La risa retumbaba.
No: el eco de las risas dibujaba ráfagas de dientes juveniles a los cuatro puntos cardinales, las ráfagas de dientes esplendorosos y alegres describían parábolas como fuegos venecianos de artificio, como blancas gaviotas a reacción en los cielos, cuando nosotros, las hordas desnudas, marchamos hacia los lugares neurálgicos de la ciudad. Porque habíamos encontrado nuestra segunda arma, la risa, después de la primera, la desnudez, y antes de la tercera: la muerte airada. Éramos muchos: cien mil, quinientos mil, un millón. La ciudad entera, los desnudos ya, infinitos, contra los «fraques» y los trajes oscuros.
Un temblor fecundo homicida flotaba sobre el suelo a la altura de nuestros sexos que, hermosas flores oscuras —alguna color paja, alguna color llama—, se alineaban con pocas discrepancias a nivel de la niebla erótica trepada a las piernas, a las caderas, a la sangre.
Ese temblor, esa niebla amorosa, ese gas impalpable, nuevo experimento del doctor Ox, nos brotaba por ósmosis convertido en risa jocunda, en vibrantes divinas carcajadas. (Y una y otra vez viene a la pantalla de mi recuerdo la imagen de la playa sin tiempo que el buen amigo Hans ve desde la nieve).
Risas pues alegres a todos los cuadrantes de la rosa de los vientos, risa que henchía nuestros cuerpos e impulsaba a las hordas desnudas contra los reductos enemigos. Avenidas que estallan en rojos cola de gallo, en blancos de dientes blancos y en blanco oscuro y canela de desnudez canela, oscura y blanca, avenidas y esquinas que huelen a la especie y a flor, que suenan a gargantas alegres y a viento, que se instalan como píldora de eternidad brevísima bajo la lengua, carne y flores, risa y sexos, viento, amor, amor, amor por las calles anchas en busca de las odiadas —tal vez no, sí innecesarias textileras.
Hubo alguna escaramuza sobre el tapiz belga de las risas aladas, al caer la tarde, por las esquinas. Bien quisiera yo describir en forma épico-poética las arremetidas —y las muertes— de los nuestros, pero la sangre únicamente por carisma depravado de la literatura puede convertirse en algo bello. Esa cosa de la que estamos siempre huyendo, el último estertor, se produjo ante nuestra vista.
Una risa, un vientre, una palabra es algo demasiado tremendo para admitir su nadificación. En fin, por encima de los muertos, avanzamos hacia los reductos enemigos, y a ellos llegamos. Fueron días horribles y noches espantosas, pastel de risas y gritos, de sangre y sexos, de incendios, ataques, carne desgarrada y danzas a la luz de la luna, rechinamientos y casas ennegrecidas por el hollín de las telas quemadas, lodo de lágrimas también y locura de especie en convulsión. Solo el vestido o la desnudez nos distinguía, no se preguntaba, el grupo se arrojaba contra el individuo, el individuo moría, se juraba se blasfemaba y se reía al unísono, y los gritos y las risas eran la banda sonora más infernal que nunca haya oído. Se combatía en todos los puntos de la ciudad, se arrasaba, se devastaba, se mordía y arañaba. La desnudez y la tela formaban un vasto mar encharcado y vibrante. La pólvora llenó la ciudad de acre olor mezclado al amargo de las axilas y un resplandor bosquiano de incendios recortaba muros ennegrecidos en los confines de la ciudad. El espantoso chirriar de dientes y el sublime eco de las risas flotaron sobre la ciudad durante siete días con sus noches. Después, igual que al atardecer desaparece por grados la luz diurna hasta la calma de la oscuridad, o como al levantarse el telón disminuye paulatinamente el rumor de la sala hasta el silencio total, así resplandor de incendios y rugido de masas en pelea fueron muriendo poco a poco, hasta que el simple cerrarse de una puerta era escuchado en los cuatro confines de la ciudad. La fatiga nos dejó dormidos sobre nuestra propia sangre mezclada a la ceniza de los incendios, durante largas horas. Un amanecer cualquiera nos fuimos despertando. Silencio. Sobre mí el cielo azul, aún sin sol. Silencio. Parpadeé. Silencio. Respiraciones acompasadas. Volví la cabeza a un lado. Unos senos amplios, ligeramente derribados a ambos lados del pecho, a la altura de mis ojos, se alzaban y descendían, permanecían inmóviles un segundo, se henchían de nuevo y se relajaban, otra vez, otra vez, otra vez.
A mis pies un hombre de chaqué ennegrecido de quemaduras miraba sin ver —ya muerto, la cabeza doblada como un cristo innoble— mis uñas chamuscadas. Me alcé sobre un codo. Poco más allá una mujer levantó la cabeza, despeinada, oscurecida de ceniza.
Nos miramos. Fui hasta ella. Le tendí la mano. Se incorporó. Sin soltarnos, miramos a nuestro alrededor. Aquí y allá, como en un Valle de Josafat, la tierra brotaba formas humanas. El sol surgía. Los muertos, muertos estaban. Nos agrupamos. Desperezos de brazos tendidos subían al cielo sonrientes. Luego, sin orden previa, todos fuimos en lenta procesión tranquila hacia las plumas de agua, hacia las fuentes públicas bajo los árboles, a los ríos y los mares, donde reunidos nos lavamos alegremente unos a otros de todo resto de sangre y ceniza. Jamás nadie había experimentado nunca tanta calma, tanta plenitud. Los amigos nos encontramos, nadie se refirió al pasado, hoy era hoy y no, aún, mañana ni qué haremos. La jornada concluyó, sentados todos en las faldas de las montañas, de las colinas, en las azoteas, pies colgantes sobre el cemento despedido, diciendo adiós a un bello sol poniente.
en Rostro desvanecido memoria, 1973
Recogido en Cuentos Fantásticos Venezolanos (ed. de Julio Miranda Luque), 1980

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