lunes, septiembre 23, 2024

«Vineland», de Thomas Pynchon

Fragmento / Traducción de Manuel Sáenz de Heredia




Ella condujo hacia el centro de la ciudad con especial cuidado porque se sentía con ganas de hacer daño a alguien, encontró una tienda de licores con un gran cartel donde decía «Se abonan cheques», y también se lo rechazaron. Propulsada por los nervios y la cólera, persistió hasta llegar al siguiente supermercado, donde le dijeron que esperara mientras alguien iba a la oficina a telefonear. 

Ahí fue donde, contemplando a través de un largo pasillo de alimentos congelados, allende las cajas registradoras, el resplandor negro terminal de los ventanales de la fachada, alcanzó un instante de innegable clarividencia, raro en su vida, pero reconocible. Comprendió que el filo del hacha de la política económica de Reagan giraba por todas partes, que ella y Flash ya no estaban exentos, que podían ser fácilmente entregados al mundo exterior y, dentro de él, a cualquier asunto inconcluso que podía ahora… como si todos aquellos años los hubieran preservado sanos y salvos en un espacio sometido al tiem¬po, pero ahora, obedeciendo al capricho incomprensible de algo instalado en el poder, tuviesen que integrarse de nuevo en la mecánica de la causa y el efecto. En algún lugar tropezarían con un hacha real, o algo igualmente doloroso, jasónico, con una mortífera hoja-en-la-carne... aunque a la distancia a la que ya habían sido trasladados ella, Flash y Justin todo se haría con claves de teclados alfa- numéricos que representarían ingrávidas e invisibles cadenas de presencia o ausencia electrónica. Si las pautas de unos y ceros eran «como» pautas de vidas y muertes humanas, si todo lo referente a un individuo podía representar¬se en expedientes de computadora mediante una larga cadena de unos y ceros, entonces, ¿qué tipo de criatura se representaría mediante una larga cadena de vidas y muertes? Tendría que ser al menos un nivel superior… un ángel, un dios menor, algo salido de un ovni. Se necesitarían ocho vidas y muertes hu¬manas sólo para crear una letra del nombre de ese ser… su expediente comple¬to podría ocupar un espacio considerable de la historia del mundo. Somos dí¬gitos en la computadora de Dios, tarareó, más que pensó, en su fuero interno, al son de una vulgar melodía espiritual, y lo único para lo que servimos, estar muertos o vivos, es lo único que Él ve. Todo aquello por lo que lloramos, por lo que luchamos, en nuestro mundo de sangre y trabajo, le pasa desapercibido a ese intruso cibernético que llamamos Dios. 

El encargado del turno de noche regresó, sosteniendo el cheque como si fuera un pañal desechable. 

—Hay orden de no pagar esto.
—Los bancos están cerrados, ¿cómo pueden dar esa orden?

El encargado dedicaba buena parte de su vida laboral a explicar la realidad a las manadas de computanalfabetos que entraban y salían en masa de la tienda. 

—La computadora —empezó amablemente, una vez más—, no necesita dormir, ni siquiera descansar. Es como si estuviera abierta veinticuatro horas al día… 





1990












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