los árboles, verá caer a sus pies desde sus copas y desde los verdes escondrijos de sus ramas una lluvia de cosas buenas y claras, como regalo de todos los espíritus libres que frecuentan el monte, el bosque y la soledad, y que son como él, con su forma de ser unas veces gozosa y otra meditabunda, caminantes y filósofos. Nacidos de los misterios de la mañana temprana, piensan qué es lo que puede dar al día, entre la décima y la duodécima campanadas del reloj, una faz tan pura, tan llena de luz y de claridad serena y transfiguradora: buscan la filosofía de la mañana.




Aforismo “638” de Humano demasiado humano, publicado en 1878.









jueves, septiembre 14, 2006

“La confesión de Simona y la Misa de Sir Edmond”, de Georges Bataille

-Capítulo XII de la Historia del ojo-



No es difícil imaginar mi estupor cuando vi que Simona se instalaba, arrodillándose, en la guarida del lúgubre confesor. Mientras ella se confesaba, yo esperaba con interés extraordinario lo que resultaría de un gesto tan imprevisto. Supuse que el sórdido personaje saldría de su caja para flagelar a la impía. Me dispuse a tirar y golpear al horrible fantasma, pero no sucedió nada: el confesionario permaneció cerrado y Simona no cesaba de hablar frente a la ventana enrejada.

Empecé a cambiar miradas interrogantes con Sir Edmond, pero las cosas empezaron a aclararse poco a poco. Simona empezó a tocarse los muslos, a mover las piernas; mantenía una rodilla sobre el reclinatorio, avanzaba un pie delante, mientras continuaba en voz baja su confesión. Me pareció que se masturbaba.

Me acerqué suavemente a su lado para descubrir lo que pasaba; en efecto, Simona se estaba masturbando con el rostro pegado a la reja, cerca de la cabeza del sacerdote, con los miembros tensos, los muslos separados, los dedos metidos dentro de la vagina; podía tocarla y le agarré el culo un instante. Entonces oí que decía claramente:

- Padre, aún no le he dicho lo más grave.

Siguió un momento de silencio.

- Lo más grave, padre, es que me estoy masturbando mientras me confieso.

Nuevos murmullos en el interior, y por fin y en voz alta:

- Si no lo crees, te lo muestro.

Se levantó, abrió un muslo frente al ojo de la garita, masturbándose con mano rápida y segura.

- Entonces, cura, gritó Simona, golpeando con fuerza el confesionario, ¿qué haces ahí dentro?, ¿también te masturbas?

Pero del confesionario no salió ningún ruido.

- ¿Abro entonces?

En el interior, el visionario de pie, con la cabeza baja y secándose una frente perlada, repugnantemente perlada de sudor. La joven hurgó por debajo de la sotana, el cura no se movió. Levantó la inmunda falda negra y sacó una larga verga rosada y dura: el cura sólo echó la cabeza hacia atrás con un gesto y un silbido. No impidió que Simona se metiera esa bestialidad en la boca y la mamara con furor.

Sir Edmond y yo, estupefactos, permanecimos inmóviles. La admiración me clavaba en mi sitio; no supe qué hacer sino hasta que el enigmático inglés se adelantó con resolución al confesionario y con delicadeza apartó a Simona de allí; tomó a la larva de la mano y la sacó de su agujero extendiéndola brutalmente sobre las baldosas, a nuestros pies: el inmundo sacerdote yacía como cadáver, con los dientes contra el suelo, sin gritar. Lo llevamos a cuestas hasta la sacristía.

Permanecía desbraguetado, con la pinga colgando, el rostro lívido y cubierto de sudor, sin resistir, y respirando con trabajo: lo instalamos en un gran sillón de madera de formas arquitectónicas.

- Señores, balbuceaba lacrimoso el miserable, no soy un hipócrita.
- No, contestó Sir Edmond, con un tono categórico.

Simona le preguntó:

- ¿Cómo te llamas?
- Don Aminado, respondió el cura.

Simona abofeteó a la carroña sacerdotal, haciéndola tambalear. Luego la despojó totalmente de sus vestiduras, sobre las que Simona, acuclillada, orino como perra. Luego lo masturbó y se la mamó, mientras que yo orinaba sobre su nariz. Al llegar al colmo de la excitación, a sangre fría enculé a Simona que mamaba con furor.

Sir Edmond contemplaba la escena con su característica expresión de hard labour; inspeccionó con cuidado la habitación donde nos habíamos refugiado. Descubrió una llavecita colgada de un clavo.

- ¿De dónde es esta llave?, le preguntó a Don Aminado.

Por la expresión de terror que contrajo el rostro del sacerdote, Sir Edmond reconoció la llave del Tabernáculo. Al cabo de un instante regresó trayendo un copón de oro, de estilo recargado, con muchos angelotes desnudos como amorcillos. El infeliz sacerdote miraba fijamente el receptáculo de las hostias consagradas en el suelo y su hermoso rostro de idiota, alterado por las dentelladas y los lengüetazos con que Simona flagelaba su verga, se había puesto a jadear.

Sir Edmond había atrancado la puerta; buscando en los armarios acabó por encontrar un gran cáliz. Nos pidió que le dejáramos por un momento al miserable.

- Mire, le dijo Simona, las hostias están en el copón y en el cáliz se echa vino blanco.
- Huele a semen, dijo ella, olisqueando las hostias.
- Así es, asintió Sir Edmond, como ves, las hostias no son otra cosa que la esperma de Cristo bajo la forma de galletitas blancas. En cuanto al vino que se pone en el cáliz, los eclesiásticos dicen que es la sangre de Cristo, pero es evidente que se equivocan. Si de verdad fuera la sangre, beberían vino tinto, pero como sólo beben vino blanco, demuestran que en el fondo de su corazón saben bien que es orina.

La lucidez de esta demostración era convincente: Simona, sin más explicaciones, agarró el cáliz y yo el copón, y nos dirigimos a Don Aminado que, inerte, en su sillón, se agitaba apenas por un ligero temblor que le recorría el cuerpo. Simona le asestó un gran golpe en el cráneo con la base del cáliz, sacudiéndolo y acabando de atontarlo. Luego volvió a mamársela, lo que le produjo siniestros estertores. Habiéndolo llevado al colmo de la excitación de los sentidos, lo movió fuertemente, ayudada por nosotros, y dijo con un tono que no admitía réplica:

- Ahora, ¡a mear!

Volvió a golpearlo con el cáliz en el rostro; al tiempo que se desnudaba delante de él y yo la masturbaba. La mirada de Sir Edmond, fija con dureza en los ojos imbecilizados del joven sacerdote, produjo el resultado esperado; Don Aminado llenó ruidosamente con su orina el cáliz que Simona sostenía bajo su gruesa verga.

- Y ahora, ¡bebe!, exigió Sir Edmond.

El miserable bebió con éxtasis inmundo un solo trago goloso.












miércoles, septiembre 13, 2006

"La filosofía de Nietzsche", de Fernando Pessoa




El propio Nietzsche aseveró que una filosofía no es más que la expresión de un temperamento.

Suficientemente, esto no es así. Las teorías de un filósofo son la resultante de su temperamento y de su época. Son el efecto intelectual de su época sobre su temperamento. Algo otro no podía suceder (ser).

Así pues, la filosofía de Friedrich Nietzsche es la que resulta de su temperamento y de su época. Su temperamento era el de un asceta y el de un loco. En su país, su época fue de materialidad y de fuerza. Fatalmente, resultó una teoría donde un ascetismo loco se casa con una (aunque fuese involuntaria) admiración por la fuerza y por el dominio. La consecuencia es una teoría en la que se insiste en la necesidad de un ascetismo y en la definición de este ascetismo como un ascetismo de fuerza y de dominio. Donde la asunción de la actitud cristiana de la necesidad de dominar sus instintos, convertida aquí —merced a la contribución proporcionada por la locura del autor— en la necesidad de dominar toda especie de instintos, incluyendo los buenos, torturando el alma propia, el temperamento propio ([como] noción delirante).





Manuscrito de 1915

















martes, septiembre 12, 2006

“Un paseo por la Literatura”, de Roberto Bolaño

-Selección-


2. A medio hacer quedamos, padre, ni cocidos ni crudos, perdidos en la grandeza de este basural interminable, errando y equivocándonos, matando y pidiendo perdón, maniacos depresivos en tu sueño, padre, tu sueño que no tenía límites y que hemos desentrañado mil veces y luego mil veces más, como detectives latinoamericanos perdidos en un laberinto de cristal y barro, viajando bajo la lluvia, viendo películas donde aparecían viejos que gritaban ¡tornado! ¡tornado!, mirando las cosas por última vez, pero sin verlas, como espectros, como ranas en el fondo de un pozo, padre, perdidos en la miseria de tu sueño utópico, perdidos en la variedad de tus voces y de tus abismos, maniacos depresivos en la inabarcable sala del Infierno donde se cocina tu Humor.


12. Soñé que una tarde golpeaban la puerta de mi casa. Estaba nevando. Yo no tenía estufa ni dinero. Creo que hasta la luz me iban a cortar. ¿Y quién estaba al otro lado de la puerta? Enrique Lihn con una botella de vino, un paquete de comida y un cheque de la Universidad Desconocida.


17. Soñé que era un detective viejo y enfermo y que buscaba gente perdida hace tiempo. A veces me miraba casualmente en un espejo y reconocía a Roberto Bolaño.


22. Soñé que encontraba a Gabriela Mistral en una aldea africana. Había adelgazado un poco y adquirido la costumbre de dormir sentada en el suelo con la cabeza sobre las rodillas. Hasta los mosquitos parecían conocerla.


30. Soñé que estaba muriéndome en un patio africano y que un poeta llamado Paulin Joachim me hablaba en francés (sólo entendía fragmentos como «el consuelo», «el tiempo», «los años que vendrán») mientras un mono ahorcado se balanceaba de la rama de un árbol.


34. Soñé que era un detective latinoamericano muy viejo. Vivía en Nueva York y Mark Twain me contrataba para salvarle la vida a alguien que no tenía rostro. Va a ser un caso condenadamente difícil, señor Twain, le decía.


36. Soñé que hacía un 69 con Anais Nin sobre una enorme losa de basalto.


41. Soñé que estaba soñando y que en los túneles de los sueños encontraba el sueño de Roque Dalton: el sueño de los valientes que murieron por una quimera de mierda.


55. Soñé que nadie muere la víspera.


56. Soñé que un hombre volvía la vista atrás, sobre el paisaje anamórfico de los sueños, y que su mirada era dura como el acero pero igual se fragmentaba en múltiples miradas cada vez más inocentes, cada vez más desvalidas.




Blanes, 1994

lunes, septiembre 11, 2006

Últimas palabras de Salvador Allende Gossens, Presidente de Chile

11 de septiembre de 1973


(1908-1973)



Seguramente, ésta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes. La Fuerza Aérea ha bombardeado las torres de Radio Portales y Radio Corporación. Mis palabras no tienen amargura sino decepción y serán ellas el castigo moral para quienes han traicionado su juramento: soldados de Chile, comandantes en jefe titulares, el almirante Merino que se ha autodesignado [comandante de la Armada], más el señor Mendoza, general rastrero que sólo ayer manifestara su fidelidad y lealtad al Gobierno, también se ha autodenominado Director General de Carabineros. Ante estos hechos sólo me cabe decir a los trabajadores: yo no voy a renunciar.

Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza que la semilla que entregáramos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos.

Trabajadores de mi Patria: quiero agradecerles la lealtad que siempre tuvieron, la confianza que depositaron en un hombre que sólo fue intérprete de grandes anhelos de justicia, que empeñó su palabra en que respetaría la Constitución y la Ley y así lo hizo. En este momento, definitivo, el último en que yo pueda dirigirme a ustedes, quiero que aprovechen la lección: el capital foráneo, el imperialismo, unidos a la reacción creo el clima para que las Fuerzas Armadas rompieran su tradición, la que les enseñara [el general] Schneider y reafirmara el comandante Araya, víctimas del mismo sector social que hoy estará en sus casas, esperando con mano ajena reconquistar el poder para verse seguir defendiendo sus granjerías y sus privilegios. Me dirijo sobre todo a la modesta mujer de nuestra tierra, a la campesina que creyó en nosotros, a la obrera que trabajó más, a la madre que supo de nuestra preocupación por los niños. Me dirijo a los profesionales de la Patria, a los profesionales patriotas, a los que hace días siguieron trabajando contra la sedición auspiciada por los colegios profesionales, colegios de clase para defender también las ventajas que una sociedad capitalista le da a unos pocos. Me dirijo a la juventud, a aquellos que cantaron, entregaron su alegría y su espíritu de lucha. Me dirijo al hombre de Chile, al obrero, al campesino, al intelectual, a aquéllos que serán perseguidos, porque en nuestro país el fascismo ya estuvo hace muchas horas presente, en los atentados terroristas, volando los puentes, cortando la línea férrea, destruyendo los oleoductos y los gasoductos, frente al silencio de quienes tenían la obligación de proceder.

Estaban comprometidos. La historia los juzgará. Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será de un hombre digno que fue leal a la lealtad de los trabajadores. El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse. Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo donde traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo, abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.

¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!

Éstas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano; tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.




















sábado, septiembre 09, 2006

“Reunión”, de John Cheever





La última vez que vi a mi padre fue en la Estación Gran Central. Yo iba de la casa de mi abuela, en los Adirondack, a un cottage en el Cabo alquilado por mi madre. Le escribí a mi padre que estaría en Nueva York, entre dos trenes, durante una hora y media, y le pregunté si podíamos almorzar juntos. Su secretaria me escribió diciendo que él se encontraría conmigo a mediodía frente al mostrador de información, y a las doce en punto lo vi venir entre la gente. Para mí era un desconocido –mi madre se había divorciado de él hace tres años y desde entonces no lo había visto- pero apenas lo vi sentí que era mi padre, un ser de mi propia sangre, mi futuro y mi condenación. Supe que cuando creciera me parecería a él; tendría que planear mis campañas ateniéndome a sus limitaciones. Era un hombre alto y apuesto, y me complació enormemente volver a verlo. Me palmeó la espalda y estrechó mi mano.
-Hola, Charlie –dijo-. Hola, hijo. Me agradaría llevarte a mi club, pero está en la calle 60, y si tienes que tomar el tren será mejor que comamos aquí. – Me pasó el brazo sobre los hombros, y yo olí a mi padre del mismo modo que mi madre huele una rosa. Era una intensa mezcla de whisky, loción de afeitar, pomada de zapatos, lanas y el olor de un varón maduro. Abrigué la esperanza de que alguien nos viera juntos. Deseé que pudiéramos fotografiarnos. Quería conservar un recuerdo de nuestra reunión.
Salimos de la estación, entramos por una calle lateral y entramos en un restaurante. Aún era temprano y el local estaba vacío. El barman estaba discutiendo con un repartidor y al lado de la puerta de la cocina había un camarero muy viejo con una chaqueta roja. Nos sentamos, y mi padre llamó en alta voz al camarero.
-Kellner! –gritó-. Garçon! Cameriere! ¡Usted! –En el restaurante vacío su estridencia parecía fuera de lugar. -¡Alguien que pueda atendernos! –gritó-. Chop-chop. –Después batió las palmas. Así atrajo la atención del camarero, que arrastrando los pies se acercó a nuestra mesa.
-¿Usted golpeó las manos para llamarme? –preguntó.
-Cálmese, cálmese, Sommelier –dijo mi padre-. Si no es demasiado pedirle... si no significa imponerle una obligación excesiva, desearíamos un par de Gibson.
-No me gusta que me llamen golpeando las manos –dijo el camarero.
-Tendría que haber traído mi silbato –dijo mi padre-. Tengo un silbato que es audible sólo para los camareros viejos. Bien, prepare su anotador y su lapicito y vea si puede escribirlo bien: Dos Gibson. Repita conmigo: Dos Gibson.
-Será mejor que vaya a otro lugar –dijo en voz baja el camarero.
-Ésa –dijo mi padre- es una de las sugerencias más brillantes que he oído jamás. Vamos, Charlie, salgamos de esta covacha.
Salí del restaurante con mi padre y entramos en otro. Esta vez no se mostró tan ruidoso. Llegaron las bebidas, y me interrogó acerca de la temporada del campeonato de béisbol. Después, golpeó con el cuchillo el borde de la copa vacía y de nuevo empezó a gritar.
-Garçon! Kellner! Cameriere! ¡Usted! Puede molestarse en traernos dos más de lo mismo.
-¿Qué edad tiene el muchacho? – preguntó el camarero.
-Eso –dijo mi padre- qué mierda le importa.
-Lo siento, señor –dijo el camarero- pero no le serviré otra bebida al muchacho.
-Bien, tengo algo que decirle –dijo mi padre-. Tengo algo muy interesante que decirle. Ocurre que no es el único restaurante en Nueva York. Abrieron otro en la esquina. Vamos, Charlie.
Pagó la cuenta y salimos de ese restaurante y entramos en otro. Aquí, los camareros tenían chaquetas rosadas, como cazadores, y de las paredes colgaban diferentes arreos. Nos sentamos, y mi padre empezó a gritar otra vez.
-¡Perrero mayor! Iujuuú, y todo eso. Queremos beber algo para el estribo. A saber, dos Bibson.
-¿Dos Bibson? –preguntó el camarero, sonriendo.
-Maldito sea, sabe muy bien lo que deseo –dijo irritado mi padre-. Quiero dos Gibson, y de prisa. Las cosas han cambiado en la vieja y alegre Inglaterra. Así me dice mi amigo el duque. Veamos qué puede darnos Inglaterra cuando pedimos un cóctel.
-No estamos en Inglaterra –dijo el camarero.
-No discuta conmigo –replicó mi padre-. Haga lo que le ordenan.
-Pensé que tal vez desearía saber dónde está –dijo el camarero.
-Si hay algo que no puedo tolerar –dijo mi padre-, es a los criados insolentes. Vamos, Charlie.
El cuarto lugar era italiano.
Buon giorno –dijo mi padre-. Per favore, possiamo avere due cocktail americani, forti, forti. Molto gin, poco vermut.
-No entiendo italiano –dijo el camarero.
-Oh, vamos –dijo mi padre-. Entiende italiano, y claro que lo entiende. Vogliamo due cocktail americani. Subito.
El camarero se retiró y habló con su jefe, que se acercó a nuestra mesa y dijo:
Lo siento, señor, pero esta mesa está reservada.
-Muy bien –dijo mi padre-. Denos otra mesa.
-Todas las mesas están reservadas –dijo el jefe de camareros.
-Entiendo –dijo mi padre-. No desean servirnos. ¿Es así? Bien, váyase a la mierda. Vada all´inferno. Vamos, Charlie.
-Tengo que tomar mi tren –dije.
-Lo siento, hijito –dijo mi padre-. Lo siento muchísimo. –Me pasó el brazo sobre los hombros y me apretó contra su cuerpo. –Te acompañaré a la estación. Si hubiéramos tenido tiempo de ir a mi club.
-Está bien, papá –dije.
-Te compraré un diario –dijo-. Te compraré un diario para que leas en el tren. Se acercó a un puesto de periódicos y dijo:
-Amable señor, ¿tendría la bondad de hacerme el favor de venderme uno de sus malditos diarios vespertinos, esos que no sirven para nada y cuestan diez centavos? –El empleado se apartó de él y miró fijamente la tapa de una revista. -¿Es mucho pedir, bondadoso señor –dijo mi padre-, es mucho pedir que me venda de esos asquerosos especímenes del periodismo amarillo?
-Tengo que irme, papá –dije-. Es tarde.
-Vamos, espera un momento, hijito –dijo-. Nada más que un segundo. Quiero que este tipo me conteste.
-Adiós, papá –dije, y bajé la escalera y abordé mi tren. Fue la última vez que vi a mi padre.




en Relatos












 

viernes, septiembre 08, 2006

"El último delicado", de E.M.Cioran


Querido amigo:

El mes pasado, durante su visita a París, me pidió usted que colaborara en un libro de homenaje a Borges. Mi primera reacción fue negativa; la segunda también. ¿Para qué celebrarlo cuando hasta las universidades lo hacen? La desgracia de ser conocido se ha abatido sobre él. Merecía algo mejor, merecía haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber continuado siendo tan inasequible e impopular como lo es el matiz. Ése era su terreno. La consagración es el peor de los castigos -para el escritor en general y muy especialmente para un escritor de su género. A partir del momento en que todo el mundo lo cita, ya no podemos citarle o, si lo hacemos, tenemos la impresión de aumentar la masa de sus "admiradores", de sus enemigos. Quienes desean hacerle justicia a toda costa no hacen en realidad más que precipitar su caída. Pero no sigo, porque si continuase en este tono acabaría apiadándome de su destino. Y tenemos sobrados motivos para pensar que él mismo se ocupa ya de ello.

Creo haberle dicho un día que si Borges me interesa tanto es porque representa un espécimen de humanidad en vías de desaparición y porque encarna la paradoja de un sedentario sin patria intelectual, de un aventurero inmóvil que se encuentra a gusto en varias civilizaciones y en varias literaturas, un monstruo magnífico y condenado. En Europa, como ejemplar similar, se puede pensar en un amigo de Rilke, Rudolf Kassner, que publicó a principios de siglo un excelente libro sobre la poesía inglesa (fue después de leerlo, durante la última guerra, cuando me decidí a aprender el inglés) y que ha hablado con admirable agudeza de Sterne, Gogol, Kierkegaard y también del Magreb o de la India. Profundidad y erudición no se dan juntas; él había logrado sin embargo reconciliarlas. Fue un espíritu universal al que sólo le faltó la gracia, la seducción. Es ahí donde aparece la superioridad de Borges, seductor inigualable que llega a dar a cualquier cosa, incluso al razonamiento más arduo, un algo impalpable, aéreo, transparente. Pues todo en él es transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y de sofismas deliciosos.

Nunca me han atraído los espíritus confinados en una sola forma de cultura. Mi divisa ha sido siempre, y continúa siéndolo, no arraigarse, no pertenecer a ninguna comunidad. Vuelto hacia otros horizontes, he intentado siempre saber qué sucedía en todas partes. A los veinte años, los Balcanes no podían ofrecerme ya nada más. Ése es el drama, pero también la ventaja de haber nacido en un medio "cultural" de segundo orden. Lo extranjero se había convertido en un dios para mí. De ahí esa sed de peregrinar a través de las literaturas y de las filosofías, de devorarlas con un ardor mórbido. Lo que sucede en el Este de Europa debe necesariamente suceder en los países de América Latina, y he observado que sus representantes están infinitamente más informados y son mucho más cultivados que los occidentales, irremediablemente provincianos. Ni en Francia ni en Inglaterra veía a nadie con una curiosidad comparable a la de Borges, una curiosidad llevada hasta la manía, hasta el vicio, y digo vicio porque, en materia de arte y de reflexión, todo lo que no degenere en fervor un poco perverso es superficial, es decir, irreal.

Siendo estudiante, tuve que interesarme por los discípulos de Schopenhauer. Entre ellos, un tal Philip Mainlander me había llamado particularmente la atención. Autor de una Filosofía de la Liberación, poseía además para mí el aura que confiere el suicidio. Totalmente olvidado, yo me jactaba de ser el único que me interesaba por él, lo cual no tenía ningún mérito, dado que mis indagaciones debían conducirme inevitablemente a él. Cuál no sería mi sorpresa cuando, muchos años más tarde, leí un texto de Borges que lo sacaba precisamente del olvido. Si le cito este ejemplo es porque a partir de ese momento me puse a reflexionar seriamente sobre la condición de Borges, destinado, forzado a la universalidad, obligado a ejercitar su espíritu en todas las direcciones, aunque no fuese más que para escapar a la asfixia argentina. Es la nada sudamericana lo que hace a los escritores de aquel continente más abiertos, más vivos y más diversos que los europeos del Oeste, paralizados por sus tradiciones e incapaces de salir de su prestigiosa esclerosis.

Puesto que le interesa saber qué es lo que más aprecio en Borges, le responderé sin vacilar que su facilidad para abordar las materias más diversas, la facultad que posee de hablar con igual sutileza del Eterno Retorno y del Tango. Para él cualquier tema es bueno desde el momento en que él mismo es el centro de todo. La curiosidad universal es signo de vitalidad únicamente si lleva la huella absoluta de un yo, de un yo del que todo emana y en el que todo acaba: comienzo y fin que puede, soberanía de lo arbitrario, interpretarse según los criterios que se quiera. ¿Dónde se halla la realidad en todo esto? El Yo, farsa suprema. El juego en Borges recuerda la ironía romántica, la exploración metafísica de la ilusión, el malabarismo con lo ilimitado. Friedrich Schlegel, hoy, se halla adosado a la Patagonia.

Una vez más, no podemos sino deplorar que una sonrisa enciclopédica y una visión tan refinada como la suya susciten una aprobación general, con todo lo que ello implica. Pero, después de todo, Borges podría convertirse en el símbolo de una humanidad sin dogmas ni sistemas, y si existe una utopía a la cual yo me adheriría con gusto, sería aquélla en la que todo el mundo le imitaría a él, a uno de los espíritus menos graves que han existido, al último delicado.








París, 10 de diciembre de 1976