miércoles, diciembre 13, 2023

“Los cantos de Maldoror“, de Conde de Lautréamont





Fragmento 13

 

Yo buscaba un alma similar a la mía, y no pude encontrarla. Registré todos los rincones de la tierra: mi perseverancia fue inútil. Sin embargo, no podía seguir estando solo. Necesitaba a alguien que aprobara mi modo de ser; necesitaba a alguien que tuviera las mismas ideas que yo. Era de mañana; el sol surgió en el horizonte con toda su magnificencia cuando he aquí que ante mis ojos surgió también un joven cuya presencia bacía brotar flores a su paso. Se me acercó, y tendiéndome la mano: «He llegado hasta ti, hasta ti que me buscas. Bendigamos este día feliz». Pero yo: «Vete; no te he llamado; no necesito tu amistad…». Era el atardecer; la noche comenzaba a extender la negrura de su velo sobre la naturaleza. Una hermosa mujer, a la que apenas distinguía, extendió también sobre mí su influencia hechizante, y me miraba compasivamente; sin embargo, no se atrevía a hablarme. Yo dije; «Acércate para que pueda distinguir claramente los rasgos de tu rostro, pues la luz de las estrellas no es lo bastante intensa para iluminarlo a esta distancia». Entonces, con recatado andar y los ojos bajos, marchó sobre la hierba del prado en dirección a mí. En cuanto la pude ver: «Observo que la bondad y la justicia han fijado su residencia en tu corazón: no podríamos vivir juntos. Ahora admiras mi belleza que ha trastornado a más de una, pero tarde o temprano te arrepentirás de haberme dedicado tu amor, pues tú no conoces mi alma. No se trata de que alguna vez te fuera infiel: a la que se me entrega con tanto abandono y confianza, con igual confianza y abandono me entrego yo; pero grábate esto en la cabeza para no olvidarlo jamás, los lobos y los corderos no se miran con buenos ojos». ¿Qué me hacía falta, entonces, a mí, puesto que rechazaba con tanto desvío lo que había de más hermoso en la humanidad? No hubiera sabido explicarlo. No estaba acostumbrado todavía a darme cuenta exacta de los fenómenos de mi espíritu mediante los métodos que recomienda la filosofía. Me senté en una roca cerca del mar. Un navío acababa de izar todas sus velas para alejarse del lugar; un punto imperceptible acababa de aparecer en el horizonte, y se aproximaba poco a poco impelido por la ráfaga, aumentando de tamaño rápidamente. La tempestad estaba por iniciar sus embates, y ya el cielo se oscurecía adquiriendo un color negro casi tan horrible como el corazón del hombre. El navío, que era un gran barco de guerra, acababa de arrojar todas sus anclas para no ser arrastrado contra las rocas de la costa. El viento silbaba furiosamente desde los cuatro puntos cardinales, y convertía a las velas en hilachas. Los truenos estallaban en medio de los relámpagos sin poder dominar el fragor de las lamentaciones que partían de la mansión sin cimientos, sepulcro móvil. El bamboleo de las masas acuosas no había logrado romper las cadenas de las anclas, pero sus embates habían abierto una vía de agua en los flancos del navío. Brecha enorme, pues las bombas no alcanzaban a desalojar las moles de agua salada que se abatían espumosas sobre el puente, igual que si fueran montañas. El navío en peligro lanza cañonazos de alarma, pero zozobra lentamente… majestuosamente. Aquel que no haya visto zozobrar un barco en medio del huracán, de la alternancia de los relámpagos y la más profunda oscuridad, mientras los que van en él están abrumados por esa desesperación que ya conocéis, aquél, digo, no sabe lo que son desgracias en la vida. Finalmente brota un grito universal de inmenso dolor de entre los flancos del barco, en tanto que el mar redobla sus temibles ataques. Es el grito que expresa el agotamiento de las fuerzas humanas. Cada uno se envuelve en el manto de la resignación y entrega su suerte en las manos de Dios. Se apretujan como un rebaño de carneros. El navío en peligro lanza cañonazos de alarma, pero zozobra lentamente… majestuosamente. Hicieron funcionar las bombas durante todo el día. Esfuerzos inútiles. Llega la noche densa, implacable, para llevar al máximo ese espectáculo seductor. Cada uno piensa que, una vez en el agua, ya no podrá respirar, pues, por más que busque en lo remoto de la memoria, no reconoce a ningún pez por antecesor; pero se exhorta a sí mismo a contener la respiración el mayor tiempo posible, a fin de prolongar su vida por dos o tres segundos más: es la ironía vengadora que quiere enviar a la muerte… El navío en peligro lanza cañonazos de alarma, pero zozobra lentamente… majestuosamente. No sabe que el barco, al hundirse, provoca una poderosa circunvolución de olas que giran sobre sí mismas, que el limo cenagoso se mezcla con las aguas turbias, y que una fuerza proveniente de abajo, contragolpe de la tempestad que realiza sus estragos arriba, imprime al elemento sacudidas bruscas y nerviosas. De este modo, a pesar del acopio de sangre fría que ha hecho previamente el futuro ahogado, después de amplia reflexión, tendrá que sentirse feliz si prolonga su vida, en los torbellinos del abismo, la mitad de una respiración corriente, para hacer un cálculo holgado. Le será imposible, por lo tanto, burlarse de la muerte, aspiración suprema. El navío en peligro lanza cañonazos de alarma, pero zozobra lentamente… majestuosamente. Es un error; ya no tira cañonazos, ya no zozobra. La cáscara de nuez se abismó por completo. ¡Oh cielo! ¿Cómo es posible vivir después de haber experimentado tantas voluptuosidades? Acababa de tener el privilegio de ser testigo de las agonías mortales de varios de mis congéneres. Minuto a minuto seguí las peripecias de sus congojas. Unas veces, el bramido de alguna vieja que había enloquecido de terror lo dominaba todo. Otras, el simple vagido de un niño de pecho impedía oír las órdenes para las maniobras. El barco estaba demasiado lejos para percibir distintamente los gemidos que me traían las ráfagas; pero yo los acercaba mediante la voluntad, y la ilusión óptica resultaba completa. Cada cuarto de hora, cuando una borrasca más fuerte que las otras, entregando sus lúgubres acentos a través del grito de los petreles despavoridos, desquiciaba al navío con un crujido longitudinal, aumentando los lamentos de aquellos que iban a ser ofrendados en holocausto a la muerte, yo me hundía en la mejilla la punta aguda de un hierro, y pensaba para mí: «Ellos sufren aún más». De este modo tenía, al menos, un término de comparación. Desde la orilla los apostrofaba, lanzándoles imprecaciones y amenazas. Me parecía que podían oírme. Me parecía que mi odio y mis palabras, salvando la distancia, anulaban las leyes físicas del sonido, y llegaban claras a sus oídos, ensordecidos por el fragor del océano encolerizado. Me parecía que debían estar pensando en mí, y desahogaban su venganza en una rabia impotente. De vez en cuando echaba una mirada hacia las ciudades adormecidas en la tierra firme, y al ver que nadie sospechaba que un barco se hundía a algunas millas de la costa, con una corona de aves de rapiña y un pedestal de gigantes acuáticos con el vientre vacío, yo recobraba el ánimo y volvía a tener esperanza: ¡estaba seguro de su perdición! ¡No podían escapar! Para mayor seguridad, había ido a buscar mi escopeta de dos cañones, a fin de que, si algún náufrago intentara llegar a las rocas a nado para librarse de una muerte inminente, una bala en el hombro le destrozaría el brazo, impidiéndole así cumplir su propósito. En un momento en que la tempestad arreciaba vi, sosteniéndose sobre las aguas con desesperados esfuerzos, una cabeza enérgica con los cabellos erizados. Tragaba litros de líquido y se hundía en la profundidad balanceándose como un corcho. Pero poco después reaparecía con los cabellos chorreantes, y, clavando los ojos en la orilla, parecía desafiar a la muerte. Mostraba una presencia de ánimo admirable. Una ancha herida sangrante, provocada por la punta de algún escollo sumergido, le cruzaba el rostro intrépido y noble. No debía tener más de dieciséis años, pues apenas se notaba, a la luz de los relámpagos que iluminaban la noche, un vello de melocotón sobre su labio. Estaba ahora tan sólo a doscientos metros del acantilado, y yo lo distinguía claramente. ¡Qué coraje! ¡Qué espíritu indómito! ¡Cómo parecía burlarse del destino la actitud firme de su cabeza, mientras hendía vigorosamente las aguas cuyos surcos cedían con dificultad ante él!… Lo había decidido con anticipación. Era una promesa contraída conmigo mismo y debía mantenerla: la hora final había sonado para todos, y nadie debía escapar. Tal era mi resolución; nada la cambiaría… Se oyó un ruido seco, e inmediatamente se hundió la cabeza para no reaparecer más. Ese asesinato no me produjo tanto placer como podría suponerse, por el hartazgo de matar continuamente, lo que hacía en adelante como una mera costumbre de la que uno no puede prescindir, pero que sólo proporciona un goce insignificante. La sensibilidad se embota, se endurece. ¿Qué placer podría experimentar con la muerte de aquel ser humano, cuando más de un centenar me ofrecían el espectáculo de su lucha final contra las olas, una vez hundido el navío? Aquella muerte no representaba para mí ni siquiera la atracción de lo peligroso, pues la justicia humana, mecida por el huracán de aquella noche espantosa, dormitaba en las casas, a pocos pasos de allí. Hoy que los años hacen sentir su peso sobre mi cuerpo, declaro sinceramente como verdad suprema y solemne que yo no era tan cruel, como ha circulado después entre los hombres; aunque a veces la maldad de éstos se ejercitaba en perseverantes estragos durante años enteros. Entonces, no reconocía límites a mi furor, y sufría arrebatos de crueldad que me tornaban terrible para el que se presentaba ante mi mirada salvaje, si por acaso pertenecía a mi raza. En cambio, si se trataba de un caballo o un perro, los dejaba alejarse: ¿habéis oído lo que termino de decir? Desgraciadamente, aquella noche de tempestad estaba dominado por uno de estos arrebatos; mi razón me había abandonado (pues habitualmente, a pesar de seguir siendo cruel, era más prudente), y todo lo que en aquella oportunidad estuviera al alcance de mis manos, debía perecer; no pretendo con esto disculpar mis errores; tampoco toda la culpa es achacable a mis semejantes. Sólo dejo constancia de los hechos a la espera del Juicio Final, que me hace rascar la nuca con mucha anticipación… ¡Qué me importa el Juicio Final! Mi razón no me abandona jamás, a pesar de lo que antes afirmé para engañaros. Y, cuando cometo un crimen, sé lo que hago: era eso y no otra cosa lo que quería hacer. De pie sobre la roca, mientras el huracán me azotaba los cabellos y el manto, observaba extasiado esa fuerza de la tempestad que se encarnizaba con un navío, bajo un cielo sin estrellas. Seguí, con actitud triunfante, todas las peripecias del drama desde que el barco echó anclas hasta el momento en que se sumergió, vestidura fatal que arrastró a las entrañas del mar a todos aquellos a quienes envolvía como un manto. Pero se aproximaba el instante en que yo mismo tendría que intervenir como actor en aquellas escenas de la naturaleza convulsionada. Cuando el lugar donde se había desarrollado la lucha del barco mostró claramente que éste había ido a pasar el resto de sus días en la planta baja del mar, entonces, una parte de los que fueron arrastrados por las olas reaparecieron en la superficie. Luchaban a brazo partido dos juntos o tres juntos; era el mejor modo de no salvar sus vidas, pues trababan sus movimientos y se hundían como cántaros agujereados… ¿Qué significa ese ejército de monstruos marinos que hiende las aguas velozmente? Son seis; tienen aletas vigorosas y se abren paso a través de las olas encrespadas. Con todos esos seres humanos que menean los cuatro miembros en ese continente tan poco sólido, los tiburones hacen bien pronto una tortilla sin huevos y la reparten de acuerdo con la ley del más fuerte. La sangre se mezcla con las aguas y las aguas con la sangre. Sus ojos feroces iluminan satisfactoriamente el escenario de la carnicería… Pero ¿qué significa ese nuevo tumulto de las aguas allá lejos en el horizonte? Parecería una tromba que se acerca. ¡Qué golpes de remo! Ya distingo lo que es. Un enorme tiburón hembra viene a participar del picadillo de hígado y del puchero frío. Llega enfurecida por el hambre. Una lucha silenciosa se entabla entre ella y los tiburones por la disputa de los escasos miembros palpitantes que flotan esparcidos sobre la crema roja. A derecha e izquierda, aplica dentelladas que producen heridas mortales. Pero tres tiburones vivos la rodean todavía, y se ve forzada a girar en redondo para desbaratar sus maniobras. Con creciente emoción hasta entonces desconocida, el espectador situado en la orilla sigue ese combate naval de nuevo género. Tiene los ojos clavados en esa valerosa hembra de tiburón, de dientes poderosos. Ya no titubea más, se echa la escopeta al hombro, y, con su habitual destreza, aloja su segunda bala en las agallas de uno de los tiburones en el momento en que era visible por encima de una ola. Quedan dos tiburones que demuestran un encarnizamiento todavía mayor. Desde lo alto de la roca, el hombre de la saliva salobre se arroja al mar y nada hacia la alfombra agradablemente coloreada, llevando en la mano ese cuchillo de acero que no lo abandona jamás. En adelante, cada tiburón tiene que habérselas con un enemigo. Él avanza hacia su adversario fatigado y sin apresurarse le hunde en el vientre la aguzada hoja. La fortaleza móvil se desembaraza fácilmente del último adversario… Se encuentran frente a frente, el nadador y la hembra de tiburón salvada por él. Se miran a los ojos durante algunos minutos, y cada uno se asombra de encontrar tanta ferocidad en la mirada del otro. Dan vueltas en redondo nadando sin perderse de vista y diciéndose para sus adentros: «He vivido engañado hasta hoy; he aquí alguien que me supera en maldad». Entonces, de común acuerdo, nadando entre dos aguas, se deslizaron el uno hacia la otra con mutua admiración, separando el agua con sus aletas la hembra del tiburón, batiendo las olas con los brazos Maldoror, y retuvieron el aliento con una veneración profunda, uno y otro deseosos de contemplar por primera vez su vivo retrato. Cuando los separaban sólo tres metros, de pronto, sin ningún esfuerzo, se dejaron caer el uno sobre el otro como dos amantes, para abrazarse con dignidad y reconocimiento, tan estrecha y tiernamente como un hermano y una hermana. Los deseos carnales siguieron de cerca a esa demostración amistosa. Dos muslos inquietos se adherían fuertemente a la piel viscosa del monstruo como dos sanguijuelas, y los brazos y las aletas se entrelazaban alrededor del cuerpo del objeto querido al que rodeaban con amor, mientras las gargantas y los pechos pronto no formaron más que una masa glauca con exhalaciones de algas marinas. En medio de la tempestad que continuaba enconada, a la luz de los relámpagos, teniendo por tálamo nupcial la ola espumosa, transportados por una corriente submarina como en una cuna, rodando sobre sí mismos hacia las profundidades abismales, se unieron en un acoplamiento prolongado, casto y horroroso… ¡Por fin había encontrado alguien que se me pareciera!… ¡En adelante ya no estaría solo en la vida!… ¡Ella tenía las mismas ideas que yo!… ¡Me encontraba frente a mi primer amor!

 

 

 

en Obras Completas, 1986





















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