lunes, julio 07, 2025

«El reloj», de Osvaldo Soriano



 
A los quince años me compré mi primer reloj. Durante el verano trabajaba en un galpón de fruta de Cipolletti, le pasaba la mitad del sueldo a mi madre y con las horas extras guardaba plata para darme algún gusto grande. Después vinieron otros, pero ninguno tuvo el valor del primero. Era un White Star de diecisiete rubíes, enchapado en oro y con correa negra. En ese entonces pensaba que lo último que uno se sacaba antes de acostarse con una chica era el reloj. No sé por qué, pero me imaginaba enceguecido por unos pechos blancos y unos ojos ardientes. Me inclinaba a desprenderle la cadenita que llevaba al cuello y yo me quitaba el reloj de la muñeca.
 
Los Rolex de hoy no existían para nosotros. Mi padre no había querido regalarme el White Star porque sostenía que un varón debía comprarse sin ayuda el reloj y los calzoncillos. La verdad era que no tenía plata y lo disimulaba con una filosofía de apuro. Muchos años después me obsequió un Rado con calendario que le encajaron por automático. Pero no pudo pagarlo y el estafador se llevó un chasco. Iba a verlo a la oficina de Obras Sanitarias para reclamarle las cuotas atrasadas y mi viejo se lucía mostrándole su Omega perfecto. «¡A usted no lo conozco! ¡Para qué quiero baratija automática si tengo esta joya!», le decía, y levantaba el brazo para que todos lo envidiaran. Por más que el otro lo amenazara con ejecutarle los pagarés mi padre se reía a carcajadas y le aconsejaba que mejor los tirara a la basura.
 
Todavía no se había inventado el cuarzo y los japoneses no fabricaban su mercadería descartable. Eran tiempos con ecos de El tercer hombre, la obra maestra de Carol Reed con guión de Graham Greene. El gran Orson Welles miraba el reloj con esa sonrisa suya y le lanzaba a Joseph Cotten el famoso: «Ustedes hablan tanto de paz… Mira a los suizos: llevan quinientos años de paz y ¿qué dejan? Nada más que el cucú…». Cito de memoria para evocar el cinismo hiriente de Harry, el personaje que había enamorado a la bella y melancólica Alida Valli. Los suizos eran ingenieros de la puntualidad. Al menos eso decía mi padre que nunca llegaba tarde a una cita. Me acuerdo que se sacaba el Omega para lavarse las manos de miedo a que la humedad se le escurriera dentro de la caja de acero inoxidable. Lo había comprado en 1941, antes de casarse, y lo conservó toda la vida. Se le hacía agua la boca cuando me hablaba del cronómetro Girard Perregaux, pero no hubiera cambiado el Omega por ningún otro. Como todos los relojes a cuerda, aquel tenía una historia particular que no puede ser contada. Cuando mi padre se enfermó, noté que le había hecho limpiar la esfera como si quisiera ver más claras sus últimas horas. Nunca se lo sacó de la muñeca y era lo único que llevaba puesto cuando murió en una clínica del barrio de Flores, aquel otoño del setenta y cuatro.
 
Pierre Assouline cuenta, en su monumental biografía de Georges Simenon, que una de las mayores culpas que pesaron sobre la conciencia del creador de Maigret fue la de haber entregado el reloj que le había dejado su padre a cambio de una noche de prostíbulo. Simenon nunca pudo recuperarlo y desde entonces vivió rodeado de péndulos, despertadores y minuteros. A todo el mundo le regalaba relojes pero, perdido el de su padre, nunca pudo tener uno que fuese realmente suyo.
 
«La fecha más importante en la vida de un hombre es la de la muerte de su padre. Es cuando no tienen más necesidad de él que los hijos comprenden que era el mejor amigo». Con esa cita de Simenon abre Assouline el meticuloso recorrido de una vida tantas veces maquillada por el escritor en sus Memorias íntimas y otros libros de recuerdos. El reloj perdido en las bragas de una prostituta negra recorre una colosal obra de trescientos cincuenta títulos. Entrevistado por Los Angeles Times, Dashiell Hammett afirmó: «Simenon es el mejor en su género porque es inteligente. Por muchos lados me hace pensar en Edgar Poe».

Como Cervantes en castellano y Dickens en inglés, Alexandre Dumas y Simenon adaptaron a su tiempo y a la lengua francesa el complejo arte de la novela popular. No tienen equivalentes en la Argentina porque Roberto Arlt era muy vulnerable y estaba demasiado amargado para seguir escribiendo novelas de las que se burlaba mucha gente dedicada a la literatura. De uno de los Dumas, mi padre decía haber leído Los tres mosqueteros, del otro La dama de las camelias. Los Dumas, padre e hijo, eran tan compadres entre ellos como si no fueran de la familia. Compartían la escritura de ciertos libros, el calor de las prostitutas y la admiración de las cortesanas.
 
Es verdad que a diferencia de Simenon, los Dumas no eran completamente autores de todo lo que publicaban. A pocos metros de donde están enterrados, en el cementerio del Pére Lachaîse, hay otra tumba menos conocida que guarda los restos del pobre tipo que les proveía ideas y manuscritos cuando ellos se quedaban bloqueados o sin tiempo para alimentar al editor que les corría detrás. Ese nègre, escritor fantasma sin gloria ni posteridad, fue vengado por sus hijos que escribieron sobre la lápida: «Aquí yace el hombre que escribía las novelas que se adjudica el señor Dumas, que yace un poco más allá».

También James Hadley Chase, el más popular entre los autores de novela negra, está bajo sospecha. Un investigador francés sostiene la dudosa hipótesis de que Chase no era más que un doble de Graham Greene, quien —aventura—, sería el verdadero autor de No hay orquídeas para la señorita Blandish y Eva, entre tantos. Poco importa: cualquiera sea el creador del insoportable suspenso de Un agujero en la cabeza, merece la gratitud de los millones de lectores que Chase y Greene conservan aun muertos y sepultados.
 
Las máscaras sirven para cubrir otras máscaras. Cuando investiga a Simenon y salta de un reloj a otro, Assouline descubre que las históricas Memorias de Chaplin, publicadas en 1964, fueron escritas en el más absoluto secreto por la imaginativa pluma de su amigo Graham Greene. El autor de El poder y la gloria no le cobró un centavo y se divirtió como loco inventando peripecias y reescribiendo las insulsas páginas que le había alcanzado Chaplin.
 
En cambio Simenon siempre es él mismo. Una y otra vez enmascarado, ya sea en el personaje ominoso que de joven firma diecisiete artículos sobre «el peligro judío», o en el colosal escritor de Los cómplices, La nieve estaba sucia y El relojero de Everton. En el improbable Quién es quién de estos tiempos, El compadre de Dumas, el amigo de Simenon o el verdugo de Arlt nos empujan los pasos. Los evocamos con amor o con odio, pero siempre con furia. Hay veces que nos aplastan y otras en que los hacemos polvo. Pero siguen ahí, en el tic tac del viejo reloj. Hasta que se le termine la cuerda.




en Piratas, fantasmas y dinosaurios, 1996













 
 





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