Fragmentos / Traducción de las respuestas de Saramago en portugués, de Juana María Inarejos
Tengo entendido que ya habías estado antes por [Ramala]. ¿En qué condiciones? ¿Cómo fueron esas experiencias?
La primera vez que viajé a Israel fue, si no me equivoco, en 1990, para la presentación de la traducción hebraica del Memorial del convento. Se me ofreció, entonces, la posibilidad de viajar por la región, desde Belén hasta la frontera con el Líbano y a los montes del Golán. Sólo al final del viaje supe que había sido transportado en un coche blindado... No pude tener entonces contacto con los palestinos, pero no fui insensible a su silencio ni a la tristeza de las miradas que se cruzaban con las mías. Debo confesar, sin embargo, que, probablemente por la satisfacción de verme traducido por primera vez al hebreo y por las atenciones (tanto particulares como oficiales) de que me vi rodeado, no presté la debida atención a la situación de los palestinos. Seguramente también influiría en mi relativa desatención la apariencia de «paz» que en esa época se observaba. Cuando regresé a Lisboa di una conferencia sobre las impresiones del viaje, en particular las emociones que experimenté en los diversos lugares que mantienen viva la memoria del Holocausto.
Esta vez has estado cinco días, ¿no? ¿Qué viste, con quién hablaste?
Lo que vi en Palestina me hizo comprender que mucha de la información corriente que circulaba en los medios de comunicación (me refiero a la información anterior al agravamiento de la situación, una vez que ahora difícilmente alguien podrá alegar ignorancia) era insuficiente y superficial, cuando no tergiversada, salvo en ocasiones muy concretas, cuando el dramatismo de los episodios narrados o una fácil aprehensión de las imágenes hacían «atractiva» la noticia. Con mis colegas, estuve en Ramala y en la Franja de Gaza, oí la protesta indignada de los que vieron sus casas destruidas, los lamentos de los que lloraban a sus muertos, vi largas filas de palestinos a la espera de que les permitieran el paso en los puestos de control para ir a trabajar en el «otro lado», percibí la frialdad con que los soldados israelíes intentaban enmascarar su propio miedo… Se respiraba la tensión en el ambiente, corrían noticias de concentraciones de tanques, era evidente que el Ejército israelí estaba preparándose para una ofensiva a gran escala. Sabemos lo que sucedió después.
Se te ha reprochado que no mostraras interés por contactar con escritores israelíes y conocer sus puntos de vista.
Hablé con escritores israelíes situados políticamente a la izquierda que me expresaron sus preocupaciones y su voluntad de paz. Me di cuenta de que existe una minoría de israelíes que desean una solución justa para los palestinos, pero también se me hizo claro que ningún partido en Israel, en el actual marco político, tiene condiciones para hacer suyas y promover entre la población esas aspiraciones de paz y de justicia. Conviví durante algunas horas con un admirable grupo de teatro formado por judíos y palestinos, cambié impresiones y admiré el valor de jóvenes que pagaron con la cárcel su negativa a prestar servicio militar en los territorios ocupados. Pero es obvio, incluso para un observador superficial, que la mejor parte del pueblo israelí se encuentra atada de pies y manos, y sin la mínima posibilidad de organizarse políticamente para los cambios necesarios.
Con todo el ruido que organizó la visita, mucha gente no se enteró de que uno de los objetivos del viaje era visitar a Mahmud Darwish. Háblame de él.
El objetivo inicial del viaje, del que antes he hecho referencia, nunca se olvidó. En un teatro de Ramala se realizó una lectura de textos poéticos y de ficción, tanto de los escritores de la delegación como de poetas y escritores palestinos. Mahmud Darwish estaba presente y fue aplaudido como pocas veces he visto aplaudir a un poeta. Se percibía que la voz de Mahmud, no siendo la voz única del pueblo palestino, es aquella que con más intensidad expresa sus dolores y sus esperanzas. Me pregunto si están todavía vivos todos aquellos hombres y mujeres que llenaban el teatro. Me pregunto si el propio teatro todavía estará en pie.
La comparación que hiciste entre la situación en que el Gobierno de Israel mantiene al pueblo palestino y la que vivieron muchos judíos en campos de concentración nazis como el de Auschwitz ha levantado muchas y muy furibundas iras. ¿Qué pretendías al hacer esa comparación? ¿En qué sentido te parece rigurosa y en qué sentido crees que sería impropio establecerla?
Para los judíos, Auschwitz es la palabra prohibida. Llegaron a decirme en Jerusalén que podía llamar a los israelíes lo que quisiera, pero que nunca pronunciara tal palabra. Auschwitz es para los judíos una herida que probablemente no cicatrizará jamás. Pero es también una herida que ellos no quieren ver cicatrizada, que constantemente arañan para que continúe sangrando, como si pretendieran hacernos responsables de ella. Auschwitz, en cierto modo, impide a los judíos enfrentarse con la realidad del mundo. Es evidente que tenía clara conciencia de lo que iba a suceder al pronunciar la palabra maldita, pero creo que fue el hecho de haberla dicho y de haberme arriesgado a las consecuencias lo que hizo renacer un debate cada vez más necesario, el debate que servirá para esclarecer las responsabilidades del pueblo de Israel en su propia situación. The Wall Street Journal escribió que mis declaraciones habían levantado en Europa una ola de antisemitismo. Es absurdo, no puedo tanto… Además, si algún antisemitismo anda por ahí, la culpa no la tengo yo, sino precisamente quien de él se queja, es decir, el gobierno de Israel y la mayoría que lo apoya. Mis declaraciones sobre Ramala y Auschwitz han sido tergiversadas sistemáticamente. Yo no comparé los hechos de Ramala con los hechos de Auschwitz, sino el espíritu de Auschwitz con el espíritu de Ramala. Lo anuncié cuando esa realidad era ya patente para cualquier persona que se atreviera a mirarla de frente. Luego el Ejército israelí se ha encargado de confirmarla del modo más terrible. El «plan de paz» que Sharon presentó a Bush para obtener su visto bueno apunta claramente en esa dirección. Prevé un remedo de Estado palestino sin capacidad militar y con autoridad sobre un territorio reducido, que incluiría zonas de seguridad, vallas, alambradas electrificadas y puestos de control, todo ello destinado a separar físicamente a los árabes de los israelíes. Dibujemos un mapa y veremos nítidamente que lo que Sharon pretende es convertir el llamado «territorio palestino» en un inmenso campo de concentración. No me ha sorprendido, insisto, la reacción que ha tenido la referencia a Auschwitz. Es más, podría decir que, aparte de esperarla, la forcé deliberadamente. Si hubiera formulado una crítica rutinaria, habría encontrado un eco rutinario. Todos los días se producen críticas rutinarias contra Israel y nadie las tiene en cuenta. Esta ha obligado a que se discuta sobre el fondo del problema. Israel está expulsando a los palestinos y, a los que no consigue expulsar, los recluye en algo que cada día adquiere más nítidamente los caracteres de un espacio concentracionario.
Sabes que no eres el único que utiliza el símil de «campos de concentración» al referirse a Palestina.
Claro que no. Ni en público ni en privado. Por citar sólo un ejemplo, te diré que me acaba de llegar una carta de Brasil, de un brasileño judío, con unas reflexiones propias muy interesantes, y con citas de intelectuales judíos que todos admiramos y que nos ayudan a entender lo que pasa. Una de estas citas es de Hannah Arendt, que, hace años, refiriéndose a la tragedia de su pueblo, escribió: «Es perfectamente concebible, e incluso cabe dentro de las posibilidades políticas prácticas, que un bello día, una humanidad altamente organizada y mecanizada llegue a la conclusión, de manera democrática –es decir, por decisión de la mayoría–, de que a la humanidad, entendida como un todo, le conviene liquidar ciertas partes de sí misma». Para Hannah Arendt a esta conclusión se llega cuando se admiten que hay pueblos «descartables», a los que se les puede despojar primero de su tierra, luego de la condición de ciudadanos con derechos, finalmente de la vida que van arrastrando casi sin capacidad de defensa. Mi corresponsal brasileño decía que el pueblo palestino, para el gobierno de Israel, para los ciudadanos que lo han elegido y para las dictaduras árabes vecinas, se ha convertido en un «pueblo descartable», a imagen y semejanza de lo que ocurrió con el pueblo judío en los primeros decenios del siglo xx. Y hay similitudes si lo miramos bien.
¿Has recibido estos días muestras de apoyo, de concordancia con tus planteamientos, por parte de judíos?
Sí, muchas y algunas son testimonios desgarradores de personas que sufrieron en sus carnes todos los atropellos por el hecho de ser judíos, incluso la experiencia terrible del campo de concentración. Tengo cartas de supervivientes o de familiares de supervivientes que no consiguen entender la política de Ariel Sharon ni a quienes conociéndolo lo votaron. El gran poeta Juan Gelman, también judío, ha escrito, y me lo mandó para que lo leyera, un artículo que habla de los refuzniks, los reservistas de las fuerzas armadas israelíes que se niegan a servir en los territorios palestinos ocupados. Pues bien, en ese artículo además de contar los agravios que sufren los refuzniks, es decir, cárcel, pérdida de empleo, aislacionismo social, la consideración de traidor, tanto para el reservista como para su familia, Gelman, que sabe de lo que habla, narra historias de civiles que no escapan del clima de intolerancia operante. Textualmente dice: «La mítica cantante Yaffa Yarkoni, de setenta y siete años, que desde la guerra de 1948 ha acompañado todas las batallas de las tropas israelíes, luego de mirar un noticiero con escenas de Yenín declaró a la radio del ejército: “Cuando vi a los palestinos con las manos atadas a la espalda, hombres jóvenes, me dije ‘es lo mismo que nos hicieron en el Holocausto. Somos un pueblo que atravesó el Holocausto. ¿Cómo somos capaces de hacer esto?’”. Reuven Rivlin, ministro de Comunicaciones, calificó esas palabras de “blasfemia” y se suspendió un homenaje a Yarkoni que se venía preparando desde hacía dos años: no por las presiones del gobierno, sino del público». Hasta aquí el relato de Gelman, aunque podríamos seguir leyéndolo, porque cuenta que 43 profesores de la Universidad firmaron una declaración para impedir que el ex ministro de Justicia de Israel Yossi Beilin pudiera impartir una conferencia en la Universidad Ben Gurion por haber participado en la elaboración de los acuerdos de paz de Oslo. Recuerda también Gelman una frase de Michael Lerner: «Si un pueblo está involucrado en la brutalidad hacia fuera, es seguro que la crueldad y el odio se reflejarán también dentro de esa comunidad». Por cierto, el número de refuzniks es algo así como el uno por mil de los 400.000 reservistas del ejército israelí.
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¿Cómo puede entenderse que gentes que se dicen de izquierda defiendan la existencia de un Estado de base religiosa, que prohíbe el matrimonio civil, que limita los derechos políticos de una parte de su población, que niega la ciudadanía a quienes siempre vivieron allí y la concede en función de la adscripción religiosa, que tiene legalmente regulada la tortura, etcétera?
Mientras no «refundemos» la izquierda (¿cuándo, cómo y con qué ideas?), todas las confusiones son y serán posibles. En cuanto a Israel, está claro que se trata de un Estado parateocrático en el que se ha perdido (si es que alguna vez la tuvo) una noción consensual de pensamiento de izquierda, tal como, hasta tiempos recientes, lo entendíamos en Europa.
Se te ha tachado de antisemita. ¿Cuáles son tus sentimientos ante el pueblo judío?
Llamarme antisemita es una cortina de humo, o simplemente una estupidez malintencionada. En todo cuanto he escrito hasta hoy no se encuentra una sola palabra de donde honestamente se pueda concluir la existencia, en mí, de ese sentimiento. Cuando los judíos creían y difundían que había escrito Ensayo sobre la ceguera pensando en el Holocausto, no me llamaban antisemita. Cuando se decía, sin el más mínimo fundamento, que uno de mis libros lo había escrito en Israel, tampoco me llamaban antisemita. Dicen ahora que lo soy porque esa falsedad conviene a su propaganda. Pero sí me manifiesto en contra de la incapacidad que están demostrando los israelíes para extraer lecciones de humanidad de los espantosos sufrimientos que padecieron sus antepasados. En lugar de aprender de las víctimas, se han inscrito en la escuela de los verdugos. ¿Que ayer fueron segregados? Ahora segregan. ¿Que fueron torturados? Ahora torturan. Hay un fragmento de El evangelio según Jesucristo en que, indirectamente, coloco a los judíos de cara a su responsabilidad en relación a los palestinos, pero eso no lo entendieron los israelíes. Dos horrores les impiden a los judíos mirarse al espejo: el de Auschwitz y el de su propia conciencia ahora.
Es desalentador comprobar, como antes decías, qué magras son las filas del verdadero pacifismo israelí, ¿verdad?
Es que resulta mucho más fácil educar a los pueblos para la guerra que para la paz. Para educar en el espíritu bélico basta con apelar a los más bajos instintos. Educar para la paz implica enseñar a reconocer al otro, a escuchar sus argumentos, a entender sus limitaciones, a negociar con él, a llegar a acuerdos. Esa dificultad explica que los pacifistas nunca cuenten con la fuerza suficiente para ganar… las guerras. En este caso, además, estamos hablando de un pueblo que vive preso de un imaginario enfermizo que le hace sentirse «elegido» y, por tanto, avalado por una patente de corso de origen divino.
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Leí que tus libros han sido retirados de las estanterías de las librerías israelíes, donde venían teniendo una excelente acogida.
En aquellos días, efectivamente, hubo librerías que, por decisión propia o presión de los lectores, retiraron mis libros. Sé que, en ciertos casos, algunas que habían retirado los libros de los escaparates pasaron después a venderlos por debajo del mostrador… De todas formas, según me cuentan, en marzo se vendieron en Israel 3.000 ejemplares de Todos los nombres. En abril, tras mis declaraciones en Ramala, 280. Eso parece indicar que 2.720 lectores estaban equivocados sobre mí y que 280 sabían quién era yo. Esos son los que me importan.
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He leído que te han reprochado no tener en cuenta que donde tus libros han tenido tradicionalmente más éxito es en Israel, no en Palestina.
Y yo he respondido que ése es un argumento estúpido y mezquino, que evidencia una mentalidad avariciosa. Es verdad que en Israel no falta dinero para comprar libros, pero yo no comercio conmigo mismo: no me vendo a quien compra mis libros. De todos modos, que esa gente tan preocupada por mis derechos de autor no se inquiete: mis obras también están traducidas al árabe. Estoy seguro de que algunos de mis libros también circularán por Palestina. Aunque es probable que más de un ejemplar haya quedado enterrado bajo los escombros de Yenín.
En cualquier caso, no deja de producir una cierta melancolía ver a judíos rompiendo libros, retirándolos de la vista o quemándolos. También eso sugiere paralelismos terribles.
Este tipo de represalias representa uno de los capítulos más comunes de la interminable historia de la intolerancia. El libro ha sido siempre una de sus primeras víctimas. Cuando se prohíbe un libro, lo que se quiere es eliminar a la persona que lo escribió.
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Tú no sólo hablaste de «nazi-judíos», sino que también comparaste al régimen de Tel Aviv con la Sudáfrica del apartheid, aunque esa otra observación, que tus compañeros de expedición suscribieron en el manifiesto que hicisteis público antes de la visita, apenas fue comentada. Sin embargo, me pregunto si esa otra comparación es correcta. Pretoria no practicó realmente el apartheid, dígase lo que se diga, sino la segregación: «Para blancos, para negros». Quería que hubiera negros, sólo que «en su sitio». Es Israel la que ha aplicado un verdadero apartheid, procediendo a la expulsión de la «raza maldita». Entre 1947 y 1949, más del 50% de la población árabe fue echada de Palestina. Unas 700.000 personas. Eso sí se atiene a la literalidad del apartheid. Podría hablarse incluso de limpieza étnica.
No fui yo el que usó por primera vez las palabras «nazi-judíos», sino un judío, una gran figura intelectual y moral, el profesor Leibowitz (fallecido en 1994), que, en un ensayo que provocó una enorme polémica en Israel, acusó al Ejército israelí de «judío-nazi». Si todavía estuviera vivo, ¿cómo calificaría el profesor Leibowitz las más recientes acciones bélico-terroristas de los militares israelíes? En cuanto al apartheid, analizar sus contenidos ideológicos y programáticos está fuera del ámbito de esta respuesta. Sin embargo, no veo grandes diferencias entre apartheid y segregación, una vez que, en principio, se «limitan», uno y otro, a prácticas que niegan lo que Pierre Bourdieu expresó en esta fórmula brillante: «El otro es como yo y tiene el derecho de decir “yo”». Si Israel hubiera simplemente «empujado» a los palestinos hacia Cisjordania y la Franja de Gaza, podríamos hablar, indistintamente, con razonable precisión, de segregación o apartheid, pero lo que en realidad pasa es algo diferente y peor: Israel no quiere tener a los palestinos como vecinos; quiere que desaparezcan del «paisaje». En una entrevista dada al Diário de Notícias de Portugal el 7 de abril, Adiel Mintz, presidente del Yesha Council, organización gubernamental que administra los asentamientos judíos en Cisjordania y en la Franja de Gaza, a la pregunta del periodista: «¿Tiene proyectos para construir nuevos asentamientos?», respondió lo siguiente: «Me gustaría traer un millón más de personas a Judea y Samaria en los próximos diez o quince años. Pero, principalmente, ampliando las comunidades ya existentes». No se puede ser más claro en cuanto al futuro que Israel ha diseñado para los palestinos, si le dejan las manos libres...
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Suele pretenderse que el Estado de Israel nació como fruto de una resolución de las Naciones Unidas. Sin embargo, la proclamación del Estado hebreo fue anterior al acuerdo de la ONU y sus dirigentes nunca se ajustaron a los términos fijados por el organismo internacional. Desde el principio se apoderaron de más territorio del que les había sido asignado, territorio que fueron ampliando más y más en aplicación del derecho de conquista, desalojando población árabe y apropiándose de sus pertenencias muebles e inmuebles. ¿Cree que habría base política y moral para plantear la anulación del acuerdo por el que se admitió la existencia de Israel?
Base política y moral suficiente supongo que la habría, pero plantear esta cuestión ahora significaría, y tal vez para siempre, tapar todos los caminos que podrán llevar un día a la solución del conflicto. Y las víctimas de esa obstrucción serían fatalmente los palestinos... Los Estados Unidos necesitan que Israel esté donde está porque Israel es su vanguardia de penetración en Oriente Próximo.
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Dejando a un lado a los incondicionales del Estado de Israel, me gustaría conocer tu opinión sobre la actitud de los que sostienen que lo correcto es situarse en una posición «equidistante» entre las dos partes en conflicto.
Pero es que esto no es un conflicto entre dos partes equiparables. No se trata del enfrentamiento entre dos Estados, cada uno con su ejército, sus fronteras... Aquí lo que tenemos es un Estado, dotado de un ejército poderosísimo, que se dedica a la conquista de un territorio que pertenece a otro pueblo, a la destrucción y la rapiña de sus pertenencias, a la humillación sistemática, a la reclusión en guetos o, alternativamente, a la expulsión de la gente de su tierra. Y por otro lado tenemos la Intifada, piedras, viejos kaláshnikov, suicidas que van a matar… Ante una situación así, la neutralidad es imposible. Declararse «neutral», o «equidistante», ¿a qué equivale, en la práctica? A no intervenir, esto es, a permitir que Israel siga avanzando en su política de hechos consumados. Negarse a actuar en contra de Israel es, de hecho, apoyar a Israel.
Esa viene a ser la política de la Unión Europea, que hace continuos llamamientos a «ambas partes» para que «cesen los actos de violencia», como si la responsabilidad de lo que está sucediendo se repartiera a partes iguales entre israelíes y palestinos.
Ah, sí: Europa, la cuna de la civilización, de las letras, del arte, y todo eso. Es lamentable cómo se está comportando. Es de una cobardía total, porque las autoridades europeas saben perfectamente lo que está sucediendo. Y no hacen nada. Asisten al desastre con los brazos cruzados. Se limitan a aprobar resoluciones sin ningún contenido concreto y a enviar de vez en cuando delegaciones protocolarias que Israel desprecia sin el menor disimulo. La UE podría presionar muy eficazmente sobre Sharon, si quisiera, porque Europa es el principal punto de referencia de la economía de Israel. Pero no hace nada.
El Holocausto se ha convertido en un factor de chantaje moral y político: se diría que quien critica lo que hace Israel se convierte ipso facto en cómplice del Holocausto.
El Holocausto es, como decía antes, la gran y permanente autojustificación de los israelíes. Piensan que, por mucho mal que ellos puedan infligir ahora a quien sea, nunca será comparable con el que sufrieron ellos. En su conciencia patológica de pueblo escogido, creen que el horror que padecieron les exime de culpa alguna por los siglos de los siglos. No conceden a nadie el derecho a juzgarlos, porque ellos fueron torturados, gaseados e incinerados. Además, y a la vez, quieren que todos nos sintamos corresponsables del Holocausto y que expiemos nuestra supuesta culpa aceptando sin rechistar cuanto hagan o dejen de hacer. Se han convertido en rentistas del Holocausto, pero lo cierto es que ni nosotros tenemos culpa alguna en aquella barbarie ni ellos pueden hablar en nombre de las víctimas que aquel horror generó. Es más: me pregunto, y es una pregunta retórica, porque tengo algunas respuestas concretas, qué pensarían quienes murieron en Auschwitz y en otros campos de concentración nazi, y las víctimas de los pogromos y de otras persecuciones históricas sufridas por el pueblo judío, si levantaran la cabeza y vieran lo que Israel está haciendo en su nombre. Estoy seguro de que muchos se cubrirían el rostro, avergonzados.
Volvamos a la «equidistancia». Los que defienden esa posición alegan que, si bien es cierto que Israel está cometiendo muchos excesos que merecen condena, también lo es que la resistencia palestina perpetrá atentados abominables contre la población israelí.
Jamás he mostrado la más mínima simpatía para con las sangrientas acciones que llevan a cabo, contra la población civil judía, los llamados «terroristas suicidas». Son horrendas. Y las condeno. Pero me llama la atención que las mismas personas que se escandalizan porque comparara los crímenes nazis con los crímenes israelíes, pretextando que «no hay proporción» –cuando lo que yo comparé no tenía nada que ver con proporciones–, pongan luego en el mismo nivel un cierto número de atentados cometidos por palestinos desesperados con la práctica sistemática de rapiña, destrucción y muerte llevada a cabo disciplinadamente desde 1948 por un Estado que cuenta con el ejército mejor pertrechado del mundo, excepción hecha del «amigo americano». ¿Esas dos realidades sí pueden ponerse en el mismo plano? Los Gobiernos occidentales reservan la catalogación de terrorista para los actos de violencia indiscriminada realizados por activistas que no actúan encuadrados en una organización estatal, y se niegan a reconocer la existencia del terrorismo de Estado. Se aprovechan del hecho de que el terrorismo a secas no pretende esconderse –al contrario, se esfuerza al máximo para que la sociedad se entere de su existencia–, en tanto que el terrorismo de Estado hace todo lo posible por volverse «invisible», porque es tanto más eficaz cuanto más desapercibido pasa. Las manos sucias de los Estados gastan muchos guantes. En todo caso, la llamada «comunidad internacional» y el propio Israel deberían empezar por preguntarse qué razones explican que haya en Palestina cada vez más personas dispuestas a convertirse en bombas e inmolarse por su pueblo.
«¿Para qué sirve la literatura?», se preguntó en voz alta Jean-Paul Sartre ya hace muchos años, a la vista de la ignominia, la injusticia y la explotación de que eran víctimas los desheredados de su tiempo. Dado que no puede decirse que el panorama mundial haya mejorado demasiado desde entonces, cabe volver a plantear la pregunta: ¿qué poder tiene la literatura frente a todo esto?
¿Por sí misma? Ninguno. Jamás los escritores cambiaremos el mundo. El arte y la literatura carecen de poder frente a los ejércitos. Otra cosa es que el artista, o el escritor, en tanto que ciudadano, intervenga para dejar constancia pública de su protesta, y que sus palabras puedan tener uno u otro eco moral. Todos los ciudadanos, escritores o no, tenemos no sólo el deber de decir, sino también el de hacer. Y no sólo de cara a nuestro propio país. También de cara al mundo.
¿Hay razones para el optimismo?
Me temo que no. Lo que está en juego va más allá de la necesidad de una pacificación del conflicto. El Oriente Próximo es un campo de batalla no sólo político y religioso; también económico y estratégico. Para quienes manejan el conflicto desde las bambalinas, los muertos cuentan poco. Y la razón aún menos. Mientras los obstáculos que encuentren en su avance sean tan débiles, seguirán la marcha.
¿A qué cabe aspirar?
A corto plazo, el objetivo deseable y posible es que los palestinos vean reconocido su derecho a tener un Estado digno de ese nombre, con fronteras seguras y claramente definidas. Definidas por los dos lados. A más largo término, aspiro a que las dos comunidades vivan juntas y en paz. Quizá algún día, en el futuro, evocando todos los muertos del presente, recordándolos y llorándolos, palestinos y judíos sean capaces de establecer una relación que merezca llamarse fraternal. ¡Todavía no nos han privado del derecho a soñar!
en ¡Palestina existe!, 2002
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