Siempre se me viene a la memoria la antigua batalla
de Puerto de Piedras. Aquellos feroces guerreros indianos
cubrían sus cuerpos con túnicas fabricadas con pieles de zorro,
y sus lanzas, de aguzadas puntas de cobre,
las adornaban con las colas de los pumas
y con las cabezas disecadas de las serpientes venenosas.
Tenían largos collares hechos con los dientes
y las garras de los jaguares. Dieron inicio al combate
con un extraño sonido que parecía el trino agónico de un pájaro:
un grito que se extendió por montañas, ríos y selvas;
entonces, el tiempo veloz se fue poblando con las desordenadas
sombras de la muerte. Con el nombre cristiano
de Pueblo Quemado, o Puerto de Piedras, habíamos bautizado
ese lugar del combate. Desde la mar un navío de guerra
disparaba sus cañones, y ya los botes con los refuerzos
navegaban hacia la playa. Era aún fuerte el brazo
que blandía la espada, y una manada de toros de granito
y cuernos de relámpagos parecía embestir mis venas;
y yo era el primero entre los primeros: el capitán solo
entre un círculo de lanzas, y esos flautines de la ira
que no cesaban de sonar en esa atmósfera, donde, entre
marchitos racimos de soles, parecía revivir
una monstruosa serpiente de siete cabezas, que era el símbolo
del odio. Muerte en la muerte: el relincho de la muerte
y los botes acercándose a la orilla; y las cruces
y los estandartes de bronce entre los lamentos de los heridos;
y el estampido de los arcabuces y el derrumbe
de los caballos herrados por la muerte; y yo, cada vez
más solo entre los muros de la sangre, y ya con un ojo
herido por una lanza y sintiendo cómo mis fuerzas decaían
por el cansancio; y un cuchillo de duro cobre,
con su hoja con la forma de una hoja de acacia, cercenándome
los dedos de una mano; y el soldado Juan Roldán
y mi sirviente de raza negra, que también era soldado,
trataban de romper ese círculo con una dura luz
sembradora de sangre, rescatándome de mi muerte,
mientras los soldados, que ya habían llegado en los botes,
daban inicio al ataque final con una feroz siembra
de muertos, mientras clamaban por España y por Nuestro Señor;
y luego de finalizado ese combate, tendido en el jergón
de la intemperie, tuve que someterme al suplicio
de la curación del fierro caliente, del aceite
y de los ungüentos fabricados con hierbas medicinales…
En la memoria, cultivada con armas rotas y tumbas anónimas,
siempre recuerdo esa batalla de Puertos de Piedras.
en Crónicas del adelantado, 1990
Fotografía original de Elizabeth ¿?
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