Traducción de Fernando Iscar
El citarista Eunomo de Locri consagraba en Delfos
una cigarra de trabajado bronce al dios.
Había un certamen de cítara. Y el rival de Eunomo,
Esparto, ahí estaba preparado; y ahí estaban
los jueces, y atentos acercaban sus delicados
oídos al sonido docto, graves los rostros, sentados.
Alto flameaba el día sobre el rojo toldo, irradiando
cerúleo a lo lejos, entre los oleastros, el mar.
En la divina luz era la febea prueba más
solemne: les temblaba a los contendientes el corazón.
Cuando al tañido, del plectro de oro sonó la cítara
locrita, una cuerda rompióse con un silbido.
De palidez se cubrió Eunomo, temiendo
que faltase la nota justa en el acorde pleno,
a los delicados oídos de los jueces; ¡cuando sobre la barra
del instrumento, sobre la desierta clavija
vino a posarse, ebria de rocíos, una cigarra cantora,
que el perfecto sonido dio de la cuerda
ausente, entonando de improviso al modo eolio la agreste
voz que poco antes era de los bosques alegría!
Venció por tal ayuda, en presencia de los ilustres jueces,
el citarista Eunomo, venció la hermosa prueba.
Por lo que, Rey Apolo, oh arco de plata, hijo
de la inmortal Leto, el coronado Eunomo
quiso honrarte en Delfos, ofreciéndote sobre una cítara,
forjada en el más rico bronce, su cigarra.
No sólo, como al de Locri, la séptima cuerda
se me rompió silbando repentinamente, oh dios.
Todas las cuerdas, por virtud del plectro, se rompieron: abandonadas
quedaron las clavijas sobre la barra ebúrnea;
cuelgan retorcidos los nervios; entre los grandes cuernos lunares
teje la araña en el espacio vacío.
Tal, oh Esminteo, sobre el tronco insigne del laurel, la consagrada
lira aparece, cual inútil astilla.
Pero, apenas tus caballos alcanzan lo más alto del cielo
con sus ardientes cervices, oh Febo, encrinado auriga,
(ansioso respira el bosque, de lejos refulgen los golfos
que la divina curva fingen de tu Arco)
llegan las cigarras que al alba bebieron una gotita
de celeste rocío y aún están ebrias,
llegan sobre aquella exánime; y, quietas, bajo
sus alas maravillosas, tales ríos de melodía
vierten en la cóncava bóveda que nunca
extrajo el plectro más suaves notas,
ni sobre las tierras y las aguas, ni sobre nuestros queridos
pensamientos, fluyó con el sonido serenidad más pura.
Por lo que me sonrío, oh Cintio, de Eunomo; pero que en mi pecho
no tiemble, como al citarista, el corazón.
Serénase con el continuo sonido nuestra alma,
satisfecha por su silencio, rica por sus pensamientos,
como un hermoso trirreme anclado en un puerto,
de regreso de su periplo, cargado de bellos tesoros.
en Canto nuevo, 1896
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