viernes, marzo 31, 2023

«Nuestra parte de noche», de Mariana Enriquez

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Tanta luz esa mañana y el cielo limpio, con apenas alguna mancha blanca en el azul cálido, más parecida a un rastro de humo que a una nube. Ya era tarde y tenía que salir y ese día de calor iba a ser idéntico al siguiente: si llovía y llegaba la humedad del río y el agobio de Buenos Aires, jamás iba a ser capaz de dejar la ciudad. 

Juan se tragó sin agua una pastilla para evitar el dolor de cabeza que aún no sentía y entró en la casa para despertar a su hijo, que dormía tapado por una sábana. Nos vamos, le dijo mientras lo sacudía apenas. El chico se despertó de inmediato. ¿Otros chicos también tendrían ese sueño tan superficial, tan alerta? Lavate la cara, dijo, y le sacó con cuidado las lagañas de los ojos. No había tiempo de desayunar, lo podían hacer durante el viaje. Cargó los bolsos que ya tenía preparados y dudó un rato entre varios libros hasta que decidió agregar dos más. Vio los pasajes de avión sobre la mesa: todavía tenía esa posibilidad. Podía acostarse y esperar la fecha del vuelo, en unos días. Para evitar la pereza, rompió los pasajes y los tiró a la basura. El pelo largo le hacía transpirar la nuca: iba a resultar insoportable bajo el sol. No tenía tiempo de cortárselo, pero buscó las tijeras en los cajones de la cocina. Cuando las encontró, las guardó en la misma caja de plástico en la que llevaba las pastillas, el tensiómetro, la jeringa y algunas vendas, primeros “ los pasajes y los tiró a la basura. El pelo largo le hacía transpirar la nuca: iba a resultar insoportable bajo el sol. No tenía tiempo de cortárselo, pero buscó las tijeras en los cajones de la cocina. Cuando las encontró, las guardó en la misma caja de plástico en la que llevaba las pastillas, el tensiómetro, la jeringa y algunas vendas, primeros auxilios básicos para el viaje. También su cuchillo mejor afilado y la bolsa llena de ceniza que finalmente iba a usar. Cargó el tubo de oxígeno: iba a necesitarlo. El auto estaba fresco, la cuerina no había absorbido demasiado calor durante la noche. Subió la heladera de pícnic, con hielo y dos sifones de soda fresca, al asiento delantero. Su hijo debía viajar en el asiento de atrás aunque él hubiese preferido tenerlo a su lado; pero estaba prohibido y no podía tener ningún problema con la policía o con el ejército, que custodiaban brutalmente las rutas. Un hombre solo con un chico podía ser sospechoso. Los represores eran impredecibles y Juan quería evitar incidentes. 

Gaspar, llamó, sin levantar demasiado la voz. Como no obtuvo respuesta, entró en la casa para buscarlo. El chico intentaba atarse los cordones de las zapatillas. 

–Te hacés un lío bárbaro –le dijo, y se agachó para ayudarlo. Su hijo lloraba pero no pudo consolarlo. Gaspar extrañaba a su madre, ella hacía esas cosas sin pensar: cortarle las uñas, coser los botones, lavarle detrás de las orejas y entre los dedos de los pies, preguntarle si había hecho pis antes de salir, enseñarle cómo hacer un nudo perfecto con los cordones. Él también la extrañaba, pero no quería llorar con su hijo esa mañana. Llevás todo lo que querés, le preguntó. No vamos a volver a buscar nada, te aviso. 

Hacía mucho que no manejaba tantos kilómetros. Rosario siempre le insistía con que al menos manejara una vez por semana, para no perder la costumbre. A Juan el auto le quedaba chico como le quedaba chico casi todo: cortos los pantalones, tirantes las camisas, incómodas las sillas. Comprobó que la guía del Automóvil Club estuviese en la guantera y arrancó. 

–Tengo hambre –dijo Gaspar. 
–Yo también, pero vamos a parar para desayunar en un lugar genial. Dentro de un rato, ¿está bien? 
–Si no como, vomito. 
–Y a mí me duele la cabeza si no como. Aguantá. Es un rato. No mires por la ventanilla que te mareás más todavía. 

Él mismo se sentía peor de lo que quería reconocer. Los dedos de las manos le hormigueaban y reconocía las palpitaciones erráticas de la arritmia en el pecho. Se acomodó los anteojos oscuros y le pidió a Gaspar que le contara el cuento que había leído la noche anterior. A los seis años ya sabía leer muy bien. 

–No me acuerdo. 
–Sí que te acordás. Yo también estoy de malhumor. ¿Tratamos de cambiar juntos o vamos a hacer todo el viaje con cara de culo? 

Gaspar se rio porque había dicho «culo». Después le contó sobre una reina de la selva que cantaba cuando caminaba entre los árboles y a todo el mundo le gustaba escucharla. Un día vinieron soldados y ella dejó de cantar y se hizo guerrera. La atraparon y pasó una noche encerrada y se escapó y para escaparse tuvo que matar al guardia que la vigilaba. Como nadie quiso creer que tenía fuerza para matarlo porque era muy delgada, la acusaron de bruja y la quemaron, la ataron a un árbol que se prendió fuego. Pero a la mañana, en vez del cuerpo, encontraron una flor roja. 

–Un árbol de flores rojas.
–Sí, un árbol. 
–¿Te gustó la historia? 
–No sé, me dio miedo. 
–Ese árbol se llama ceibo. Por acá no hay tantos, pero, cuando vea alguno, te lo muestro. Cerca de la casa de tus abuelos hay un montón. 

Por el espejo retrovisor vio que Gaspar fruncía el ceño. 

–¿Cómo que hay muchos? 
–Es una leyenda, ya te expliqué lo que es una leyenda. 
–¿Entonces la chica no existe? 
–Se llama Anahí. A lo mejor ella existió, pero la historia de las flores se cuenta para recordarla, no porque haya pasado de verdad. 
–¿Entonces pasó de verdad o no? 
–Las dos cosas. Sí y no. 

Le gustaba ver cómo Gaspar se ponía serio y hasta enojado, cómo se mordía el costado del labio y abría y cerraba una mano. 

–¿Ahora queman a las brujas también? 
–No, ya no. Pero tampoco hay muchas brujas ahora. 

Era fácil salir de la ciudad un domingo de enero por la mañana. Antes de lo que esperaba, los edificios quedaron atrás. Y las casas bajas y las de chapa de las villas de la periferia. Y de pronto aparecieron los árboles y el campo. Gaspar ya dormía y a Juan el sol le quemaba el brazo como a un padre común en un fin de semana de club y paseo. Pero no era un padre común, las personas a veces lo sabían cuando lo miraban a los ojos, cuando hablaban con él un rato, de alguna manera reconocían el peligro: no podía ocultar lo que era, no era posible esconder algo así, no demasiado tiempo.



2020







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