El redactor jefe de local voceó mi nombre desde el otro lado de la redacción y me hizo una seña. Cuando entré en su despacho estaba ya detrás de la mesa. Le acompañaban un hombre y una mujer; él, de pie, se movía nervioso por la habitación; ella, chupada de cara y de expresión vigilante, estaba sentada en una silla y agarraba las asas del bolso con las dos manos. Su traje de chaqueta tenía el mismo tono azul azafata de sus cabellos. Toda ella tenía un aire militar. El hombre era blandengue y rechoncho. Las venillas que le recorrían los pómulos le daban un aire alegre, hasta que sonreía.
—No quisiera montar un numerito. Sencillamente pensamos que debería usted saberlo —dijo, y miró a su mujer.
—Ni que lo diga —contestó el redactor jefe—. Te presento al señor Givens —dijo, dirigiéndose a mí—, el señor Ronald Givens. ¿Te suena de algo el nombre?
—Lejanamente.
—Te daré una pista: no está muerto.
—¡Ah! —exclamé—. Creo que ya caigo.
—Otra pista —continuó el redactor jefe.
Y entonces se puso a leer en alto la necrológica que yo había escrito para el periódico de la mañana anunciando la muerte del señor Givens. El día anterior había hecho un montón de ellas, más de veinte, y no me acordaba mucho de esta, pero sí que recordé la parte relativa a sus treinta años de trabajo en la delegación de Hacienda. No hacía mucho tiempo había tenido problemas con mi declaración, y se me había quedado grabado.
Mientras el redactor jefe leía, Givens fue recorriéndonos con la mirada. No era tan bajo como me había parecido a primera vista. Daba esa impresión porque era muy cargado de hombros y sacaba el cuello como las tortugas. Tenía unos ojos dulces e inquietos. Los utilizaba igual que los campesinos: lanzando desde lejos unas miradas rápidas y escrutadoras.
Se rio cuando el redactor jefe terminó la lectura.
—Sin duda es precisa —dijo—. Eso hay que reconocerlo.
—Salvo una cosa —la mujer me miraba.
—He de pedirle disculpas —le dije a Givens—. Parece que alguien me ha tomado el pelo.
—¡Disculpas aceptadas! —dijo Givens. Se frotó las manos como si acabara de firmar algo importante para él—. Tienes que verlo con humor, Dolly. ¿Cómo era aquello de Mark Twain? «Las crónicas de mi muerte…».
—¿Qué pasó, entonces? —me preguntó el redactor jefe.
—Eso quisiera saber yo.
—Pero la cosa no puede quedar ahí —dijo la mujer.
—Dolly está muy enfadada —dijo Givens.
—Y no le falta razón para estarlo —dijo el redactor jefe—. ¿Quién llamó comunicando el fallecimiento? —me preguntó.
—A decir verdad, no lo recuerdo. Supongo que sería alguien de la funeraria.
—¿Y confirmaste la llamada?
—No, creo que no lo hice.
—¿Lo comprobaste con la familia?
—Estoy segura de que no —dijo la señora Givens.
—No —dije yo.
Entonces el redactor jefe de local preguntó:
—¿Qué es lo que se suele hacer antes de publicar una necrológica?
—Confirmar el fallecimiento llamando a la funeraria y a la familia.
—Pero no lo hiciste.
—No, señor. Así fue.
—¿Por qué no?
Hice un gesto de impotencia con las manos y traté de parecer afectado en consonancia con la gravedad del asunto, pero no pude responder. La verdad era que nunca seguía esa norma. La gente no paraba de morirse. No veía para qué tenía que preguntarles a las familias si los difuntos estaban verdaderamente muertos o para qué iba a llamar a las funerarias para confirmar que habían llamado de la funeraria. Había decidido que todos esos requisitos eran una pérdida de tiempo; no parecía muy posible que nadie pudiera divertirse inventándose falsos fallecimientos y haciéndose pasar por empleado de la funeraria. Ahora me daba cuenta de que había cometido una locura, una locura con la que demostraba mi total ignorancia de las innumerables variedades del placer humano.
Pero ahí no quedaba todo. Como todavía era el último mono de la sección de local, me caían todas las necrológicas. Algunos días me daban a escoger entre estas y los ecos de sociedad, pero la mayor parte del tiempo lo único que hacía eran necrológicas, una detrás de otra, de la mañana a la noche. Tras cuatro horas de esta tarea, la muerte ocupaba toda mi consciencia. Me amargaba. Me insuflaba un mórbido esnobismo, la sensación de que conocía un secreto que nadie podía ni siquiera sospechar. Me ponía agotadoramente filosófico sobre el valor de la fe y la pasión y el esfuerzo, en un momento de mi vida en el que las tres cosas me eran muy necesarias. Me deprimía.
Debería haberlo dejado, pero no quería volver al tipo de trabajos que había estado haciendo hasta que el padre de un amigo me había colocado en este —camarero, sobre todo, y portero de noche, cualquier cosa que me dejara los días libres para escribir—. Había vivido así durante tres años, ¿y qué resultados podía mostrar? Un puñado de cuentos publicados en unas revistas literarias que nadie leía, ni siquiera yo mismo. Empecé a desanimarme. Había dejado muchas cosas por la escritura, pero no recibía nada a cambio —ni mayor respetabilidad ni dinero ni amor—. Por eso, cuando me salió este empleo lo cogí. Lo odiaba y lo hacía de mala gana, pero quería conservarlo. Algún día me pasarían a sucesos. Las cosas irían mejor.
Esperaba que el redactor jefe de local me leyera la cartilla y luego me dejara ir, pero siguió haciéndome preguntas, probablemente solo para presumir delante de Givens y de su mujer, para que vieran a un verdadero sabueso en su salsa. Tuve que terminar admitiendo que aquel día tampoco había llamado ni a las familias de los fallecidos ni a las funerarias y que, en realidad, llevaba bastante tiempo sin hacerlo.
Pero tras obtener mi confesión, parecía que no sabía qué hacer con ella. Era como si hubiera sacado más de lo que había negociado. Primero no se movió. Luego dijo:
—No sé si he entendido bien. ¿Cuánto tiempo lleva entonces este periódico sin confirmar las necrológicas que publica?
—Unos tres meses —contesté yo. Y conforme hacía esta confesión sentí que mis labios esbozaban una sonrisa, que asomó antes de que pudiera impedirla o desarticularla. Era un rictus de pánico, la misma sonrisa que le había regalado a mi madre cuando me anunció la muerte de mi padre. Pero eso, claro, el redactor jefe no lo sabía. Se inclinó sobre la mesa, meneó ligeramente la cabeza, como hacen los caballos, y dijo:
—Recoja sus cosas.
No creo que tuviera intención de despedirme; parecieron sorprenderle sus propias palabras. Pero no se desdijo.
Givens paseó la mirada entre uno y otro.
—Un momento —dijo—. No saquemos las cosas de quicio. Lo que hay que hacer es aprender de lo que ha pasado. No es algo por lo que nadie deba perder su trabajo.
—No lo habría perdido —dijo la señora Givens—, si hubiera cumplido con su deber.
Lo que era una verdad incontrovertible.
Recogí mis cosas. Cuando salía del edificio vi a Givens parado junto al quiosco de prensa, vigilando la puerta. No vi a su mujer. Vino hacia mí, levantó las manos y dijo:
—¿Qué puedo decirle? No tengo palabras.
—No se preocupe —repuse.
—Como que hay infierno que no era mi intención que lo despidieran. Ni siquiera fue idea mía venir, si quiere que le diga la verdad.
—Olvídelo. La culpa es mía.
Llevaba una caja con blocs y archivadores y varios libros. Pesaba. La cambié de brazo.
—Mire —dijo Givens—. ¿Qué tal si le invito a comer? ¿Qué le parece? Es lo menos que puedo hacer.
Miré calle arriba y luego calle abajo.
—Dolly se ha ido a casa —dijo—. ¿Eh? ¿Qué le parece?
No me apetecía especialmente comer con Givens, pero parecía que significaba mucho para él, y no quería irme a casa todavía. ¿Qué iba a hacer allí? Le dije que estupendo, que me parecía estupendo. Givens me preguntó si conocía algún lugar por allí que estuviera bien. Había un chino unos portales más abajo, pero siempre estaba lleno de periodistas. No quería verlos tratando de conjurar su solidaridad por una situación que no bien hubiera salido yo por la puerta se convertiría en motivo de risa; tampoco me lo tomaba a mal. Le sugerí Tad’s Steakhouse, que estaba junto a la parada del tranvía. Tenía un menú de chuletón, ensalada y patata asada por un dólar veintinueve. Estábamos en 1974.
—Me puedo permitir algo más —dijo Givens. Pero no ofreció otra posibilidad, así que allí fuimos.
Givens picoteó la comida que tenía en el plato, luego lo apartó a un lado y contempló el mío. Cuando le pregunté si no estaba bueno su chuletón me dijo que no tenía mucha hambre.
—Entonces —sugerí yo—, ¿quién cree usted que pudo haber llamado?
Tenía la cabeza gacha. Me miró alzando la vista por encima de las cejas.
—Pues ahí me coge usted in albis. Es un misterio.
—Tiene que tener alguna idea.
—Nada. Ni una.
—¿No cree que podría haber sido alguien que trabaje con usted?
—No —agitó el palillero y sacó un palillo. Tenía unas manos pálidas y nudosas.
—Tiene que haber sido alguien que lo conoce. Tiene usted amigos, ¿no?
—Claro.
—Tal vez ha discutido con alguien, o algo así. Puede que haya alguien muy enfadado con usted.
Se tapaba la boca con una mano mientras con la otra operaba con el palillo.
—¿Eso cree usted? Yo me lo imaginaba más como una broma.
—Bueno, es una broma bastante pesada, ¿no cree? Llamar para comunicar el fallecimiento de alguien. Suena a amenaza. Yo me habría sentido amenazado si me lo hubieran hecho a mí.
Givens examinó el mondadientes y luego lo echó en el cenicero.
—No lo había pensado —dijo—. Puede que tenga usted razón.
Me di cuenta de que no creía en absoluto lo que acababa de decir: eso de que no lo había pensado. Habían anunciado su muerte, y ahora tendría que vivir en relación con ese anuncio, oponiéndose a él sin éxito, hasta que terminara venciéndolo y se hiciera realidad. Alguien había puesto precio a la cabeza de Givens, con palabras como torpedos. O eso me parecía a mí.
—¿Está seguro de que no ha sido ninguno de sus amigos? —dije—. Podría ser por una tontería. Una partida de cartas, ¿tal vez? Usted pescó varias buenas jugadas y luego se largó sin darle tiempo a recuperarse.
—No juego a las cartas —dijo Givens.
—¿Y su mujer? ¿Ningún problema por ese lado?
—Ninguno.
—Todo va como la seda, entonces.
Se encogió de hombros.
—Igual que siempre.
—¿Cómo es que la llama Dolly? Ese no es el nombre que me dieron para la necrológica.
—No hay ninguna razón. Siempre la he llamado así. Todo el mundo la llama así.
—No me pega con ese nombre.
Givens no respondió. Me miraba.
—Imagínese que Dolly está muy enfadada con usted, pero que muy enfadada... Y quiere enviarle un recadito, por un canal distinto de los habituales.
—Ni la más remota posibilidad —Givens dijo estas palabras sin inmutarse. No intentó convencerme, así que pensé que probablemente tenía razón.
—Dejaba una hija, ¿no? ¿Cómo se llama?
—Tina —respondió con cierta ternura.
—Eso es, Tina. ¿Y cómo se lleva con ella?
—Hemos tenido nuestros tiras y aflojas. Pero puedo asegurarle que no fue ella.
—¡Caramba! ¡Pues alguien tuvo que hacerlo!
Me terminé la chuleta contemplando el espectáculo que se desarrollaba fuera en la calle: mendigos borrachos, evangelistas, putas, pacientes del hospital, falsos hippies que vendían orégano a turistas calzados con deportivas blancas. Todo puro teatro, incluido el olor a palomitas que salía del Woolworth. Richard Brautigan solía venir aquí. Alto y con pinta de sabiondo, se encorvaba sobre el plato y comía lentamente, rumiando cada bocado, sin apartar los ojos de la calle. Allí sucedían cosas graciosas y también cosas espantosas. Brautigan las pillaba todas y nunca dejaba de comer.
Le dije a Givens que estábamos sentados en la misma mesa en la que comía a veces Richard Brautigan.
—¿Quién?
—Richard Brautigan, el escritor.
Givens movió la cabeza dando a entender que no sabía de qué estaba hablando.
Yo ya podía irme a casa.
—Okey —dije—. Pues usted me dirá: ¿quién quiere verlo muerto?
—Nadie quiere verme muerto.
—Alguien se lo está imaginando muerto. Piensa en verlo muerto. Del dicho al hecho no hay más que un trecho.
—Nadie quiere verme muerto. Su problema es que cree que todo tiene que significar algo.
Ese era uno de mis problemas. No podía negarlo.
—Solo por curiosidad —dijo—, ¿qué le pareció?
—¿Qué me pareció qué?
—Mi necrológica —adelantó el cuerpo y empezó a juguetear con el salero y el palillero, entrechocándolos y moviéndolos por el mantel como si fueran una pareja de baile—. Quiero decir, ¿se hizo una idea de quién era yo, del tipo de persona que soy?
Negué con un gesto de cabeza.
—¿No le chocó nada en concreto?
Dije que no.
—Ya veo. ¿Y qué es exactamente lo que le hace recordar a alguien, si no le importa decírmelo?
—Mire —dije—, después de todo el día escribiendo necrológicas, terminan confundiéndose unas con otras.
—Sí, pero seguro que recuerda algunas.
—Sí, algunas sí, claro.
—¿Cuáles?
—Las de los escritores que me gustan. Las de los grandes jugadores de béisbol; las de las estrellas de cine de las que he estado enamorado.
—Famosos, en otras palabras.
—Algunos sí, pero no todos.
—Puedes ser una buena persona sin ser famoso —dijo él—. La gente con grandes apellidos no siempre son grandes personas.
—Es verdad —dije—, pero es, como si dijéramos, la verdad de quienes no tienen grandes apellidos.
—¿Ah, sí? ¿Y eso qué?
No respondí.
—Si lo único que le impresionan son los apellidos, no podrá ver más allá de sus narices. Al menos como yo lo entiendo —me miró fijamente y agarró el salero y el palillero como un soldado a punto de disparar una ráfaga de ametralladora.
—Pero no es lo único que me impresiona.
—¿Ah, sí? ¿Y qué otras cosas le impresionan?
Me pensé la respuesta.
—La distinción moral —dije.
Givens repitió mis palabras. Sonaron pomposas.
—Ya sabe a lo que me refiero.
—Corríjame si me equivoco —dijo él—, pero me da la sensación de que la distinción moral no es precisamente lo suyo.
No discutí.
—Y está claro que no es famoso.
—Desde luego que no.
—No queda muy bien parado que digamos.
Al no responder yo, dijo:
—¿Cree que recordaría algo de su propia necrológica?
—Probablemente no.
—No hay probablemente nada que valga. No volvería a pensar más en ella.
—Vale. Seguro que no.
—No volvería a pensar en ella. Y cometería un error. Porque si se fijara bien, probablemente vería que tiene otras cualidades. Buenas cualidades. Todo el mundo tiene algo de lo que enorgullecerse. ¿De qué se puede enorgullecer usted?
—Soy un resistente —dije. Pero no creía que ese dato pudiera tener mucho peso en una necrológica.
Givens dijo:
—En mi caso es la fidelidad. La fidelidad ha sido la pauta más importante de mi vida. Se habría dado cuenta si hubiera tenido los ojos abiertos. Cuando uno lee que un hombre ha servido a su país en tiempo de guerra, que ha permanecido cuarenta y dos años con la misma mujer y trabajado durante el mismo número de años en el mismo sitio, eso debería decirle algo. ¡Por el amor de Dios! Eso debería darle una idea de algo.
Se paró y asintió con un gesto de cabeza a sus propias palabras.
—Y no siempre ha sido fácil —dijo.
Tuve que reírme, sobre todo de mí mismo por haber sido tan tonto de no haberme dado cuenta antes.
—Fue usted —dije—. Usted lo hizo.
—¿Hice qué?
—Llamó para dar los datos de la necrológica.
—¿Por qué iba a hacer yo semejante cosa?
—Usted sabrá.
—Eso significaría admitir que lo hice —Givens no pudo evitar sonreír, orgulloso de su astucia.
Entonces yo le dije:
—Creo que ha perdido el poco juicio que tenía —pero no lo pensaba. Encontraba sentido a lo que había hecho Givens e incluso, a pesar de mí mismo, lo admiraba. Había soñado con la forma de asistir a su propio funeral. Se probaría su mortaja, por así decirlo, se vería de cuerpo presente y escucharía su propio responso. Y lo mejor de todo es que luego resucitaría. De eso se trataba, aunque pensara que lo hacía para asustar a Dolly o para exhibir sus virtudes. El asunto era resucitar, y este empleado de hacienda lo había probado. Era bíblico.
—Es usted un caso, señor Givens. Un caso de verdad.
—No he venido aquí a que me insultaran.
—Tranquilo —le dije—. No estoy enfadado con usted.
Se levantó arrastrando la silla y se quedó de pie frente a mí.
—Tengo mejores cosas que hacer que quedarme aquí sentado oyendo cómo se lanzan acusaciones contra mí.
Le seguí fuera. No pensaba dejar que se marchara así. Tenía que darme algo antes.
—Admita que lo hizo —dije.
Se volvió y empezó a subir por Powell Street.
—Solo admítalo —repetí—. No lo utilizaré en su contra.
Siguió su camino, sacando la cabeza como las tortugas, sorteando a la multitud. Andaba rápido, deslizándose entre la gente. Por fin lo agarré del brazo y lo arrastré hasta un portal. Sus músculos se tensaron bajo mis dedos. Dio un tirón y casi se soltó, pero yo lo agarré más fuerte, y quedamos así prendidos en una pelea inmóvil.
—Admítalo.
Movió la cabeza, negándolo.
—Le romperé el cuello si me obliga a hacerlo —le dije.
—Adelante —me contestó.
—Si le pasara algo ahora, su necrológica sería una noticia de veras. Y entonces yo recuperaría mi trabajo.
Intentó soltarse de nuevo, pero no le dejé moverse.
—Sería una historia fabulosa —dije.
Sentí que su brazo se relajaba. Y entonces dijo un «sí» casi inaudible. Solo esa palabra.
No iba a sacarle más de eso. Tendría que conformarme. Cuando le solté el brazo, hundió la cabeza entre los hombros y se zambulló en la corriente de viandantes. Yo volví a Tad’s a buscar mi caja. Delante de mí, un tipo que hacía mimo seguía a un fantoche de traje y chaleco, remedando su seguridad de ejecutivo, la arrogancia de su barbilla. Una chica soltó una sonora carcajada, y el fantoche se volvió. El tipo del mimo se paró en seco. Todavía seguía en la misma postura cuando pasé a su lado. Le eché una moneda esperando que me dejara en paz.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario