Apenas me adentro
en la Arboleda Zen
siento menos ganas de partir.
Cumbres apiladas y desfiladeros profundos
rodean un acantilado inmenso.
La torre y las terrazas
atraviesan el frío
más allá de las nubes y la vegetación.
La campana y sus repiques
resuenan con claridad
a lo largo del arroyo y de las rocas.
Un niño levanta
y lleva a limpiar las bandejas del té.
Apoyado en su bastón,
el viejo monje se relaja.
Hay un cuarto solitario…
Leo ahí una inscripción,
casi descifro un título,
cepillando el musgo sobre él.
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