Nunca ha podido existir problema económico social, ni lucha o conflicto de clases espontánea.
Existe universal malestar, creciendo desde más de un siglo y sin novedad importante en sus características, reproduciéndose como ya muchas veces en la vida de los pueblos, el que consiste en un conjunto de efectos económicos, sociales y psicológicos de causa “política”, que reobran entre sí y sobre su propia causa con variadas alteraciones y extensiones. La causa política es la inflación estatal.
La lucha de clases existe por artificial y deliberada suscitación originada por las preconizaciones de inteligencias sobresalientes y originariamente sinceras (Fourier, Marx, Bakunin, Lasalle, Turati, nuestro Justo, H. George, Engels, Proudhon, Kropotkin). Es de extraordinaria dificultad discernir si estas preconizaciones de Error han sido alguna vez necesarias o útiles en sí, o como “medios”, o como extremos opuestos a otro extremo.
En cambio es cierto que todas son el desarrollo de un solo “error”: el hacer de un objetivo moral (el altruismo social) un objetivo jurídicopolítico; el de intentar sustituir una conducta de ejemplo y preconización por una conducta a “coerción”, sea en la lucha (acción directa material, anarquista), sea en el éxito: obtenido el poder político legalizar, hacer ley de la doctrina socialista, doctrina de solidaridad, es decir de caridad, coercitiva.
Es también cierto que toda esta vastísima preconización, incitación, y aun las violencias, parcialmente, han beneficiado la conciencia moral de la humanidad. Es también cierto que el noconformismo socialista ha traído empobrecimiento económico general de diversos modos: 1º por su modo de lucha, la huelga, que es legítimo y benéfico como actitud individual pero que como acto dirigido y colectivo está sujeto a menos acierto, por injusta o inoportuna aplicación, que como iniciativa aislada de cada individuo (el individuo cuida y estudia mejor su propio interés circunstancial y procediendo así hace bien a todos) y origina, venciendo o vencida, resultados artificiales trastornadores, precios artificiales del trabajo, análogamente a cuando la ley impone tasas obligadas al “interés” o a la mercadería. Además, aunque esto no debe tomarse en cuenta, la huelga es en sí un hecho de improducción, lo que cuando se decreta con acierto conduce a más producción por más justicia (económica, diremos) del precio del trabajo, pero cuando se decreta sin acierto, si vence, conduce a improducción porque impone precio injusto al riesgo y renta del capital. El individuo procediendo aislado, sin agremiación, acierta más y el resultado es económicamente natural.
2º por los triunfos “políticos” parciales obtenidos, que se han traducido en malas leyes, es decir, en leyes de socialización obligatoria que en estricto análisis son de “caridad obligatoria”, como las de impuesto progresivo, e impuesto al mayor valor, de jubilaciones o pensiones obligadas, salarios, precios, horarios fijados por ley, impuesto único al inmueble, etc., etc., todas antieconómicas por inicuas o por científicamente falsas.
3º y principal, por haber fomentado la tendencia y marcha hacia la inflación estatal, la usurpación del Individuo, la traición del Estado a su representado el Individuo, el inmenso daño económico de la sustitución de lo natural (psicológicamente, porque el móvil de una actividad por representación, mandato, delegación, no puede tener la intensidad y lucidez del individual directo) por lo artificial, del Individuo por el Estado.
Es sorprendente, aunque podía preverse, que el no conformismo socialista por lo mismo que aspiraba a la legalización de un máximum de coerción permanente y final, el máximum de Gobierno, ha repugnado a la coerción en los medios, aparte de que sentía más cercano su triunfo, que podían esperarlo los anarquistas, desde que de motu propio el Estado seguía marcha de inflación. Inversamente, el no conformismo anarquista, nacido en buen momento, cuando la marcha del Estado hacia la inflación urgía una oposición extremada, ha usado la violencia como medio para la no violencia como fin, error psicológico absoluto.
La preconización Marx ofrece también su particularidad: profetizando la universal trustificación del capital que ni existía mayormente en comienzos, ni ha crecido apreciablemente, ni se realizará nunca, ni conviene al capital a la larga, incitó la grandiosa agremiación universal, trustificación del trabajo, único trust que ha triunfado, que ha tenido realización, que ha obtenido leyes aprobatorias, y leyes penales para la agremiación capitalista, hasta que por fin la libre España da el paso decisivo, pide la batalla, repugna de las postergaciones y equívocos y se yergue Barcelona gritando su derecho al lock-out, harta de oír y soportar el derecho al boycott y a la huelga (huelga, lock-out, boycott, represalia son todos derechos legítimos si todos co-existen; pero si uno de ellos se excluye, se arrebata, cesan los otros de ser derechos, son delitos, son alevosías) y dando ejemplo al mundo, que lo imita (en Estados Unidos, etc.).
Pero los capitalistas catalanes cuya intrepidez y lucidez falta a Wilson, a Alfonso XIII, a Yrigoyen, a Lloyd George, y deja poco lucimiento a la valentía por imitación de Lerroux, no deben inculpar a los obreros sino al Estado usurpador y a los políticos y partidarios de la inflación estatal universal (pues el Estado español es de todos los de la Tierra el menos usurpador del Individuo, de la libertad –contractual– si bien ha sufrido la mala influencia de los demás).
El lock-out de Barcelona es un hecho memorable, el verdadero comienzo de una era: paralelo en significación, y su opuesto, al maximalismo ruso. Esa actitud novísima, que será la pauta de la política del capital en toda nación, ¿por qué vicisitudes pasará? ¿No presenciaremos la derrota del Capital por dos enemigos curiosamente unidos: el Trabajo y el Estado? El maximalismo casi puede sustanciarse como eso: la unión del Trabajo y el Gobierno contra el Capital para suprimir finalmente las diferencias económicas e intensificar las “políticas” por el absoluto Gobierno y sumisión de gobernados.
El Capital sería castigado por su propia obra, porque, aunque quizás estoy juzgando mal, parece que el Capital si no es el autor del gran mal del siglo XIX y XX: la inflación estatal, se complació en ello, estimándolo de su conveniencia, y pidió al Estado tantas leyes y favores perniciosos e inicuos como las ha pedido el político de los obreros.
El obrero debe reflexionar que ha de caberle castigo análogo pues no es solo el Capital sino el Trabajo que han incitado la inflación estatal que es la ruina de todos. El pueblo es un eterno maximalista; lo que no se explica es que el Comercio, que tanto aprovecha, gusta y comprende de la Libertad, no haya trabajado seriamente contra el proceso de usurpación que iba arrebatando una a una todas las iniciativas del Individuo y entregándolas a Parlamentos, Ejecutivos y hasta al último concejillo
municipal.
Si el Gobierno ha de legislarnos el fumar, el beber, el jugar, ¿por qué no entregarle las tierras, casas y herramientas para que solo él disponga lo que se ha de hacer con ellas? Así está entrado ya en el 99% de la humanidad el credo maximalista, que no tiene más novedad que ser la integración franca de lo que ya estaba casi completo, el maximalismo “plutocrático”, según calificación usual en parte o en mucho falsa.
Si el ciudadano yanqui consiente que se le legisle el beber, ¿qué tiene que decir contra el maximalismo? Pero en el estado apremiante y madurísimo de la presentación maximalista universal, lo que urge es saber; ¿Es posible evitar el estallido maximalista? ¿Es ventajoso evitarlo? ¿Es posible, sin el sacudimiento causado por un triunfo maximalista, hacer comprender al Estado actual que su inflación es la fuente del mal?
La posibilidad a investigar es la moral, pues la material sería una traición al pacto de democracia que todos hemos consentido y ostentado. Además, la resistencia material es imposible y perniciosa. Si en la Argentina en un momento dado nos convencemos de que una manifiesta mayoría de la población es maximalista, hemos empeñado palabra de que como demócratas debemos acatarla de hecho si no la podemos convencer de que está en error. De eso se trata: ¿es difícil en sí o por el estado de ánimo actual, la demostración de este error, del perjuicio para todos?
Otra cosa sería si creyéramos que esa mayoría obra intimidada. La “Liga Patriótica” está clamando de continuo que se trata de intimidaciones de minorías. Muy bien: esto implica ratificar el credo democrático: pero puede ser afirmación partidaria, parcial, o bien puede que mañana no sea exacta: que mañana sea una efectiva gran mayoría que sin presión actual pida el cambio de arriba abajo, la entrega al Estado de todas las facultades del individuo.
Es de desesperar que pueda convencerse al Estado de que enquiciándose en la estricta teoría funcional que la ciencia política le define en la serenidad del estudio y de las generalizaciones, todo se remedia por sí.
Hay que convencer también a obreros, consumidores, pequeños comerciantes y rentistas, es decir el 95% de la humanidad, creyente sin excepción en el Estado providencia. Hay que convencer a todos los militares, a todos los policías, a todos los cleros: todos están con el Estado providencia que comercia y ara, fija precios de mercaderías y salarios, arbitra huelgas como juez forzoso, legisla las ventanas, los muros, las velocidades, las tarifas, las diversiones, los vicios, decreta vacunas, desinfectantes, purgantes, prohíbe profesiones, diploma honestidades y sabidurías, revisa ascensores y motores, certifica capacidades (hasta la de manejar un automóvil) y obliga a votar, vacunarse e ir al colegio con tal o cual delantal y comprando tal o cual texto irreemplazable de sabiduría (que aunque irreempazable se cambia cada tres meses con un costo mayor que el de la alimentación del niño, y un contenido de insoportable vaciedad y perniciosidad que ejemplifica francamente cómo degenera en manos del “estado” toda función que usurpa al individuo y cómo degenera todo lo que sin derecho se hace obligatorio, cómo el maestro reverenciado de la libre enseñanza se vuelve un fabricante de textos” de todo el saber, desmoralizado por la “oficialización” de su bella vocación).
Pero es la doble milicia: el Ejército (incluso Diplomacia) y la Policía (incluso Justicia Criminal), las dos funciones primarias y quizás únicas genuinas y legítimas del Estado, la que ha sufrido y sufrirá más en su moral y en sus conveniencias porque conforme al pronóstico de Spencer cuando el Estado se posesiona de funciones que no le competen abandona las propias y todos sus favores son para aquellas.
Cuando se discute el Presupuesto vemos cuan a la ligera se tratan sueldos militares y policiales (salvo después de los sustos maximalistas) y cuánto se esmeran por el sueldo y las inmunidades de un Juez de Comercio o Civil (funciones poco genuinas), el de un jefe de ferrocarriles, aguas corrientes o correos del Estado (simples industrias, no funciones, totales usurpaciones al libre comercio). Un comisario que (en teoría) cuida la tranquilidad de casi una ciudad, de una parroquia de 80.000 habitantes, con una labor, riesgos y carga de odios considerable, más la tarea difícil e inteligente de mantener alta la moral y disciplina de 500 subordinados de todos los temperamentos, tenía o tiene menos de la mitad del sueldo de un Juez de lo Civil que acompañado de bien rentados auxiliares (Secretarios, Asesores, Fiscales, Consejo de Educación), tiene la ventaja de poder favorecer honestamente con designaciones a numerosas personas, sin el cuidado de la disciplina de un vasto personal ni los enojos y riesgos del trato directo con una vasta población cosmopolita y resolviendo a menudo con vasta literatura jurídica la vital cuestión de saber si el pasador de una puerta debe arreglarlo el propietario o el inquilino, asunto que el Estado se preocupa mucho de que se defina por un funcionario suyo, pagado por toda la población nacional. A todo esto es el comisario quien tiene función genuina estatal y el juez o el jefe de aguas corrientes (o “Ministro” de Aguas Corrientes) quien no la tiene.
Ese Juez, como laudador contractual en una sociedad civil libre, tendría un oficio de vocación, con el resultado de que él ganaría más en honorarios que con los favores aun los hoy preferentes del Estado, y sus clientes ganarían más también en justicia, tiempo y costo, y la moral de aquel se beneficiaría de un ejercicio de confianza y de elección, propia y ajena, espontáneas.
Alguien se burlará o rebelará contra esta concepción sistemática pero no estamos teorizando por investigación sino para el tratamiento de una urgencia universal extraordinaria que no tiene otro que: la verdad funcional del Estado. Una lucha de clases económicas es la más vacía e imposible de las suposiciones.
Una degeneración funcional del Estado es una hipótesis muy probable. Puesto que el Estado existe puede enfermarse; las clases no, porque no existen. Clases económicas, es como en física el arriba y el abajo, o como en el partidismo político los opositores y los oficialistas, o como en una mesa de juego los ganadores y los perdedores. ¿De qué lado de una mesa de juego se sientan los que se dedican a jugadores perdedores?
El trabajo contra el capital es el trabajo actual contra el trabajo anterior, es el trabajo actual contra los ahorros de ese trabajo considerados en el futuro (capital), es el trabajo contra sí, contra su propia finalidad que es el capital. El capital es el símbolo de la marcha declinante del hombre por la edad con cuyo avance llega a la improducción sin cesar de ser sujeto consumidor. El capital es tan biológico como las edades en cada ser vivo. El Capital es: la infancia, de gran consumo y ninguna producción, la vejez, de ninguna producción y algún consumo, la enfermedad, improducción y consumo costoso. Cámbiese, por orden del Estado, naturalmente, la Biología, y la Economía Política a Propiedad y Renta se irá sola. El capital sin renta es un non-sensu económico y biológico; el salario contra la renta es el salario actual alto y el ahorro de ese salario sin renta.
El capital sin renta es antibiológico: ahorrar del salario para que después no rente es como librarse de las sensaciones penosas de una dispepsia sin recobrar la facultad de digerir, o bien declararse curado a condición de no comer. Estar por el trabajo y contra el capital es estar por la parte del salario que se consume y en contra de la que se ahorra: pan hoy y hambre para mañana.
Escrito en la mañana del 20 enero 1920 lo que digo del lock-out genial barcelonés, en “La Razón” de esa tarde leo el título de un telegrama: “Bando del Gobernador de Barcelona ordenando la vuelta al trabajo”.
¿Hay después de esto alguna esperanza de que sin un estallido maximalista despierte el Estado y el pueblo de su obcecación de gobernarlo todo y ser gobernado en todo? ¿El Gobierno manda que el obrero trabaje y el capital rente, que el comerciante venda y que el parroquiano compre?
Un patrón, comprador de trabajo (actualmente, pues muy probablemente en su juventud principió siendo vendedor de su trabajo, como Devoto, Mihanovich, Barthe, Menéndez, Polledo, Demarchi, 95 en 100 de los ricos actuales) estudia su capital, renta y riesgos en momento dado, y por razón de los salarios (escasa oferta de trabajo) o por otra decide suspender su compra de trabajo. Los obreros piden que el Gobierno fuerce al patrón a reabrir la fábrica, ni más ni menos que si un almacenero, retirándose un cliente sin comprarle azúcar, llamara al vigilante para que lo obligue a pagar y llevarse un kilo de azúcar.
Ya está el Inspector Oficial en la Fábrica: los “libros” de comercio se revisan y dice el Gobierno: los salarios son “justos”, los riesgos y beneficios del capital son aceptables: ábrase la fábrica. Ante tales normas tiene que venir progresivamente esto otro: aquel patrón quiebra luego; el Gobierno estudia y resuelve: si este patrón pagando salarios justos, con riesgos y beneficios aceptables, como lo he decretado, ha quebrado, es porque los créditos (alquileres, capital prestado, materia prima) no eran justos: redúzcanse a un 50% cancelatorio, como se pone precio a la carne.
Los favores injustos que los Gobiernos acuerdan hoy a los obreros pueden tener mucho de simulación de preferencia por el obrero, pero su sinceridad no es dudosa en cuanto a la infatuación en que se hallan los Gobiernos de que a ellos les compete resolverlo todo. El “bando” de referencia, y la prohibición del alcohol en los Estados Unidos, no dejan esperanza.
Esos favores de hoy al obrero son correlativos de las numerosas injusticias pedidas y obtenidas antes del Gobierno por los capitalistas, como cuando el Estado ponía sus gendarmes y soldados en reemplazo de los trabajadores huelguistas, lo que es tan injusto como justo es que encargue a su milicia salvaguardar al obrero que esté conforme con el salario que otros rechazan. Con tanto extravío y nerviosidad en el ambiente general de ideas, la verdad es que hoy abomina la Humanidad de la simple noción de venta de trabajo, alquiler del brazo, y que una cosa es la concepción científica del problema y la solución, bien sencillos, y otra su ejecución paulatina, precedida de intensa difusión, y exposición de la teoría simple del Estado.
Lo que hoy repugna bajo el rótulo de “explotación del hombre por el hombre”, es objetivamente lo mismo que antes; cuando Franklin era “aprendiz” en taller, ennoblecía: la bella relación de servidor y patrón, de soldado y jefe. Pero subjetivamente no es la misma hoy. ¿Por qué la relación obrero-patrón, comerciante-cliente, profesional-cliente, es hoy una relación enferma y protestada, y antes sana y conforme? Es esta la relación que está hoy cuestionada, la relación económica, como hace dos siglos la relación política gobernante-gobernado.
Entonces esta relación estaba en revisión en el aspecto “gobierno heredado”. Todo el malestar se imputaba a ello y toda la solución era gobierno elegido. Gobiernos elegidos son hoy todos en sustancia y el no conformismo tiene el mismo o mayor volumen con otra imputación causal. Este estado de espíritu universal es compuesto: ideas (erróneas), sentimientos (injustos).
Las ideas son dos: la anárquica, que niega todo lugar en la sociología al Estado, es decir al órgano de coerción de la Mayoría, y en su generalización más alta a la coerción misma en toda esfera: social, familiar, pedagógica; la socialista, que parcialmente se interesa solo en el gobierno (coerción) económico, pero cuyo principio es la sustitución de la espontaneidad por la coerción y no consiente, lógicamente, exclusiones de esferas de aplicación. Si el individuo en su espontaneidad es egoísta e incapaz como sujeto económico, debe serlo como padre, como educador, como creador artístico, como investigador, como productor económico (aspecto distinto del de usufructuador económico: usufructuador egoísta, productor incapaz).
¿El resultado es el maximalismo, la comunidad civil espartana, la tiranía espasmódica de la demagogia de Atenas? ¿Puede el socialismo mantenerse con permanencia en la coerción (Estado) para solo lo económico y aplicada al solo aspecto del egoísmo del individuo como usufructuador de bienes, sin tocar al de su capacidad como productor de ellos, ya que no a todas sus otras fases?
Las vicisitudes del pensamiento social desde la guerra, y la aparición del maximalismo ruso, han hecho sentir a todos los consejeros sociales actuantes de esta época, anarquistas, socialistas y juristas (liberales; mínimum de gobierno pero mínimum necesario) cuan oscuras e incompletas eran las ideas que tenían definitivamente adoptadas. El diluvio del Hecho ha desbordado las conciencias: todos los pronósticos y fórmulas de sociólogos, financistas, economistas, políticos (salvo los de estudios más serenos del tiempo de Smith, Mili, Ricardo, Franklin, Spencer, y del “laissez faire” francés) han quebrado. Cada ley, cada orden nuevo de actividad que asume el Estado, es un nuevo empobrecimiento del individuo y cada fracción de libertad o iniciativa arrebatada al individuo, es todo un nuevo capítulo de empobrecimiento nacional.
Como desde hace un siglo se inició inesperadamente un proceso de inflación de las facultades del Estado, mejor dicho de anemia, decapitación del individuo, la humanidad debe hallarse más pobre, aun antes de la gran guerra y del conflicto agudo social, que en 1820. Y hoy más pobre que quizás en ningún tiempo de su existencia. ¿Qué capital posee hoy la Humanidad? Una migaja debe ser para 1.600.000.000 de humanos. Dado lo que King señala en Estados Unidos (“La Prensa”, enero 26-920) qué será de las naciones “pobres”. Sin querer ser original ni fantástico creo que hoy en su espantoso empobrecimiento, dislocación pasional social y tiniebla de ideas, Europa está en el indefinible umbral de un rápido regreso al medioevo o de un lentísimo esfuerzo de proseguir el ritmo histórico en que estaba. Ambos procesos serán terriblemente desorganizadores de la salud y aptitud de felicidad del hombre europeo y es de prudencia y de beneficio permanente para toda la familia humana que el hombre europeo y el espectáculo de la Europa se proscriban (por persuasión, no por ley) en América, durante un período de observación.
El maximalismo ruso, que tiene la posibilidad de tomar la dirección de toda Europa y Asia quizás, es un simple grado más del maximalismo sindicalista-plutocrático en que ya vivíamos. No se puede ir mucho más allá en la destrucción de la iniciativa individual del grado a que ya habíamos llegado en Europa (excepto España en algo) y en América con la danza legislante de sus Parlamentos, Concejos Municipales, Decretos, Jurisprudencia, Reglamentos. ¿Qué ley, qué resolución, qué prohibición, pueden imaginar los maximalistas que ya no tengamos? No puede tener interés el maximalismo en dominar o ser imitado en América, y nosotros no estamos en aptitud de juzgar si un hecho social tan espontáneo y general en Europa como el maximalismo es simplemente la mejor inspiración social para una situación como aquella. Es justo que el maximalismo ruso se exaspere de una conspiración internacional contra él, como es justo que en América se llegue al furor contra él si intenta obligarnos en tan distinta situación a asumir sus fórmulas.
Las grandes mentes directoras de Lenin, Trotsky y tantas otras que estarán surgiendo, por su talento y por la experiencia hecha deben ser más escépticos que nosotros respecto a la sanidad de una teoría social maximalista. Deben pensar que es útil ocasionalmente en aquel estado de cosas y que es más útil para ellos y para todos que América no haga el ensayo.
Con un máximum de legislación en América, sobre todo en Estados Unidos, tan grande como el de Europa, nosotros no necesitamos el trance maximalista para emprender la destrucción gradual de la tiranía legislativa y ejecutiva porque no sufrimos la terrible estrechez económica de allí. Así como no hemos necesitado ni debido mezclarnos en la guerra, no debemos hacerlo en el maximalismo y seremos respetados en ambos casos.
en Teorías, 2019
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