lunes, junio 20, 2016

“El fútbol total de Chile”, de Eduardo Rodrigálvarez






El Levi´s Stadium de Santa Clara era una marea de camisetas verdes de la colonia mexicana en Estados Unidos. Casi todo el estadio era suyo, casi todo menos un rectángulo verde llamado terreno de juego donde la marea era roja, rojísima, tanto que Chile se antojaba una tropa numerosísima a la que se oponían apenas un par de futbolistas mexicanos en una batalla clamorosamente desigual. Chile todo lo hacía bien y México todo lo hacía mal. La lección de La Roja se merecía una matrícula de honor y se la dieron su fútbol, sus goles, su presión agobiante, su organización y su espíritu solidario. Es decir, todas las artes del fútbol compendiadas en 90 minutos perfectos, sin un fallo, con la variedad del juego como argumento prioritario. México era el suspenso colectivo, impropio de una selección que acumulaba 23 partidos consecutivos sin perder y había recuperado la autoestima. Pero el edificio se le cayó a pedazos. En siete pedazos como siete goles.

Partían los dos equipos con la misma idea. Un 4-3-3 que daba mucho protagonismo a los laterales. Todos bajo el mismo concepto. Pero entre la pizarra y el juego están los futbolistas. Fuenzalida y, sobre todo Beausejour, entendieron el mensaje y lo aplicaron con una caligrafía futbolística espectacular. Beausejour recitó un monólogo impecable sobre la misión del lateral en el fútbol moderno. Al cuarto de hora, crujió el cemento de México cuando Ochoa repelió un disparo durísimo de Macelo Díaz y Puch lo alojó en la red. Quizás no lo pareciera, pero aquel gol era una montaña inaccesible para México, que jugaba con las líneas rotas, con los delanteros perdidos y ajenos a la presión, renegando de perseguir a los laterales chilenos, cuchillos afilados en la mantequilla blanda de los mexicanos.

Chile efectuaba el fútbol total, convertidos sus futbolistas en moscas rojas que invadían el campo. Demasiada presión en el centro del campo para los anonadados mexicanos, deshilachados, con un Guardado que jamás ejerció el liderazgo y los tres delanteros navegando sin aire: Chicharito, Tecatito e Hirving Lozano eran barcos a la deriva. Barquitos de papel frente al oleaje de Chile, que no dejaba ni un centímetro de campo sin vigilar.

Y los goles cayeron como hojas de otoño. Vargas comenzó su recital al borde del descanso, asistido por Alexis. El segundo tiempo solo agrandó la herida. Osorio pobló su equipo de delanteros con la entrada de Jiménez y Peña y solo consiguió romper aún más a su selección, que ya no sabía a qué jugar y mucho menos cómo defender. Puch escarbó todos los vericuetos del ataque, como Alexis: dos futbolistas de potencia y velocidad. El jugador del Arsenal hizo el tercero y a partir de ese momento Vargas comenzó su recital particular, dando pasos adelante y pasitos atrás para encontrar la portería. Tres goles seguidos más le convertían en el rey del gol en la historia de Chile. Goles de jugador hábil, de jugador potente y de jugador listo. Goles de todas las maneras, pero de un solo color.

El drama mexicano no parecía tener fin porque Chile insistía como si necesitara más goles para conseguir su objetivo. O porque le resultaba demasiado fácil mirar a los ojos a Memo Ochoa como para ocultar la mirada. México miraba la hora más descontando minutos lentamente que pensando en nada positivo que no fuera frenar la sangría de goles. Y no lo consiguió. Puch, medio roto tras un pequeño tirón, hizo el séptimo, porque México estaba más roto que su músculo y Chile, disfrutando, no bajaba el pistón. La goleada fue histórica, pero el fútbol de Chile resultó espectacular. Solo hubo dos malas noticias para la selección de Pizzi: la segunda amarilla a Vidal, que le impide jugar en semifinales contra Colombia, y la lesión muscular de Marcelo Díaz, que se retiró durante la segunda mitad. Pero todo eso, que será importante después, era una anécdota. Para Chile no había nubarrón alguno. Para México todo fue una tormenta. Y toda le cayó encima.


en El País, 20 de junio de 2016





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