domingo, marzo 02, 2025

«Una mañana perdida», de Gabriela Adamesteanu

Fragmento




La terraza de las clemátides

—Mi enfermedad me ha obligado a apartarme del gobierno de la casa y, en consecuencia, muchas de mis antiguas atribuciones han caído sobre los hombros de Sophie…, llevándola, diría, al agotamiento —dice el profesor Mironescu—. Por eso los quehaceres domésticos van peor que antes; por añadidura, Grigore, el camarero, está ahora con paperas… Sin embargo, al mirar las cosas desde cerca y juzgarlas con su limitada lógica humana, tendemos a hacernos ilusiones, siguiendo el hilo de una causalidad engañosa. Más tarde, al echar una mirada atrás y contemplar el declive con la perspectiva que da el tiempo, nos percatamos de que las cosas han cambiado. El diseño de conjunto se nos muestra entonces muy distinto, y sobre él sentimos la terrible mirada divina. «Al que no tiene, aún lo que tiene se le quitará». ¿Cómo resignarse a atribuir tal significado al declinar? Pero tales divagaciones, tienes toda la razón, ma chère, están fuera de lugar… Sobre todo ahora, cuando los próximos meses se vislumbran tan sombríos…
—Ya habrá oído usted, ¿verdad?, que los rusos cruzaron la frontera por Isaccea… —le interrumpe el invitado.
—Querido amigo —dice con una sonrisa afable el profesor—, pese a que acaba de volver de su período de movilización, está al tanto de las últimas noticias mucho más que yo. ¡El interés por los problemas públicos! Le felicito con toda sinceridad, créame. Porque en mi caso, aun en tiempos mejores, tanto la curiosidad por tales asuntos como las fuerzas para seguirlos han sido mediocres… Peor ahora, que apenas me muevo de casa… En esta época del año, sin clases en la universidad y con parte de los amigos que se han arriesgado a salir de veraneo…

Al otro extremo del salón Sophie, irritada por la alusión a las vacaciones, ha cerrado su abanico con un golpe seco. Está muy erguida en el sillón de respaldo alto, con las fosas nasales dilatadas. Mientras tanto el profesor, con las gafas bajas sobre la nariz, tamborilea con el coupe-papier sobre la pila de papeles que tiene delante; no hace falta que vuelva la mirada hacia ella para saber de qué humor está en este momento. Lo mismo vale para su joven amigo: aun sin mirarlo, sabe que está sentado con las piernas cruzadas, dejando ver sus calcetines blancos de seda, como se estila entre los elegantes este verano; una oportuna nota de desaliño, que aligera su estilo de funcionario. Alguien debe de haberle hecho notar (el profesor sonríe con tierna ironía) que cierto descuido indumentario es un granito de pimienta, el toque adecuado a un atuendo formal. Que al auténtico patricio raras veces se le ve tiré à quatre épingles, sino más bien haciendo gala de una soberana indiferencia en el vestir.

El profesor se siente demasiado locuaz esta tarde. Lo impulsa a hablar sin parar una sensación turbia y levemente incómoda que experimenta de un tiempo a esta parte; podría, pues, examinarla más detenidamente…

Pero evita examinarla de cerca.

—Las dificultades que han surgido últimamente lo explican pero no lo excusan.

El profesor se interrumpe bruscamente y, con el rostro iluminado por una sonrisa y los brazos abiertos teatralmente, sale al encuentro de la pequeña Yvonne, a quien Nela empuja a través de la puerta entreabierta.

—Ven, mon petit, ven…

La pequeñina avanza unos pasos y a continuación, asustada al ver a tanta gente, lanza un gritito y vuelve a las faldas de Nela. Bajando los brazos lentamente, como las varillas de un paraguas que se cierra, el profesor Mironescu mira desconcertado hacia el sillón donde está su mujer. Sí, parece que la sabia Sophie tiene razón una vez más, habría que respetar los horarios de la niña, incluso en una noche como esta en que mademoiselle Lissette, atemorizada por los últimos rumores, está haciendo las maletas en el piso de arriba y llorando de emoción. Por otro lado, no habría que hacer tanto caso a la servidumbre, si no queremos que aproveche nuestros sentimientos naturales para desatender sus obligaciones; si nos descuidamos, llegarán a decidir a qué hora podemos ver a la niña, lo cual hay que reconocer que está ocurriendo últimamente…

El profesor pasea su mirada indecisa por el rostro de los demás; menos propensos a la lógica y a las normas de educación, actitud por lo demás muy natural en los jóvenes, Titi y Margot se precipitan a pedir que se haga una excepción por esta noche. Y de este modo logra el profesor el consentimiento (dado à contre-coeur, como puede leerse en la expresión distante de Sophie) para que la pequeña siga en el salón. Por consiguiente, se sienta con su preciosa carga sobre las rodillas y acaricia con demasiado ahínco su cabello rubio y quebradizo.



Publicado por Lumen, 1983
















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