Doy doctrina terrible a una paloma:
sus ojos me sostienen en la duda
de elegir entre el círculo y la llama.
Voy dando al cielo sumas detenidas:
esa esencia primera de la sangre,
esa columna, ¡Oh! mar, plena de fuego;
en ti abatida, espejo de lo puro.
Admito al hombre, sus águilas marinas,
su dual medida de luz y sombra repartida,
tu vino vegetal, ¡oh! tierra,
cielo de sangre y mar de herido nácar.
en Memorial y llaves, 1964
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