Me hundo a diario
en las viejas harinas de la tierra;
me hundo como un tallo
con incansables manos,
refloto y permanezco
con el pelo caído;
resurjo a peligrosos intervalos
en pino celestial todo fragante
de bautismal diluvio.
Zozobro en una lluvia interminable
y en este espeso oleaje,
inestable madero me sostengo;
subo y bajo en esa agua noche y día;
atado por los besos
del agua desmedida;
de estación a estación voy hacia el fondo,
círculos repentinos me coronan
de vítores sagrados.
El mar en que me pierdo
es un laboratorio innumerable,
más que eso es una fábrica
con su caldera activa, con sus silbos;
ojos, raíces, dedos como almácigos,
agujas y dedales finos,
humo y carbón espesos,
manos con muchos dedos que levantan
dorados tulipanes.
Allí el azul de Prusia como un pájaro,
el rojo con su flecha,
el violeta y celeste, todavía,
convertidos en vacilante larva,
y el gris aún inmóvil
sin desprenderse de la fría piedra.
Los múltiples ungüentos
hablan con voces propias,
el barniz que circunda la manzana,
el aceite que hincha la bellota,
la porcelana sobre la azucena,
el nácar de la uña
y el azulado eléctrico del pelo.
Allá abajo el primer temblor de álamo,
la orientación del pie aún indecisa;
en ese fundo único
el rubor de la piel es una oruga,
el asombro del ojo como un huevo;
en la haz de esas aguas todavía
los ignorados mundos de la lengua.
En mis hombros sostengo
el temblor germinal de la tierra;
con mi pecho en escudo
rompo el hirviente oleaje,
la enmarañada urdimbre de agua y agua,
de polvo y polvo levantado
movibles tijerales.
Me anudan con sus brazos
los brotes insurgentes,
la verde botella de los vientos,
el rosa de las yemas;
el salitre rebasa por las grietas,
la miel va por los tallos
y en sus blancas celdillas el azúcar
insinúa su ruedo.
Este mar que yo surco
es de espesa y creciente levadura,
barro azul de laureles y violetas;
en él soy un arado que desgarra,
un ojo que inspecciona;
a mi lado rebullen activos colmenares,
disueltos elementos,
leche que avanza ciega,
congelados racimos.
Resoplo las espumas
con salud y delicia,
con hambre de expansión abro los brazos
y avanzo y retrocedo
y sien este vaivén caigo en peligro,
con delirio vital me sujeto
a la rama estrellada
que el destino me alarga como un puente.
Prisionero glorioso de este barro,
con la frente encendida
observo, lupa en mano,
cómo la tierra grávida adereza
su máquina celeste;
cómo su mano múltiple modela
la vaporosa efigie de la rosa,
cómo levanta trémula
la leche de sus bronces.
en El viejo lenguaje de las hojas (Antología), 2019
Descontexto Editores
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