lunes, agosto 05, 2024

«Al filo de la revolución», de Juan Patricio Riveroll

Fragmento



 

No quedaba más que esperar represalias. La embajada mexicana le dio asilo al presidente junto con su familia, al igual que al líder del Partido Comunista. Esto generó una oleada de peticiones de asilo que culminó con las embajadas latinoamericanas llenas. Ernesto, incansable, salvó de la cárcel a muchos dirigentes políticos, consiguió casas en donde refugiar a unos y encontró asilo para otros, además de trasladar algunas armas, pero ante la negativa generalizada de seguir luchando decidió viajar a México y conseguir trabajo allí, y eso a Hilda no le interesaba. Para salir del país ella tenía que hacer gestiones en la embajada peruana y cambiar el salvoconducto de exiliada con el que llegó por un pasaporte, con el obstáculo de que el gobierno en turno abominaba de cualquier aprista. No se habían olvidado de ella. Sin trabajo y sin el apoyo de los representantes de su país, mientras esperaba la respuesta de la embajada, Hilda fue detenida por la policía del nuevo régimen afuera de la pensión donde vivía. Las actividades de Ernesto no habían pasado desapercibidas.

–¿En dónde está Guevara?
–No sé, pregunten en la embajada argentina.
–Denos una fotografía suya.
–No tengo ninguna.

Al entrar a su habitación, la mujer vio libros, ropas y muchas otras cosas regadas por doquier. La policía había esculcado hasta juntar todas las fotografías que pudieron y se las mostraron una por una.

–¿Está en esta foto?
–No.
–¿En esta?
–No –y así sucesivamente, negaba ver la cara de Ernesto en fotografías en las que sí aparecía.

Hilda fue trasladada a la cárcel de mujeres Santa Teresa.

Al llegar protestó para que se respetase su condición de asilada política, para que al menos le dijeran de qué la acusaban, y pidió un abogado. La directora del penal la escuchó sin poder prometerle nada: el caso estaba fuera de sus manos.

La metieron en el mismo espacio que las presas comunes, ladronas u homicidas, en un salón enorme en el que todas dormían con la luz encendida durante la noche. Las levantaban a las cinco de la mañana y a las seis empezaban a trabajar en el aseo de la cárcel. La comida no podía ser peor: frijoles casi crudos y sin ninguna sazón, y tortillas. Enseguida comenzó a dar clases de alfabetización, pues ninguna de las presas sabía leer ni escribir. Se limitó a tomar té y de vez en cuando una manzana que le llevaba una amiga, y así cuando una comisión de la Cruz Roja visitó la cárcel, al cuarto día de su encarcelamiento, Hilda declaró que si no la ponían en libertad en veinticuatro horas se declararía en huelga de hambre. La trinchera en la que se encontraba iba más lejos que el simple exilio, de nuevo condenada al ostracismo por defender los ideales en los que basaba su vida, soportando el cautiverio con una serenidad imperturbable. Pero no fueron días fáciles. El hambre y el mal sueño la debilitaban, y el miedo de no saber lo que podían hacer con ella también la perseguía. En los momentos más duros usaba la imagen de Ernesto para recobrar fuerzas, y creía que en su posición él haría lo mismo que ella. Su mayor deseo era que no lo agarraran, pues era probable que las fuerzas represivas del nuevo Estado se ensañaran más con él.

Antes de vencerse el plazo para empezar la huelga de hambre recibió a un grupo de peruanos que le contaron que Ernesto estaba a salvo, que su primera reacción había sido querer entregarse para que a ella la soltaran, pero que todos a su alrededor lo convencieron de que no serviría de nada, que solo aumentaría el problema. Era más fácil tratar de sacar a uno que a dos. Aceptó asilarse en la embajada argentina para evitar su detención, bajo la premisa de que una vez consumada la victoria del gobierno usurpador no habría necesidad de imponer más el terror, y los prisioneros políticos quedarían en libertad.

También acudió a la cárcel el embajador chileno, que le contó que su homólogo peruano se negaba a darle el pasaporte o a hacer gestiones para su liberación, una muestra más de la mezquindad de quienes tenían secuestrado a su país. Era una pena confirmar que el embajador de la nación vecina se interesaba más por su caso.

El día que empezó la huelga de hambre la enviaron a la enfermería y la acostaron. La directora insistió en que lo que estaba haciendo era una locura y trató de disuadirla con argumentos más o menos bien fundados y la tentación de una comida como Dios manda. El aroma del pollo que pusieron a su lado en una vajilla que daba la impresión de ser fina fue como un tipo de tortura, y con toda ingenuidad intentaron convencerla con un juego de cubiertos, ausentes en el resto del penal. Recurrió a toda su fuerza de voluntad para resistir. Tomaba sorbos de agua y trataba de mantener la mente ocupada en recuerdos y en las ideas que la llevaron allí, con su integridad intacta. A las ocho de la noche la directora la mandó llamar para comunicarle que el Tribunal de Justicia había acordado liberarla y que sería interrogada al día siguiente. El nuevo gobierno tema que un caso aislado se convirtiera en un escándalo, dado el carácter político de la detención. Salieron artículos en la prensa y algunos periodistas querían hablar con ella, pero fueron rechazados por la directora; a Hilda tampoco le gustaba la idea de que un acto de rebeldía que consideraba justo cayera en el exhibicionismo.

Durante el interrogatorio el Procurador General la acusó de comunista por sus apuntes sobre la reforma agraria, sus libros sobre economía marxista y el Código del Trabajo de Arévalo.

–Tener obras marxistas no es ningún delito. Un profesional debe leer de todo.

Era cierto, porque nunca se había considerado comunista, aunque no tenía nada en contra de dicha ideología. Recordó algo que le dijo Ernesto días antes de que la detuvieran: «¿Por qué sos aprista, si pensás como comunista? Además, creo que tenés algún problema psicológico desde tu niñez, por ese complejo de Juana de Arco que revelás, eso de sacrificarse por la patria». En aquellos instantes frente al inquisidor, con las palabras de Ernesto cumpliéndose de forma grotesca, no podía explicar que ella jamás buscó estar en esa posición, que todo lo que hizo, incluso quedarse en Guatemala después del triunfo de los golpistas, fue dado por las circunstancias, y todo lo volvería a hacer si fuera necesario.

–El presidente Castillo Armas quiere verla.
–Está bien, lo único que pido son garantías para salir del país y regresar al mío.

Cuatro días más tarde todavía no se cumplía la orden de libertad, hasta que amenazó con volver a declararse en huelga de hambre. Cuando finalmente la dejaron en libertad, varias presas lloraron.

–¿Quién nos va a enseñar a leer?
–Ustedes sigan estudiando. No es fácil, pero pueden aprender solas. Es cosa de que quieran.

Hilda se apiadó de ellas. No era justo que, aunque fueran criminales, vivieran en tales condiciones. Al cerrarse detrás de ella la puerta de la prisión, la mujer sintió un gran alivio, y ese mismo día se instaló en un edificio barato. Comía en el restaurante de una amiga y se aguantaba las ganas de ver a Ernesto, encerrado en una embajada que no aceptaba visitas y era observada por los soldados del régimen. En la tensión de ese entorno envenenado, la libertad de ambos era más importante que el encuentro. 

La entrevista con el nuevo presidente guatemalteco, Carlos Castillo Armas, fue cordial, puesto que se habían conocido tiempo atrás en casa de una amiga en común. No parecía el mismo hombre de antes; su aspecto físico había desmejorado, estaba pálido y flaco, con el tórax abultado por el chaleco antibalas. Daba la sensación de estar frente a un muñeco: el de los intereses yanquis y la oligarquía. La saludó amistosamente junto con otros dos oficiales; ella le pidió que no volvieran a detenerla antes de que pudiera salir al Perú, ya que sabían que la demora en la gestión del pasaporte no era culpa suya. Fue una reunión completamente hipócrita en la que nadie habló de los temas que tenía en la cabeza.

Un día Ernesto la sorprendió en el restaurante en el que sabía que Hilda comía de vez en cuando, gracias a una de las cartas que recibió en la embajada.

–¿Por qué no te fuiste a Argentina con el resto de los asilados?
–Yo no me quiero volver, voy a seguir mi camino a México, así como lo había planeado. Vamos, andá.
–Yo me voy para Perú, pero todavía tengo que esperar el pasaporte. Si no me lo dan me sigo para Argentina.
–El mío está en la embajada mexicana para que me den la visa. Si de verdad querés irte hasta allá te doy la dirección de mis viejos, ellos te podrán ayudar en algo.

Todos los conocidos que veían a Ernesto andando por la calle o en el restaurante volteaban la cara o lo miraban aterrorizados, sin dirigirle la palabra. Era un secreto a voces que las autoridades estaban detrás de él.

–Después de este fiasco a mí me quedan claras dos cosas: que la lucha de Latinoamérica es en contra del imperialismo yanqui y que esa lucha tiene que ser por medio de las armas. Mirá lo que sucede si no se opone resistencia.
–¿Entonces por qué quieres ir a México?
–Aquí la revolución ya se acabó. Quiero trabajar un poco y juntar algo de plata para seguir a Europa, o mejor a China.
–¿Y de qué vas a trabajar?
–Un amigo de mi viejo vive allá, se supone que es un cineasta reconocido. Recordaré mis inquietudes artísticas no realizadas, empezaré como extra y después, poco a poco... Qué te parece a vos?

Hablaba entre risas, un poco en broma y un poco en serio.

–No creo que un hombre como tú, con tus ideales de justicia, encuentre en el cine el canal para realizarlos, salvo que sea en un país en donde la revolución tenga el poder político. Como trabajo eso es anularse si se hace en cualquier país capitalista. Sería mejor otra ocupación, aunque sea barriendo calles. Creo que ni como extra te conviene entrar en el cine, porque es vivir en un ambiente que cambia todas las perspectivas. Yo te aconsejo, y te lo digo solo porque me pediste mi opinión, que no te metas en eso. Si hubiese la garantía de poder hacer el cine que uno quiere, denunciando la explotación o los verdaderos problemas de la sociedad, estaría bien, pero ni para los grandes actores hay esa posibilidad. Lo que sí creo es que debes dedicarte a ser médico, aunque no ganes nada y tengas que trabajar en otra cosa para comer.

La miró gravemente y tardó un poco en contestar.

–Está bien, tomaré en cuenta lo que decís. Yo lo pensaba por si la vida en México fuera muy dura, así siempre tendría cómo resolver lo básico para no morirme de hambre.
–En caso de extrema necesidad se pueden barrer calles o lavar platos, pero tú tienes una profesión. La tienes que ejercer. 
–Sí, sí. Es verdad.

Lo acompañó en tren hasta Villa Canales, camino a la frontera, y casi no hablaron. Irse de esa forma daba una sensación derrotista que ninguno quería externar. Abandonaban un campo de batalla en el que las fuerzas contra las que lucha han salieron victoriosas, y ellos quedaban como un par de sombras olvidadas en el páramo de la opresión. Impotentes ante el zarpazo del imperialismo, su mente vagaba entre visiones de un futuro oscuro y la melancolía por la nación que había dejado de existir antes de florecer. Mantendría el nombre, pero la esencia que conocieron se esfumó frente a ellos. No tenían ganas de hablar del infortunio.

Se tomaron de la mano y él recitó los poemas de Vallejo que sabía de memoria:

–«Cuando al final de todas las jornadas, / ya no tenga un futuro hecho camino, / vendré a reverdecerme en tu mirada, / ese riente jirón de mi destino».
–Ese ya no es de Vallejo, ese ya es tuyo –dijo Hilda, y él sonrió. De no haber sido por el pasaporte y por la visa tal vez habría seguido en ese tren hacia el norte, de la mano del hombre que acaparaba su vida y sus pensamientos. La despedida fue breve, casi como un trámite. La incertidumbre se había vuelto una constante.

Ernesto cruzó la frontera, Hilda volvió a la ciudad y en una de las calles aledañas al edificio en el que vivía su mirada se cruzó con la de un ciclista. Su mal presentimiento se confirmó en la puerta, donde otro hombre y el ciclista la obligaron a entrar para recoger sus cosas bajo el argumento de que ya no era bienvenida en suelo guatemalteco.

–¿A dónde me llevan?
–A México.
–Pero no tengo papeles para entrar.
–Eso es problema suyo.





Publicado por Editorial Planeta Mexicana, 2021



















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