jueves, marzo 20, 2025

«Todo el oro de Lisboa», de Juan Patricio Riveroll

Fragmento



 
Hacía rato que no iba al bar de Vizcaínas en horas de operación. No me necesitaban. En la banqueta, a un lado de la entrada, había tres tipos recargados en la pared, yonquis vagabundos inyectándose una sustancia que podía ser cualquier cosa, una escena que más valía ignorar. La barra ocupaba todo el lado derecho, y en el espacio siguiente tocaba una banda de siete músicos que apenas cabían en el escenario y que juntos producían un sonido funk hip-hopero y tropical que tenía a la gente brincando. Todos los integrantes rapeaban y la única mujer cantaba. Santiago pidió una botella de mezcal para que los tragos salieran de ahí, ahorrando un poco de dinero; nos metimos a la pista con algunos trabajos y brincamos con la raza el resto del toquín. […]

Chocamos los vasos y en eso Karla llegó a abrazarnos. 

—De huevos la tocada —le dije al separarnos.
—Son unos chingones. Lo que no puede ser son los pinches yonquis que ya se apañaron la banqueta. Y no los puedo mandar a volar, no me vaya a meter en pedos. Aquí nuuunca sabes. 
—No le hacen daño a nadie —dijo Santiago. 
—No mames, claro que hacen. Aquí viene banda híper alivianada pero también banda fresa, y sí se espantan. No mames, Santi, si hasta yo me espanto. No chingues. Ese pedo es indefendible. 

Él levantó la ceja, le pidió las llaves de la oficina para darnos unas rayas y ella nos acompañó. 

—A ver si puedes averiguar cómo le hacemos para que desaparezcan de aquí. Es tu única tarea hasta que la cumplas —dijo viéndome a los ojos antes de aspirar una. 

No sabía por dónde empezar. Cuando al fin volví al hotel y pude dormir algunas horas, bajé a preguntarle al Hechicero qué haría en mi lugar. 

—Háblale a la policía. 
—No jodas. Eso lo pudo hacer Karlita en un minuto. Tiene que ser una maniobra desde adentro, no puede parecer que somos unos rajones. Perdemos toda credibilidad en la colonia si hacemos una mamada de esas. 
—Uta, pues entonces no sé. 

Hice más preguntas en lugares cercanos, en otro bar y en una taquería, y me dijeron lo mismo. También traté de hacerles conversación, de convencerlos de instalarse en otra parte, y nada más me dieron lástima. Apenas balbuceaban. Es probable que ni siquiera supieran en dónde estaban. Además, no siempre eran los mismos. La calidez del bar logró que vieran ese espacio como una clase de guarida, en donde convivían con gente sin tener que interactuar de ningún modo. La cosa no estaba fácil. Karla escuchó lo que me recomendaron tres gerentes de la zona, y su respuesta fue muy similar a un regaño, justo lo que me temía. Esa vía no era posible. Entonces, en vez de preguntar qué harían en esa situación, lo que pregunté fue si había alguien que estuviera a cargo de la zona de una manera, digamos, extraoficial; quería saber si había algo así como un líder sindical, y ante eso llegué a dos respuestas: el cartel La Unión decidía todo lo relacionado a cualquier tipo de estupefacientes, y el equivalente al líder que buscaba era el mero mero petatero de plaza Meave, que controlaba todo lo demás. 

[…]

Llegamos, toqué y el tipo de la entrada nos volvió a dejar afuera unos minutos. Me sentí mejor acompañado. Le acepté a Karla un cigarro y los nervios se diluyeron con el humo del tabaco. La música que salía del local de enfrente le daba un toque de fiesta a una situación tensa, bocinas en venta que no llegaban a tronar por más que le subieran, que arrastraban consigo la coherencia de ese gran circo que se desenvolvía en torno nuestro, en el que la compraventa se convertía en un rito ceremonial aderezado con punchis punchis de barrio. En eso se abrió la puerta, tiramos la colilla al suelo y Karla entró primero. Di un paso adelante y el tipo cruzó el brazo para bloquearme la entrada. 

—Nada más puede pasar una persona. 
—Ya hablé con la secretaria del señor Flores Cruz. Nos está esperando. 
—Nada más puede pasar una persona —repitió en el mismo tono. 
—No hay pedo, ahí vengo. Aquí espérame —dijo Karla y el tipo me cerró la puerta. Me avergoncé de no poder acompañarla, en una situación que estaba fuera de nuestro control, en la que no había más que hacer caso. Me acomodé en la banqueta y me recargué en la pared bajo el rayo del sol. Qué carajos estaba haciendo ahí, en una vida que solo me correspondía porque la arrebaté, porque me impuse, y en ese instante se me reveló mi posición ridícula, a la deriva en un mundo en el que debería de estar haciendo otra cosa. Quizá era tiempo perdido, aunque también cabía la posibilidad de que el futuro fuera absolutamente opuesto al que imaginé hasta ese punto de mi vida. Si dejaba de pensar en lo que yo esperaba de mí y en lo que la gente a mi alrededor esperaba que hiciera, si de una vez por todas evitara darle seguimiento a un guion impuesto por ideas preconcebidas y por algunos prejuicios sociales, las opciones que podrían abrirse frente a mí serían como un abanico de una amplitud inmensa, y este momento equivaldría a un punto de partida. Dentro de tal escenario, todo representaría una nueva posibilidad. Si cambiaba de chip no había nada que pudiera detenerme. La clave era no ver el cambio como una traición al destino, sino como una liberación, o una purga. La clave era aprender más y en otras direcciones y traicionar cada vez que fuera necesario. Librarse de las ataduras y de todo lo predestinado. Tal vez en aquella senda estaba la realización, pero ¿qué significaba eso? Si a este mundo venimos a aprender, cada cambio de rumbo es una nueva apuesta para ahondar en lo que no sabemos. Para crecer. Me encontraba entonces justo en el lugar en el que tenía que estar, fuera del laberinto del señor Flores Cruz, al son de un techno-infierno para darse un tiro y con el rayo del sol en la cara, a la espera de saber si nos libraríamos de una bola de yonquis. Qué carajos estaba haciendo ahí. 

Vi la puerta abrirse y a Karla salir con parsimonia. Me levanté de un salto en lo que ella encendía otro cigarro. 

—¿Quieres? 

Negué con la cabeza y emprendimos el camino de vuelta con más calma. Le dio un par de caladas antes de hablar. 

—A toda madre el gordo, la neta.
—Cállate, no mames. Que no te vayan a oír.
—Serénate, no pasa nada. Ya hasta nos volvimos compas. 
—¿Neta?
—Obviamente no, pero le caí bien. Que una pinche güerita tenga su bar aquí al lado y se le plante enfrente para pedirle un paro le pareció un detallazo. No me pidió ni un centavo, quiso saber de qué iba el antro y al final me dijo que ya no me preocupara, que si volvían a aparecer regresara a verlo. 
—Qué maravilla.
—Amerita un mezcal.

Esa noche, por arte de magia, la banqueta se había despejado.




Publicado por Tusquets Editores, 2024


















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