–¿Cuánto hay? –preguntó el Topo.
–Cinco mil.
–¿Para los dos?
–Por cabeza –contestó el Alemán. Y sonrió.
Eran las tres de la tarde de un día de verano. Los dos hombres estaban sentados a la mesa junto a una de las ventanas del bar. Las moscas zumbaban sobre sus cabezas; más arriba, giraban las aspas de un ventilador. El Alemán acarició su bigote, espeso y mal recortado, amarillento, con dos dedos manchados de nicotina. Bebió el resto de ginebra que quedaba en el vaso y encendió un cigarrillo.
–¿Y? –preguntó el Alemán.
–¿Tiene que ser hoy?
–Sí, al tipo lo enterraron esta mañana.
El Topo miró hacia afuera. Al otro lado de la avenida, se alzaba el muro del cementerio. Los dos hombres permanecieron en silencio durante unos minutos. El Topo era el más joven; tenía dieciocho años. Hablaba lentamente, deteniéndose en mitad de cada frase como si le costase encontrar las palabras. El Alemán pasaba los cuarenta.
–¿Y para qué lo quiere la mina? –preguntó el Topo.
–Lo quiere y paga. Listo.
–No sé, no me cierra…
–¿Pero sos boludo vos? –dijo el Alemán–. Cinco lucas por afanarse un muerto… Es como sacarle un caramelo a un chico.
–Sí, pero…
–Mirá, lo llamo al Tuerto; ése no le hace asco a nada.
–No, pará. Dejame pensar un poco.
El Topo miraba la pared del cementerio. El Alemán alzó el brazo, pidió otra ginebra.
–Toda de negro estaba –dijo de pronto el Alemán–.
Toda pintarrajeada, y no es una mina tan vieja, tendrá unos cincuenta, más o menos. Tomaba whisky importado. Si vieras lo que es la casa… Cinco lucas, Topo, contado efectivo. Media hora de laburo, sin riesgos.
—¿Y vos conseguís la camioneta…?
–Sí, vos quedate tranquilo…
–¿Y si le llevamos al muerto y después la mina nos caga?
El Alemán se acodó sobre la mesa. El mozo llegó, destapó la botella de ginebra sobre la bandeja, sirvió una medida en un vaso con hielo y dejó el vaso frente al Alemán. Cuando el mozo se retiró, el Alemán dijo:
–Eso no va a pasar. La mina está sola, no le conviene. –¿Y Savio, qué te dijo Savio…?
–Lo que te acabo de contar. Está forrada en guita, es viuda, vive sola y está más loca que una cabra. El muerto era el amante.
—Pero para qué lo quiere la mina, eso es lo que quiero saber.
–A Savio lo contactó un médico, un tal Ramírez –susurró el Alemán.
El Topo achicó los ojos como si al fin comprendiera. El Alemán tiró la colilla por la ventana abierta, se limpió sudor de la frente con una servilleta de papel, hizo un bollo con la servilleta y lo dejó junto al cenicero.
–Pero el tipo está muerto, ¿para qué quiere la mina un médico…?
–¿Pero vos qué te pensás, que la mina lo quiere resucitar, que quiere qué…?
–Y no decís que está loca…
–Está loca, pero no es imbécil.
El Alemán bebió. Sacó un nuevo cigarrillo del paquete.
El Topo encendió un fósforo y el Alemán acercó el cigarrillo a la llama.
–¿Alguna vez te conté lo de Perón? –dijo el Alemán, sonriendo.
–No.
–Cuando murió Perón, el Brujo estuvo como un día entero intentando resucitarlo.
–¿Qué brujo? –preguntó el Topo.
–López Rega, le decían el Brujo. Era un ministro. Eso dicen, que el tipo estuvo todo un día dando vueltas alrededor del cadáver del General, rezando y haciendo ritos de magia negra.
–Y bueno, a lo mejor la mina quiere hacer lo mismo con el muerto…
–No, no es eso.
–¿Entonces…?
–Pensá, Topo… A ver, ¿para qué puede querer la mina el cadáver? ¿Para qué se consiguió un médico? Pensá.
El Topo se encogió de hombros.
–Ya que hablamos del General, pensá en Evita.
La cara del Topo se iluminó, pero enseguida negó con la cabeza.
—Lo querrá embalsamar –dijo el Alemán—. Es lo único que se me ocurre.
El ventilador, arriba, giraba lentamente. Las moscas zumbaban.
–¿A Evita le hicieron eso? –preguntó el Topo.
–Sí…
–¿Así como una momia?
–No, eso es otra cosa –explicó el Alemán–. Para embalsamar a un muerto primero le sacan las tripas, todo lo que tiene adentro, y después lo rellenan con sustancias químicas; el cuerpo queda igual que cuando estaba vivo, no se pudre nunca.
–Cinco lucas –murmuró el Topo–. ¿Cinco mil? –Cinco mil por nada, pan comido.
–¿Y sabés cómo llegar vos?
–La mina me dibujó un plano. La bóveda está cerca de la entrada principal.
–Por ahí no vamos a poder entrar…
–No, entramos por una de las salidas del otro lado, ya tengo visto por dónde.
El Topo se rascó la cabeza y volvió a mirar hacia afuera.
–Qué loca de mierda… –reflexionó–. ¿Y lo va a tener al muerto ahí, como una momia, en la casa? ¿Vos viste un muerto alguna vez? –preguntó.
–Algunos vi.
–¿Quiénes?
–Al negro Sosa. Le abrieron un tajo de este tamaño en la barriga y venía agarrándose las tripas. Eso fue cuando yo era chico, allá en Lomas.
–¿A ese lo emblasamaron?
– «Embalsamaron», se dice. No, a ése no, qué lo van a embalsamar…
–¿Y quién más viste?
–Mi vieja.
–Perdón…
–Está bien.
–Yo nunca vi un muerto.
–Ho y tenés ia oportunidad.
El Topo lanzó una risita nerviosa.
–Y cerquita lo vas a ver –dijo el Alemán.
–¿Y cómo vamos a hacer?, digo, cuando entremos…
–Fácil: buscamos la bóveda, la abrimos, abrimos el ataúd, subimos el fiambre a la camioneta y se lo llevamos a la mina.
–¿Cómo se llama? –preguntó el Topo.
–¿Quién?
–El muerto.
–Ricardo Fava.
–¿Era viejo?
–No sé, qué carajo importa –contestó el Alemán.
–¿Y el cajón, qué hacemos con el cajón?
–Lo cerramos de nuevo.
–Está bien, lo cerramos. Y le llevamos el fiambre a la mina.
–Exacto.
–¿Vive lejos la mina?
–En San Isidro, bastante lejos.
–¿Y la casa, cómo es la casa?
–Eso sí que te va a gustar, Topo. Es una casa como las de las películas, de dos pisos, y en el fondo hay una pileta.
–¿Tiene perro?
–No sé, yo no vi ninguno.
–Con la guita me voy a comprar un perro.
–Mil perros te vas a poder comprar con toda esa guita. –U no solo me voy a comprar. A lo mejor le pongo Fava, como el tipo. Y la mina, ¿cómo es, es linda?
–De joven debe haber sido una linda mujer. Tiene tetas grandes.
El Topo volvió a reír. Miró hacia afuera y se acomodó en la silla.
–Qué loca de mierda –dijo el Topo–. ¿Y qué querrá hacer con el muerto?
–Ya te dije, para mí que lo quiere embalsamar.
–Sí, pero para qué.
El Alemán se encogió de hombros:
–Hay gente para todo –sentenció.
El Topo abrió la boca como para decir algo, pero se arrepintió y guardó silencio. Después de unos minutos, susurró:
–Nunca estuve con una mina yo.
–Y bueno, ahí tenés; con lo que vas a cobrar hoy podés ir al Castillo. Pagás y te volteás alguna. Cuando volvamos de San Isidro te dejo ahí.
–Eso me gustaría.
–Más vale que te va a gustar, vas a ver. Pero no te dejés afanar. Si te quieren cobrar más de cincuenta mangos, no los pagués.
–Cincuenta. ¿Y las minas se dejan?
–Si les pagás, sí.
—Y yo les voy a pagar porque voy a tener guita…
–Ojo, no seas boludo, eh, no vas a andar mostrando por ahí toda esa plata que te van a dar un palazo en la cabeza y el muerto vas a ser vos…
–¿Son lindas las minas de ahí?
–Hermosas, Topo, son como reinas –dijo el Alemán–. Hay una morocha que no sabés lo que es…
–¿Cómo se llama esa?
–Sandra, creo. Dos tetas enormes tiene, no le entran en el corpiño…
–Y las herramientas?
–Yo llevo todo, vos quédate tranquilo. Lo único que tenés que hacer es ayudarme a sacar al tipo del cajón y subirlo a la camioneta. Después cerramos de nuevo el cajón y listo. ¿Entendiste?
–Sí, es fácil.
–Muy fácil.
El Alemán apagó el cigarrillo.
–Al perro a lo mejor le pongo Sandra… –dijo el Topo.
–Bueno, ¿arreglado? –preguntó el Alemán.
–Y, qué sé yo…
–¿Qué pasa, tenés miedo?
–No sé…
–Mirá, Topo, los muertos no hacen nada. De los que tenés que tener miedo es de los vivos.
–Con esa guita me alcanza para comprarme un perro, un perro bueno. ¿Te gustan a vos los perros?
–Me encantan. Yo tenía, antes. Dos tenía. Ahora vivo en departamento, es más complicado.
El Topo se rascó la nuca, volvió a acomodarse en la silla y espantó una mosca con la mano.
–Este… vos…, ¿no podrías darme algo ahora? —preguntó. El Alemán terminó la ginebra, sacó la billetera, contó el dinero, dejó unos pesos sobre la mesa y le extendió al Topo el resto.
–Bueno, a las once te paso a buscar por acá –dijo el Alemán–. No llegués tarde.
–¿Y después me vas a llevar al Castillo? –preguntó Topo mientras contaba la plata.
–A otro lugar mejor te voy a llevar. Ya vas a ver. Bueno, nos vemos después.
–Chau.
El Topo se quedó en el bar mirando hacia afuera. Tenía los ojos fijos en la pared del cementerio. Llamó al mozo.
–Una milanesa con fritas y huevos fritos. Y una Coca. Mejor dos Cocas traeme.
Mientras masticaba, el Topo pensaba en nombres para un perro.
en Mockba, 2007
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