domingo, octubre 01, 2023

«Los soldaditos de plomo», de Paola Cantero



 

En los setenta, en el sur, los soldaditos de plomo estaban de moda
en las casas patronales de la localidad. 
Aparadores y vitrinas exhibían un solariego regimiento 
entre ángeles y damas antiguas de porcelana y plaqué. 

En Fiestas Patrias perdíamos el temor por un instante,
y observábamos indiscretas a tanques y tanquetas 
que asomaban entre las frambuesas del patio. 
En el desfile, el pavimento se teñía de rojo.
Los aplausos eran un elogio desquiciado a la muerte.
Los críos alzados al sol por soldados joviales, 
mimetizados, 
por un instante como juguetes de sangre.

Alejandro Verdugo era el director momio que, 
durante horas, cada lunes, no perdía inspiración.
Subía y bajaba sobre sus zapatos de noche estrellada,
ambicionaba ser notable y lanzar sus arengas militares en ayunas. 
Frente a la comunidad de la escuelita municipal, 
dulces niños, dulces niñas caían sobre el hielo matinal
desmayados de hambre y el sermón del verdugo no disminuía
ante la debilidad infantil.

En la escuela que olía a goma de borrar,
mi padre sermoneaba a los apoderados en cada reunión,
desafiando a los soldaditos invisibles,
los ojos del imperio que pendían de techos y puertas.
Él era la poesía que se escapaba de la fila y levantaba humo azul.
Las mujeres lo amaban en secreto.

Y mi madre, de su mano caían texturas de madrigal para mi pelo. 
De la pequeña voluntaria que canta largos poemas a la bandera
y recita poemas viejos a cada marinero muerto.
A la hora suprema, los dictadores pedagógicos aplaudían a rabiar 
y yo avanzaba por un túnel cuneiforme de banderas espantadas 
       y uniformes.
Pero acontecía el patio agreste y las arvejas partidas con croûtons 
       de mamá.
Su delantal blanco del colegio de monjas francesas pintado 
       con las iniciales rojas del MIR, 
el final rebelde de abrazos y almendras de lluvia, de alguna película 
       latinoamericana.





Inédito
























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