Dos fragmentos
María
(oración y Consuelo):
Me llamo, o así me dicen; María y soy insignificante al lado de mis hijas, como si ellas fueran una araucaria, y yo hubiera nacido al borde de un río, apenas agarrada de la tierra. Soy así, no es que me sienta así de vez en cuando, así soy, de madera, pero enroscada en el aire, como un poema de algún viejo salamero. Puede ser que por esa razón me gusten las plantas, pero esas que nacen porque se cayó una semilla. De vez en cuando tiro cuescos debajo del limonero para que se acuñe algo sin propósito, así como se me vinieron las hijas, así mismo. Me engendraron y engendré tal y cual como si me hubiese nacido un lunar en el pie. Pero ellas, como digo, son superiores a mí, por eso, y más bien, yo soy testigo de ellas, y se me ocurre, que de alguna forma son anteriores a mí. Podría decir que la primera de mis hijas la dejé en otros brazos, y me duele, me duele ella, no me duelo yo por haber sido incapaz de sostenerla. No me duelo yo por nada, apenas por una pequeña dignidad que merezco en la vida, que no me dio definición sino hijas portentosas y magistrales, porque así son mis hijas, nacieron para buscar el sol entre los árboles. Esa es mi esperanza. Eso es más bien lo que podría decir que me duele: la esperanza. Mi esperanza no tiene árboles, es un bosque quemado, y no hablo de mis hijas, sino del lugar y el modo en que nací. Desde pequeña estuve diseminada, sin cama propia, sin habitación propia, sin cariño propio, mis padres mismos eran abuelos fríos, o mi padre, señorial y recto, con sombrero alón en la playa de los años cuarenta, que hoy día está quieto en la foto de la ciudad de Cartagena, con chalequillo de tela y un reloj colgando del bolsillo, con los veraneantes detrás, unas señoras con bombacha y las sombrillas del alto pueblo, mi padre; el que le pegaba zancadas a la mesa para que yo me fuera cuando lloraba para llamar su atención, que me viera y me quisiera; como miró y quiso a cualquiera de mis hermanos. Recibí el socavón, la pura mirada lejana, y no me duele. Con nada me siento dolida, excepto por mis hijas, que son mis ojos y mi sangre, si a ellas les falta algo ahí, sí que me muero de pena, o de rabia, o de pena y rabia. Pero, puesto que mi esperanza no tiene límites, tengo fe, y tengo ángeles que me acompañan, mi padre y mi madre me acompañan, mi hermano Rafael, el que se fue tan temprano, aboga por mí desde el cielo. En él, en el principio y en el fin de mis ruegos, pienso cuando oro y rezo por mis hijas. Cuando les ha faltado el pan, nunca he dejado que tengan hambre. Le rezo al Cristo que tengo en el velador, sobre una Biblia vieja abierta en los salmos. Creo que Jesús puede haber sido una mentira, pero creo en él. No sé si veo a mi hermano Rafael en su rostro, se parecen de hecho, mi hermano era una vocecilla azul y cariñosa, como la de Jesús. Me emociono con las películas de Jesús, sobre todo cuando le habla a Dios, su padre. Imagino que algún día se abrirán las nubes para que yo le hable al mío, o a mi hermano que también está en los cielos y fue El elegido. Tengo fe y esperanza. A mis hijas nunca les faltará nada.
* * *
El perro Losada
Conocí a Enrique. Enrique recibió una lección para soportar la cólera, no sé cómo lo hizo, era admirable su capacidad de recibir golpes en la vida tan duros. Teníamos a esas alturas 15 años de nada. De vivir en un barrio. Apenas un barrio marginal de la república del bajo extremo, en una ciudad caótica pero plenamente ordenada como era Santiago. Enrique era feroz. Un animal súper definido y elocuente. El hijo del paco muerto. Aprendiz de artes marciales. Pero además mala leche, hijito de su mamá, buen estudiante y castigador de los desvalidos. Todo el colegio le temía como se le teme a un bulldog, un perro de parcela de gente bien, alimentado con la mejor carne. Era grande además, y en cierta medida gordo. Eso, en particular no lo recuerdo bien. Después me enteré que Claudia prefería a las chicas tímidas y tiernas como yo, pero en ese momento crucial, jamás habría pensado en esa posibilidad. Era una pulga en el perro del grupo de Enrique. Enrique Pérez Losada, así lo llamaban los profesores. Los demás le decían el perro Losada. Obviaban el Pérez por respeto a su padre muerto. Ni se fuera a enterar que le decían el perro Pérez. Pero decirle perro daba lo mismo. Nunca imaginó el perro Losada que en la fiesta rara y callejera que organizó se lo joderían de tal manera. Nunca consideró la guitarra cuando invitó a Gutiérrez, el santo de la devoción de los cursos mayores. No tenía piedad el perro Losada, ni menos prudencia con sus mayores. Al cabo de unos minutos Gutiérrez, el cantante, el dirigente, el de 18, se puso a cantar a Silvio: “Una mujer con sombrero”, “Ojalá”, y una canción de autoría propia que sonaba a balada italiana de mala estirpe. Conquistó a la tribu completa con una voz gruesa, a veces melódica, pero en general repetida de cassette. A partir de ese momento podría haberse llamado la tribu de los vencidos. Su voz era el cielo. Su voz era celeste. Golpeaba contra los edificios sociales y se venía de vuelta. Estábamos en el centro de las edificaciones. Rodeados por la gloria de quienes habían logrado un departamento precario en los barrios de Recoleta. Al centro la fogata, el dios Gutiérrez. Gutiérrez el encantador, Gutiérrez la serpiente del menoscabo. Así vi al perro Losada, destituido. Su expresión era la derrota de todo el curso. Todos decían que con Claudia se habían dado un beso el último día del año anterior, durante la convivencia y frente a los demás, sin ningún tipo de decoro. Desde ese momento Claudia fue suya durante todo el año siguiente. ¿Quién podría desmoronar al perro Losada, ni siquiera robarle alguna de sus pertenencias? Claudia pertenecía en sueños a cada macho escolar, pero al final era toda suya. En la praxis, en la definición y en el acuerdo general Claudia era un objeto más de su estuche personal. Sin embargo, esta vez Gutiérrez cantaba. Su voz era el cielo y Claudia. Claudia parecía amarlo, echarlo de menos en las noches, soñar con él, tocarlo en la niebla y en el frío. Pensamos y temimos, creo yo, que el perro Losada ladraría y le daría una patada a las brasas, pero nunca imaginamos que se acercaría a Claudia y le hablaría al oído. Pero Claudia siguió cantando. Y el perro Losada desertó. Se puso la casaca y caminó sin hablar hasta el callejón. Sabíamos que más allá había un desierto baldío y que Losada tenía que cruzar los campamentos para llegar hasta su casa. Pero Losada era valiente porque hasta los pacos le temían. El toque de queda duraba hasta las seis de la mañana y nosotros nos quedaríamos alrededor del fuego. Losada atravesó el descampado y una patrulla negra y blanco le cortó el camino. Losada apenas la vio. Al lunes siguiente formados en el patio mientras la bandera subía, nos enteramos que a Losada le habían dado con una culata en la boca y las narices. Esa mañana teníamos prueba de francés.
Primera edición, puerta abierta editores, México, 2024
Segunda edición, Rumbos editores, Chile. 2025
Fotografía original de José Luis Cuevas
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