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Cuando Roberto le llamó no tuvo, de momento, idea de la misión que se le iba a confiar.
—Gabriel, ve a buscar a papá.
—¿A buscarlo...? –repitió como idiota.
—Y a traerlo –ordenó escuetamente su hermano.
Hacía dos días que don Vasco faltaba de casa. No era esta la primera vez; sí la primera que el hermano mayor adoptaba la decidida actitud de enviarlo a buscar. Sabía por un secreto instinto que ahora su padre no regresaría por sí mismo, con la cara abotagada, la corbata torcida, el traje sucio, aguardentoso, el mechón de pelo en la frente y la mirada extraviada. No volvería como otras veces, derrotado físicamente, pero simulando arrogancia después de la caída. De esas ausencias don Vasco regresaba desintegrado, pero temeroso de rebajar su severa como despótica posición familiar, esforzábase por parecer más hosco y huraño. Las violencias con que evitaba toda pregunta eran visiblemente más crueles. Siempre volvió duro, deshecho por fuera, intacto en su terrible soledad, en la horrenda soledad de la soberbia.
«Gabriel, ve a buscar a papá», eso fue todo. «¿Por qué yo y no él?». Tiene su voz una nota y su gesto una intención que parecen señalar crudamente el camino sin mencionarlo. «¿Por qué pienso esto? ¿Por qué pienso que es eso? No quiero ir. Que vaya él».
Sin embargo, no se atrevió a preguntar adónde, ni Roberto hizo la menor alusión al sitio. Simplemente ordenó. Puso en la mano de Gabriel una suma de dinero que a este le pareció excesiva. Seguro no necesitaría tanto para recoger a su padre, subir a un automóvil y traerlo a casa. Tomó el dinero y salió silencioso.
En la puerta mira la noche y la observa como aquel que antes de salir, trata de adivinar el tiempo para saber si llevará paraguas. No piensa adónde va. Con la desatención inerte de nerviosismo interno, mira al cielo obscuro, encapotado en lluvia, palpa el aire frío y aspira el viento cortante de intermitentes rachas.
Camina mucho rato. Vacío de pensamientos. En las esquinas se detiene sin prisa hasta que el tráfico interrumpe normalmente. Cruza entonces despacio la avenida. No se da cuenta, pero sus pasos, obedientes a un ritmo mecánico, repiten el único camino familiar: el de su Facultad. Cruza. Va recto. Vuelve a cruzar. Se detiene en un sitio en donde cotidianamente cambia de acera para mirar un escaparate luminoso con álbumes de discos. Lee los títulos de los librotes con la avidez del que desea adquirirlos. Sigue andando. Frente a la plaza una iglesia contrasta su grácil figura de encaje con las arcadas macizas de un viejo edificio colonial. Advierte la diferencia de calidades y sonríe satisfecho del hallazgo. Dobla en otra esquina. «Es mejor que tomes por aquí, te economizarás cuatro minutos», había dicho Roberto en cierta ocasión mientras hacían el viaje juntos. ¿Sería este el motivo? Él dobla, siguiendo aquella ruta, porque temprano en la mañana, todos los días, una criada rolliza lava las gradas de una casa lujosa y el sol de esa hora, pelando contra las desnudas piernas de la muchacha, contra sus gordos brazos morenos, da a esa piel cálidos tonos de pan, de ostrita dorada, de superficie que va a estallar por contener a tensión una carne joven y esponjosa llena de ansiedad por manifestarse afuera, aun más afuera de la piel.
1948
Contribución a DscnTxt de Jotaele Andrade
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