lunes, septiembre 09, 2024

«Justine», de Lawrence Durrell

Fragmento / Traducción de Aurora Bernárdez
 




–Le asombrará si le digo que siempre he visto en Justine una especie de grandeza. Como usted sabe, hay ciertas formas de grandeza que si no se aplican al arte o a la religión, hacen estragos en la vida corriente de los hombres. El error está en que Justine consagró sus dones al amor. Es cierto que en muchos casos ha sido mala, pero en ninguno de ellos su actitud tenía importancia. Tampoco puedo decir que nunca haya hecho daño a nadie. Pero los perjudicados han salido ganando. Los arrancó de sí mismos. Era forzoso que sufrieran, y muchos no han comprendido la naturaleza del dolor que ella les infligía. Yo sí.

Y con esa sonrisa que todos le conocían, dulce y al mismo tiempo de una inexpresable amargura, murmuró otra vez:  

–Yo sí.

Capodistria… ¿cómo se sitúa en el cuadro? Más parecería un duende que un hombre. La cabeza de serpiente, chata y triangular, con los dos grandes lóbulos frontales; el pelo que avanza en punta como una toca de viuda. Una lengua blancuzca y temblorosa que humedece continuamente los labios. Es indeciblemente rico, no tiene necesidad de mover un dedo para vivir. Se está el día entero en la terraza del Broker's Club mirando pasar a las mujeres, con el ojo inquieto del que baraja incesantemente un viejo mazo de naipes pringosos. De vez en cuando un gesto rápido, veloz como la lengua del camaleón, señal casi imperceptible para quien no esté prevenido. Entonces sale furtivamente de la terraza una figura en seguimiento de la mujer señalada. A veces sus agentes detienen e importunan abiertamente, en su nombre, a una mujer en la calle, ofreciéndole una suma de dinero. En nuestra ciudad nadie se ofende por eso. Algunas muchachas se limitan a reír. Otras aceptan inmediatamente. Pero nunca se advierte un gesto de ofensa. Entre nosotros no se finge la virtud. El vicio tampoco. Ambos son naturales.

Capodistria permanece alejado de todo esto, con su inmaculado traje de piel de tiburón y el pañuelo de seda asomando en el bolsillo del pecho. Sus estrechos zapatos relucen. Sus amigos lo llaman Da Capo por sus proezas sexuales tan fabulosas, según parece, como su fortuna o su fealdad. Hay un oscuro parentesco entre él y Justine. Ella dice: «Lo compadezco. Su corazón está reseco y sólo le han quedado los cinco sentidos como los fragmentos de un vaso roto». Pero la monotonía de su vida no parece deprimirlo. Su familia es conocida por la cantidad de suicidas, y su herencia psicológica está cargada de trastornos y enfermedades mentales. Pero eso no lo afecta, y llevándose un largo índice a la sien, dice: «A todos mis antepasados les faltaba un tornillo. A mi padre también. Era un gran mujeriego. Siendo ya muy viejo mandó hacer un maniquí de goma, a imagen de la mujer perfecta, de tamaño natural. En invierno se la podía llenar de agua caliente. Era hermosísima. Se llamaba Sabina, como mi abuela paterna, y la llevaba consigo a todas partes. Tenía la pasión de los viajes en barco, y en realidad pasó los dos últimos años de su vida yendo y viniendo a Nueva York. Sabina tenía un guardarropa magnífico. Era un espectáculo verlos llegar al comedor, elegantemente vestidos. Mi padre viajaba con un criado llamado Kelly. Sabina iba entre los dos, del brazo, tambaleándose con sus maravillosos vestidos de noche, como una hermosa mujer borracha. La noche que mi padre murió, le dijo a Kelly: 'Envíale un telegrama a Demetrius y dile que Sabina murió en mis brazos, sin sufrir'. La enterraron con él en Nápoles». Nunca oí una risa más natural y franca que la suya.





1957













 

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