I
Nadie quería que llegara.
Todos habrían
alzado sus brazos
para impedir
su llegada.
Cada uno pensó
que pudo evitar
su arribo
pero las voces
arañaban
el aire
golpeaban las hojas amontonadas
trataban de sacarle
palabras al
silencio.
II
Vino galopando
por los cerros
cargado de
rosas
rubias,
pero no se
atrevió a mostrar
el rostro,
tuvo miedo
de que alguien
lo viera asomarse
sobre los árboles
que cortaban el camino.
Ocultó sus manos
durante el día.
Atravesó
zanjas
y bailó
sobre el agua.
Después
durmió
de espaldas
a la arena
cubierta de
ojos piedras.
III
Sobre el amanecer
las palabras
llegaban a la
ciudad,
bajaban
hasta
la plaza.
Las puertas
abrieron sus
ojos.
Los dados
echaron a
correr por
las calles.
IV
Entonces
aquel hombre
fue llevado
y traído
por los gritos
que habitaban
las arcadas.
Entre las nubes
y el sueño,
entre las luces
y el sol,
aquel niño
fue despertado.
V
Todo fue
viniendo
como si un
rayo
naciera
desde la madera.
Avanzó sobre la noche
y la poseyó
entera.
Le destruyó
los vestidos.
Convirtió su
cuerpo
en pequeñas
aldeas
donde la
sangre
ya no fue
roja
ni verde
ni ocre
ni opalina,
donde la sangre
fue nada,
fue vacío,
fue silencio.
VI
Los que cerraron
sus puertas
a su paso
conocían su voz,
habían palpado
su voz.
Sobre las
colinas mojadas
estaban los
sueños
abiertos y
callados.
Las hojas
negras
habían visto
su muerte
y se lo dijeron al viento.
en “Treinta años de poesía en Concepción”,
selección de Jaime Giordano y Luis Antonio Faúndez,
Revista Atenea, Nº 409, julio-septiembre de 1965
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