miércoles, mayo 17, 2023

«El caso Moro», de Leonardo Sciascia

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Anoche, al salir para dar un paseo, vi una luciérnaga en la hendidura de un muro. No veía luciérnagas, en estos campos, desde hace por lo menos cuarenta años; y, por lo tanto, en un primer momento creí que podría tratarse de algún esquisto del yeso con que habían unido las piedras o de la astilla de algún espejo: y que la luz de la luna, bordándose entre las frondas, le arrancaba esos reflejos verduscos. No podía, de buenas a primeras, pensar en el retorno de las luciérnagas, tras tantos años de haber desaparecido. Ahora ya no eran más que un recuerdo de la infancia, alerta entonces ante las pequeñas cosas de la naturaleza y capaz de convertir esas cosas en juego y alegría. A las luciérnagas las llamábamos cannileddi di picuraru (candelillas de pastor): así las llamaban los campesinos. Hasta tal punto consideraban que era pesada la vida del pastor, las noches transcurridas al cuidado del rebaño, que le concedían las luciérnagas como reliquia o memoria de luz en la temible oscuridad. Temible por los frecuentes hurtos de ganado. Temible porque eran niños, habitualmente, aquellos que dejaban a custodiar las ovejas. Candelillas del pastor, por lo tanto. Y, de vez en cuando, atrapábamos alguna y la manteníamos delicadamente encerrada en el puño, para soltar luego a manera de sorpresa, ante los más pequeños, esa fosforescencia esmeralda.

Era verdaderamente una luciérnaga; allí, en la grieta del muro. Me produjo una alegría intensa. Y como duplicada. Y como desdoblada. La alegría de un tiempo reencontrado —la infancia, los recuerdos, este mismo sitio, ahora silencioso, lleno de voces y juegos— y de un tiempo que me correspondía hallar, inventar. Con Pasolini. Por Pasolini. Pasolini ya fuera del tiempo, pero, en este país terrible en que Italia se ha convertido, todavía no transformado en sí mismo («tel qu’en lui-même enfin l’éternité le change»). Fraternal y lejano, para mí, Pasolini. De una fraternidad sin confidencias, velada de pudores y, creo, de recíprocas impaciencias. Por mi parte, sentía como una pared que nos separase cierta palabra que él amaba, una palabra-clave en su vida: la palabra «adorable». Es posible que yo haya escrito alguna vez esta palabra, y ciertamente muchas veces la he pensado. Pero por una sola mujer y por un solo escritor. Y el escritor —acaso es inútil decirlo— es Stendhal. Pasolini, en cambio, encontraba «adorable» aquella parte de Italia que, para mí, ya era desgarradora (pero también para él, al recordar un «adorables porque desgarradores» de su libro Lettere luterane: y ¿cómo es posible adorar lo que nos desgarra?) y más adelante se volvería terrible. Encontraba «adorables» a aquellos que, inevitablemente, habían de ser instrumentos de su muerte. Y a través de sus escritos se podría recopilar un pequeño diccionario de las cosas que para él eran «adorables» y para mí tan sólo desgarradoras, y hoy terribles. 

Luciérnagas, decíamos. Y he aquí que —piedad y esperanza— ahora escribo para Pasolini, como reemprendiendo tras más de veinte años una correspondencia: «Las luciérnagas que creías extinguidas empiezan a regresar. Vi una, anoche, después de tantos años. Y lo mismo ocurrió con los grillos: durante cuatro o cinco años no los escuché, y ahora las noches están inmensamente henchidas de su canto».

Las luciérnagas. El Palacio. Pasolini quería abrir un proceso contra el Palacio, casi en nombre de las luciérnagas. Por las luciérnagas desaparecidas. «Dado que soy un escritor y escribo en plan de polémica, o, por lo menos, de discusión con otros escritores, permítaseme dar una definición de carácter poeticoliterario del fenómeno que se produjo en Italia hace unos diez años. Ello servirá para abreviar y simplificar nuestra charla (y, probablemente, incluso para comprenderla mejor). A principios de los años sesenta, a causa de la contaminación del aire y, sobre todo, en el campo, a causa de la contaminación del agua (los azules ríos y las fuentes cristalinas) empezaron a desaparecer las luciérnagas. El fenómeno ha sido fulmíneo y fulgurante. Tras pocos años, no había más luciérnagas. (Ahora son un recuerdo, bastante desgarrador, del pasado: y un hombre maduro que posea ese recuerdo no puede reconocer en los nuevos jóvenes su propia imagen juvenil, y, por lo tanto, no puede tener las bellas añoranzas de otrora.)

A ese ‘algo’ que ocurrió hace unos diez años, lo llamaré, en consecuencia, ‘desaparición de las luciérnagas’.

El régimen democristiano ha tenido dos fases absolutamente diversas que no sólo no pueden compararse entre sí, atribuyéndoles cierta continuidad, sino que se han vuelto históricamente inconmensurables, sin más.

La primera fase de dicho régimen (como, con toda justicia, insistentemente lo llamaron los radicales) es la que va desde el final de la guerra hasta la desaparición de las luciérnagas; la segunda fase abarca desde la desaparición de las luciérnagas hasta la actualidad».

Y continúa: «En la fase de transición —vale decir, durante la desaparición de las luciérnagas— los democristianos que estaban en el poder cambiaron, casi bruscamente, su manera de expresarse, adoptando un lenguaje completamente nuevo (por otra parte, tan incomprensible como el latín). Especialmente, Aldo Moro: es decir (por una enigmática correlación), aquel que aparece como el menos implicado de todos ellos en las cosas horribles que se organizaron entre el año 1969 y hoy, en el intento, hasta ahora formalmente logrado, de conservar el poder a toda costa».

Las luciérnagas. El Palacio. El proceso al Palacio. Y es ahora como si dentro del Palacio, a tres años de la publicación de este artículo de Pasolini en el Corriere della Sera, tan sólo Aldo Moro siguiese deambulando: en esas habitaciones vacías, en esas habitaciones ya desalojadas. «El menos implicado de todos». Tarde, a destiempo y solo. Y había creído ser un guía. Tarde, a destiempo y sólo precisamente por ser «el menos implicado de todos». Y, precisamente por ser «el menos implicado de todos», destinado a más enigmáticas y trágicas correlaciones.


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Con anterioridad a este artículo —que se publicó en el Corriere della Sera el primero de febrero de 1975 bajo el título «Il vuoto del potere in Italia» («El vacío del poder en Italia») y se incluyó después en Scritti corsari con el título que la memoria de quienes lo habían leído ya le atribuía, es decir, «el artículo de las luciérnagas»— Pasolini ya se había referido al lenguaje de Moro en artículos y apostillas lingüísticas (véase al respecto el libro Empirismo eretico). Pero aquí, en el «artículo de las luciérnagas», su atención hacia Moro, hacia el lenguaje de Moro, aflora en un contexto más avisado y preciso, dentro de una visión más amplia y desesperada de los asuntos italianos.

«Como siempre —dice Pasolini— sólo en el lenguaje se dieron unos síntomas.» Los síntomas de la carrera hacia el vacío de ese poder democristiano que había sido, hasta diez años atrás, «la continuación lisa y llana del régimen fascista»: en el idioma de Moro, en su lenguaje completamente nuevo y, por ello, con su incomprensibilidad, disponible para rellenar aquel espacio del cual la Iglesia católica retiraba su latín justamente durante aquellos años. ¿Acaso no podía eso considerarse un trueque, una sustitución? Y además, perogrullescamente: el latín es incomprensible para quien no sabe latín. Pasolini no sabe descifrar el latín de Moro, es «lenguaje completamente nuevo»; pero intuye que en esa incomprensibilidad, en el interior de ese vacío en que se pronuncia y resuena, se ha establecido una «enigmática correlación» entre Moro y los otros: entre aquel que menos hubiera tenido que buscar y experimentar un nuevo latín (…) y aquellos que, en cambio, necesariamente, para sobrevivir aunque no fuera más que como autómatas, como máscaras, necesitaban arroparse en tal lenguaje. En este breve inciso de Pasolini —«por una enigmática correlación»— hay como el presentimiento, como la prefiguración del affaire Moro. Ahora sabemos que la «correlación» era una «contradicción», y que Moro la pagó con su vida. Pero antes de que lo asesinaran se vio obligado, se obligó a sí mismo, a vivir durante casi dos meses un atroz suplicio a manera de pena del talión: con su «lenguaje completamente nuevo», con su nuevo latín, tan incomprensible como el antiguo. Ley del talión, sin más: tuvo que intentar decir con el lenguaje del no decir, hacerse entender utilizando los mismos instrumentos que había experimentado y adoptado para no hacerse entender. Tenía que comunicarse utilizando el lenguaje de la incomunicabilidad. Necesariamente: vale decir, por censura y por autocensura. En calidad de prisionero. En calidad de espía en territorio enemigo, y espía vigilado por el enemigo.  




1978

















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