jueves, febrero 09, 2023

“La Misión”, de Joy Williams





Un tal señor Hill me estaba haciendo el papeleo.

 

—¿Qué va a sacar en limpio de esta experiencia? —me preguntó.

 

Me quedé mirándolo, un poco fuera de mí, supongo.

 

—¿Qué cree que va a aprender de su experiencia carcelaria? —dijo.

—No lo sé —dije.

 

El señor Hill llevaba una camisa rosa y parecía cansado. Tenía los ojos irritados.

 

—¿Ha nadado usted? —pregunté.

—No, no he nadado —dijo él con franqueza.

 

Me imaginé al señor Hill nadando estilo mariposa, enérgicamente, en una piscina azul, fresca pero demasiado clorada, enterrada en lo más profundo de la tierra bajo la Misión.

 

Solo llevaba un día y una noche en la cárcel cuando se dieron cuenta de que se les había pasado por alto el anillo de boda. Ya no estaba casada, pero no podía quitármelo. Tenía hinchados los nudillos, seguramente por culpa de la Prednisona que tenía que tomarme porque estaba cansada, muy cansada. Era solo una sortija de oro barata, pero armé un buen escándalo cuando me dijeron que tendrían que cortarla. Algunas de las chicas se reunieron a mi alrededor.

 

—Van a cortarle el anillo de boda —murmuró una de ellas con asombro divertido.

 

Pedí que me trajeran al señor Hill. Tal vez les diría que no se molestaran, pensé. Solo estaría a la sombra nueve días. Pero no encontraron al señor Hill o entretanto había enfermado o se había muerto, qué sé yo. 

 

Estaban decididos a cortarme el anillo, y tras varios intentos con distintos adminículos lo consiguieron. Me hicieron fotos. En la primera, el pequeño anillo estaba en mi mano rechoncha, luego el pobre chisme destrozado aparecía en una bolsita con cremallera para su custodia y futura devolución. No me apenó tanto el destrozo del anillo como la revelación que se oyó por todo el pabellón de que solo iba a estar allí nueve días. La mayoría de las chicas cumplían condenas de noventa o ciento ochenta días. Una chica, Lisa, que incluso con mi escasez de conocimiento instintivo me tenía aterrorizada, llevaba encerrada desde septiembre y ya estábamos en junio.

 

Era una noche de domingo y las noches de domingo tocaba el Aperitivo: una botella de Pepsi y una galleta en su envoltorio de plástico. Los otros días tenías que pagar por ese tipo de cosas en las máquinas expendedoras. Dos internas con un pelazo estupendo distribuían el Aperitivo, que se repartía según el número de litera. Allí, todo el mundo tenía un pelazo tremendo, salvo las vigilantes. No quería llamar más la atención, así que me puse a la fila con las demás, pero alguien ya había usado mi número para comer dos veces.

 

—No importa —dije.

—¿No recogiste antes el Aperitivo? —quiso saber una de las internas de espectacular melena.

—De verdad que no pasa nada —insistí.

—¿Quién se ha quedado con su galleta? —dijo la otra, con la mirada repentinamente sombría.

—¿Quién ha sido la zorra que se ha quedado con su galleta?

—De verdad, no pasa nada —dije—. No quiero...

—¡Voy a encontrar a la zorra que le ha robado la galleta! —Echó una mirada de inquietante resolución.

—Por favor, por favor, por favor —dije.

—No quiere que la zorra se meta en problemas —dijo la primera en un tono que en modo alguno parecía de aprobación.

 

Me pusieron una lata caliente y una galleta fría entre las manos.

 

—Puedes dármelas si no las quieres —dijo la chica que tenía detrás.

 

Fue por conducir en estado de embriaguez, lo cual no podía ser menos emocionante en el esquema general de las cosas y, en particular, en el mundo sórdido y gris de la Misión. Las condenas por conducción en estado de embriaguez no despertaban ningún interés y ya había visto a algunas chicas que me observaban como si no existiera con una mirada experta, aunque eso cambiaría si llegaban a conocerse los detalles de mi caso. Me había pasado toda la tarde tomando un Manhattan tras otro por razones que permanecen en la sombra y, de vuelta a casa, me salí de la carretera para terminar en el cementerio más grande de la ciudad, derribando siete lápidas antes de que mi viejo Chevrolet Suburban se detuviera. Si alguna de esas chicas tenía un amigo o pariente cuya tumba hubiese sido profanada de esta forma, ni Dios en persona habría querido echarme una mano.

 

El primer policía en personarse en el lugar de los hechos dijo:

 

—Ha tenido suerte de no matar a nadie.

 

Naturalmente, se estaba partiendo de risa.

 

Todo esto pasó hace cuatro meses. No fui a la cárcel directamente. Primero me metieron en un sitio que se llamaba el Foso, donde llevan a cabo unos trámites más o menos interminables. Hay ahí una fuente de agua potable y un teléfono. Mi única compañera era una mujer que decía: «¿Mamá? ¿Mamá? ¿Mamá? Mamá. Mamá. Mamá» al auricular. Creo que no había nadie al otro lado de la línea. Creo que era su manera de matar el tiempo en el Foso.

 

¿Sabes que Kafka está enterrado en Praga con sus padres? Sus nombres figuran en la lápida. No pudo librarse de ellos ni en la vida ni en la muerte. Nunca he estado en Praga, pero, si hubiera estado en la ciudad y por una triste casualidad hubiera derribado la tumba de Kafka, la rabia de toda esa gente, la rabia, por qué no decirlo, de todo el mundo, no habría superado la de la parentela de aquellos cuyo descanso fue perturbado aquí, en el cementerio más grande de nuestra pequeña ciudad. Las familias Dominguez y Schrage, Tapia y McNeil, Byrne y Pennington... me odiaban. Clamaron por arruinarme la vida. Me dijeron que su angustia era existencial y que, por tanto, carecía de límites o toda esperanza de cierre. Toda compensación resultaría siempre insuficiente.

 

Me soltaron después de doce horas en las que tuve que lidiar con todas las cosas horribles que ocuparían mi vida durante años: la condena y la prestación de servicios a la comunidad, las sentencias, los abogados, las demandas, los responsables de la libertad condicional, los juicios, la admisión de culpabilidad, las sanciones económicas y la pérdida de privilegios y derechos. Los nueve días en la Misión podían muy bien ser la menor de las cruces que tendría que cargar.

 

En la litera de al lado había una chica que tenía los párpados tatuados. Nunca había visto nada parecido. Era una vándala. Iba a parajes naturales, en especial a parques nacionales, y destruía a hachazos todo lo que se le ponía por delante. Destrozaba árboles y escribía con aerosol: SOMA, en rocas, petroglifos y carteles indicativos. Ella había leído mal Un mundo feliz, quizá en el instituto, pensé, pero no tenía intención de hablarle de eso ni de nada.

 

—¿Has leído Un mundo feliz? —pregunté.

 

Volvió la cabeza hacia mí, cerró los ojos y negó muy muy despacio con la cabeza.

 

—Vale —dije—. Estupendo.

 

En la cárcel vives mejor si no cuentas los días. Nunca cuentes los días. El tiempo de condena no transcurre en plan lunes, martes, miércoles, etcétera, sino en plan de lunes a martes, de martes a miércoles, y así. De esta forma se hace más largo, que es precisamente lo que buscan.

 

Una chica dijo que cuando saliera la esperaba un trabajo de decoración de tartas. Pero no tenía muchas esperanzas depositadas en aquel empleo.

 

—No te dejan ser creativo de verdad —dijo—. No es tan creativo como te imaginas.

Ese tipo de cosas solo las cazo al vuelo, nadie habla conmigo. Por ejemplo, oí que a Lisa la encarcelaron por robo a mano armada y que tres de los cinco padres de sus hijos tenían órdenes de alejamiento contra ella. Una tarde, Lisa miró a una chica que había dado por muerto a su novio después de hincarle un puñal en la cabeza mientras viajaban en autocar a Cayo Hueso —lo dejó sin más en el asiento cuando se bajó en Cayo Largo— y le dijo: «¿Tienes algo para compartir?». La mayoría de las chicas guardaban en los arcones de debajo de sus literas parte de la comida que compraban en las máquinas. Me asusté mucho, pero la chica le dio a Lisa un paquete de Snickers, otro de Skittles e incluso una bolsita de palomitas Smartfood, que Lisa aceptó con un gesto elegante.

 

A la mañana siguiente vi al señor Hill delante de la primera garita con unas carpetas.

 

—¡Señor Hill! —grité.

—Hola, N. Frame —dijo él.

—No soy N. Frame —dije algo dolida—. A menos que la vayan a soltar hoy.

—Hoy la ponen en libertad.

—Pues esa soy yo, seguro —dije.

—No —dijo él, escrutándome con sus ojos irritados—. Ya veo que no lo eres.

—¿Ha ido a nadar? —dije, tratando de apelar a nuestra vieja camaradería.

—Será mejor que te vuelvas a tu litera ahora mismo —dijo él—. Y métete la camisa dentro.

—¡Pero si ya han pasado los nueve días! Ya sé que no se deben contar los días.

—¿Y se puede saber quién te ha dicho eso? —dijo él—. Claro que tienes que contar los días.

 

No mucho después soltaron a las chicas que repartían el Aperitivo, a la chica que tendría trabajo en la pastelería y hasta a Lisa. La vi salir con paso decidido, meneando su imponente melena cobriza y negra.

 

Empecé a contar los días.

 

Cuando los conté de una determinada manera, vi que ni de lejos había estado allí nueve.

 

Llegaron chicas nuevas. No tenían ninguna necesidad de conocerme porque lo cierto es que, en la Misión, las presas por conducción en estado de embriaguez nunca van a figurar entre la élite de las internas. Una de las nuevas —la habían encerrado solo por incumplir la condicional— se las arregló para ahorcarse. Nadie entendía cómo lo había conseguido. Como a todo el mundo, le habían preguntado un montón de veces a lo largo del procedimiento de ingreso si tenía pensamientos suicidas, pero seguro que les había mentido.

 

Durante un tiempo hubo más guardias, incluso masculinos, muchachos, de hecho. Esos chicos que hacían de vigilantes siempre parecían incómodos. Hay una burrada de chicas en el cuarto de baño, le oímos decir a uno de los muchachos todo preocupado. Supongo que se hacían un lío con los números. Se supone que solo podemos estar siete en el cuarto de baño a la vez.

 

Las chicas se daban tratamientos faciales en la mesa de picnic del pequeño patio de cemento adonde nos dejaban salir a horas imprevisibles. Las horas se volvieron aún más imprevisibles, si es que eso era posible, después de la ahorcada. Se llamaba Deirdre, pero nadie se refería a ella por su nombre. Era demasiado raro, el nombre, para hacerlo.

 

Los tratamientos faciales consistían sencillamente en sacar espinillas y granos. Aun así, no me invitaron a participar, ni como extractora ni como extraída. Me sentía muy aislada y sola, aunque no más que de costumbre.

 

Mi abogada me dijo:

 

—Estarás mejor aquí de momento. El ambiente afuera no es propicio para... —se interrumpió.

—¿Para qué?

—Propicio para tu intimidad, para que puedas pasear por la calle.

—Precisamente lo que quiero es pasear por la calle.

—¿No es lo que todos queremos? —dijo la abogada—. Quiero decir, en el sentido más profundo.

 

Me había parecido cargante desde el primer momento.

 

—Pero no le hice daño a nadie.

—Un delito es un delito.

 

Pasaba los días tratando de leer un pequeño panfleto titulado La habitación. Trataba sobre fichas de archivador y Jesús. Era bastante deprimente. Intentaba darte esperanzas, pero a mí no me parecía nada esperanzador. Además, quizá el problema era la luz, que era pésima. Tardabas una eternidad en leer cualquier cosa.

 

Entonces volví a ver al señor Hill. Corrí a la línea roja pintada en el suelo. Me hizo un gesto con la cabeza para que me acercara.

 

—Hola, N. Frame —dijo él.

—¡Hola! —dije. Pensando rápido, añadí—: Hoy me ponen en libertad.

 

Pero enseguida quise retirar las palabras porque, según mis cálculos, habían soltado a N. Frame muchos días antes.

 

—Me temo que no —dijo el señor Hill—. Eres reincidente, así que vuelves a empezar condena con nosotros.

 

Muy a mi pesar, me entusiasmó su uso de la palabra reincidente, pues es una palabra que suena de maravilla.

 

—En realidad no soy N. Frame —dije—, pero asumo toda la responsabilidad de mis actos. Estoy muy arrepentida.

 

Me miró con gesto cansado.

 

—Lo estoy —dije.

—Nada de lo que hagas será suficiente —dijo—. Ninguna compensación bastará.

—Lo sé, lo sé, lo sé —dije.

 

Se cambió las carpetas que llevaba de una mano a otra.

 

—Castigo optimizado —oí parcialmente.

—Espere, espere, espere —dije, pues optimizado era otra hermosa palabra, aunque creo que en ese contexto no era tan bonita como sonaba—. ¿Soy reincidente o simplemente me han agravado la condena porque sí?

 

Incluso antes de terminar noté la indignidad de mi pregunta. Me retiré a mi litera y pensé en el señor Hill, de regreso a sus aposentos bajo la Misión, donde la luz era buena y el agua fluía como si estuviera viva, y donde seguramente docenas de camisas rosas planchadas que yo admiraba estaban bien ordenadas en hileras. Nuestra ropa huele a metal, lo mismo que nuestras pastillas de jabón y nuestros calcetines e incluso las chucherías que guardamos. Todo despide un olor a metal que en nada reconforta.

 

Era muy tarde y todo estaba en silencio. Ni los sueños se movían.

 

La chica con los párpados tatuados me dijo:

 

—No existe ningún señor Hill.

 

Me sentí mejor al instante.

 

La chica tenía los ojos cerrados, naturalmente. Había un dibujo en sus párpados, pero siempre había pensado que cualquier intento de averiguar de qué se trataba sería de lo más imprudente, y aún sigo pensándolo.

 

 

 

en Cuentos escogidos, 2017

Originalmente en revista Little Star, enero de 2014


























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