Al escribir mis cuentos en la pobreza o en la bonanza, en unas horas o en años de correcciones, en mi país o fuera de él, sólo he querido que ellos entretengan, enseñen o conmuevan. Y he querido, también, proporcionarme un placer: pues escribir, después de todo, no es otra cosa que inventar un autor a la medida de nuestro gusto.
Por otro lado, no advierto entre mis primeros y últimos relatos alguna evolución apreciable. Ello no me inquieta. Podría citar el caso de numerosos artistas que han hecho, aproximadamente, durante toda su vida la misma cosa. Veinte años en la vida de un autor puede ser mucho, pero en la historia de un género no es nada. Sé que hay y que habrá muchas formas diferentes de escribir cuentos. Yo trabajo alegre y concienzudamente dentro de mis medios y posibilidades. Nunca he tenido las pretensiones de ser un pionero o un innovador. Yo recojo las enseñanzas de los viejos; y creo en los límites de lo que va desapareciendo. Vanguardia y retaguardia no tienen para mí ningún sentido. Lo importante es ser fiel a mis impulsos y transmitir, simplemente, el rumor de la vida.
Por último, mi obra cuentística está agrupada bajo el rubro de La palabra del mudo. ¿Por qué este título? Porque en la mayoría de mis cuentos se expresan aquellos que en la vida están privados de la palabra. Los marginados, los olvidados, los condenados a una existencia sin sintonía y sin voz. Yo les he restituido este hálito negado y les he permitido modular sus anhelos, sus arrebatos y sus angustias.
Presentación a la antología Cuentos populares, Lima, 1986
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