miércoles, febrero 01, 2023

“Elogio de la locura”, de Daína Chaviano





No tienen temor a los fantasmas

ni a los duendes...

Erasmo de Rotterdam

 

...for who can escape what he desires?

Grupo Génesis

 

 

Erasmo se arrebujó en su abrigo. Las luces de neón brillaban sobre el asfalto espejeante de las calles. Después de tantos años, ella lo había abandonado. «Lo siento mucho. Aún te quiero, pero necesito rehacer mi vida». O algo así le escribió.

 

Halló la casa desierta. Solo quedaban los muebles y sus propias pertenencias. Por lo demás, estaba vacía. De ella, de su olor, de su música. Ya no lo atormentaría más aquel desorden de libros y cigarrillos por doquier. Ya no encontraría manchas de rouge en su almohada al despertarse.

 

Erasmo no ignoraba que ella lo había dejado por otro, pero no sabía qué hacer. Tal vez rogarle, aunque sin llegar a la humillación; amenazarla, sin recurrir a la violencia; o quitársela de algún modo a quien se la había robado... Trató de imaginar a su rival: probablemente mirada oscura, torso inmenso como el de una bestia, y brazos hinchados de nervios y músculos, preparados para someter a su víctima.

 

Sacudió la cabeza para borrar las visiones. Miró en torno, como si quisiera aprehender el mundo gélido y alucinante que lo rodeaba; un universo de letras parpadeantes, bajo las cuales se movían sombras similares a espectros. Ni un alma a quien pedir ayuda: ese no podía ser su mundo.

 

Sintió frío.

 

El bosque era cada vez más húmedo porque el invierno se acercaba. Una capa de lodo suave y esponjoso cubría el suelo. Eso le permitió distinguir las huellas. Se removió inquieto sobre su corcel. La armadura se le clavaba en los codos, en el empeine del vientre, en los muslos, y estaba helada a causa del temprano granizo. Allá lejos, un rugido atronante estremeció el valle. Su caballo bufó de miedo, pero el brazo firme del hombre lo obligó a continuar. El sonido del agua y del hielo que caían sobre el casco se reproducía en ecos dentro de su vestimenta metálica. Ahora se mantenía sereno, y recordaba aquellas primeras ocasiones en que el ruido estuvo a punto de hacerlo enloquecer.

 

«Enloquecer». Repitió mentalmente la palabra mientras vigilaba su cabalgadura que, a cada instante, resbalaba sobre los guijarros mojados. Sí, la locura sería un dulce camino para el olvido: no más tristezas, no más dolores. Apenas otro estado mental: un agradable extravío que libera al espíritu de sus preocupaciones y pesares, y lo sumerge en un baño de delicias.

 

Tiró de las riendas, intentando recordar el origen de semejante frase. Tal vez en algún pergamino antiguo... Aflojó las correas, y el caballo continuó su viaje. Todavía faltaban algunas horas para que anocheciera.

 

Erasmo apresuró el paso y entró en una cafetería que solo cobijaba a una pareja de enamorados. Pidió café, y contempló su rostro en el enorme espejo. Quizás estaba perdiendo la razón. Sus facciones se le antojaron extrañamente remotas: eran los rasgos de un desconocido. Por otra parte, ¿qué hacía él vagando de madrugada por aquellos barrios inciertos? Se asustó un poco cuando comprobó que no guardaba memoria de su llegada hasta allí.

 

«Bueno», pensó, «todavía estoy a salvo. Se puede ser todo lo loco que se quiera con tal de tener la virtud de reconocerlo». Y enseguida se asustó más, porque de algún modo supo que la frase le pertenecía, y al mismo tiempo, no era suya.

 

Tomó su café y clavó los ojos en la mirada neblinosa que lo observaba desde el cristal. Era él; y no era. Sospechó que esto último era mucho más cierto que su propio rostro reflejado en el azogue. Tuvo una insólita sensación de infinitud, como si su mente se dividiera en mil seres diferentes, como si todos esos fragmentos constituyeran el recuerdo de vidas pasadas o paralelas. Vio cavernas oscuras, donde se percibía la constante amenaza de las fieras; callejuelas medievales, repletas de monjes y mendigos... Y cada una de estas imágenes parecía nutrirse de su propia confusión, pugnando por desplazar a las otras para convertirse ella misma en la única realidad posible.

 

«No», se dijo. «No me estoy volviendo loco. Es solo que el espíritu humano está organizado de tal manera que le es más grata la ficción que la verdad».

 

Se detuvo. La frase anterior tampoco era suya, ¿o sí? Pudo haberla leído en alguna parte, ¿o no? Apuró los restos del café ya frío. Se puso de pie y contempló de nuevo la figura que repetía cada gesto suyo, al otro lado del cristal.

 

La imagen del espejo se diluyó.

 

Los gritos lo sacaron de su ensimismamiento. Apagó el fuego y salió de la cueva. No era la primera vez que tomaba un atajo. Tras muchos años de vagar por los bosques, su instinto se había desarrollado como el de las aves migratorias y era capaz de guiarlo sin dificultad a través de parajes ignotos. Ahora enfrentaría al raptor en su guarida, pero no sería fácil.

 

Aunque la idea de vivir sin ella se le antojaba casi imposible, no le quedaría otro remedio que continuar su existencia. En aquella época racional y equilibrada, libre de la barbarie del pasado, la vida transcurría con mayor sosiego. «La locura consiste en dejarse llevar por el torbellino de las pasiones», reflexionó. Y él, por supuesto, no se dejaría arrastrar por ellas. De algún modo, tendría que sobreponerse. Ya habían pasado los tiempos en que la gente moría de amor.

 

Sin embargo, mientras apartaba las ramas que goteaban heladamente, no pudo menos que rememorar su primer encuentro en el pasillo del colegio donde ambos estudiaron. Fue su primer y único amor: un sentimiento algo extraño para su época, pero Erasmo nunca se había sentido muy a gusto en ella.

 

Sus pasos resonaron sobre el asfalto. «Cuanto más profundo es el amor, más intenso y vehemente es el delirio que produce», se dijo. Y volvió a estremecerse de angustia, porque tales pensamientos continuaban surgiendo sin que su voluntad interviniera para nada. En algún rincón de su memoria, se sacudía el polvo acumulado durante siglos. ¿Cuándo había dicho algo semejante? ¿Quizás en otra vida?

 

Tuvo la certeza de que había dos Erasmos: uno furioso y aturdido ante la pérdida de un amor, y otro oscuro y distante que dictaba extrañas razones filosóficas. ¿Podía el amor destruir la cordura?

 

Se detuvo a la entrada de un cine y encendió un cigarrillo. El bufido de la bestia lo hizo soltar el fósforo, que se apagó antes de tocar la hierba. Apenas sacó la espada, los matorrales se agitaron para dar paso a una mole escamosa que incineraba los alrededores con su aliento de fuego. Lleno de terror, vio el cuerpo que el monstruo llevaba entre sus garras: la cabellera abundante, los brazos torneados, la finura del cuello...

 

La fiera abandonó su presa al pie de una encina, echó humo por las fosas nasales y abrió las alas en actitud amenazante. Sus pupilas parecían carbones enrojecidos. Erasmo tosió convulsamente mientras el aliento quemante de la bestia pugnaba por abrasarle los pulmones. Sin dudarlo arremetió espada en mano, cubriéndose a medias con el escudo cuyos atributos de plata pronto desaparecieron, ahumados por las lengüetas de fuego. El dragón sacudía sus alas, y los árboles se agitaban como barridos por una tempestad. A pesar de su fiereza, el animal no poseía tanta habilidad como su adversario, quien aprovechó un breve gesto suyo para deslizarse bajo su vientre y cortarle un ala. La criatura se volvió para embestirlo. Erasmo tensó los músculos. Sus escarpes de metal tropezaron con un juguete de plástico que algún niño dejara abandonado en el parque.

 

Levantó el objeto para examinarlo: era un vagón de tren con una pequeña chimenea azul. Dirigió la vista hacia los columpios vacíos, como si esperara encontrar allí a su dueño, meciéndose a esa hora de la madrugada en medio de tanta soledad. Luego, mientras lo pateaba a través del césped, recordó escenas casi olvidadas: sus primeras salidas, los besos, la primera noche de amor... No podía comprender lo sucedido.

 

El juguete rebotó sobre un ala chamuscada que descansaba junto a un latón de basura, antes de escurrirse por una alcantarilla. Entonces Erasmo tomó una decisión. Con la espada desnuda, arremetió contra la fiera en un intento por llegar junto a su dama. Esquivó una mordida de las fauces que destilaban azufre y echó a correr en dirección a la avenida. Una moto le salpicó la camisa con la sangre verde de la alimaña. El granizo volvió a mojar su abrigo, pero él no se detuvo. El monstruo aleteó sobre su cabeza y le cortó el paso. Erasmo se estremeció ante la crueldad hipnótica de aquella mirada que se aproximaba rápidamente. Alzó el escudo para cubrirse y una luz lo encegueció. Sintió el ruido de la armadura al chocar contra la defensa del automóvil, y su espada cayó sobre el asfalto. Aprovechando esa ventaja, el dragón le clavó sus garras.

 

El hombre se dobló como una hoja seca devorada por las llamas. La lluvia arreció, pero nadie vino a socorrerlo. El dolor era tan agudo que comenzó a anestesiar sus sentidos. No percibía otra cosa que no fuera aquel tormento hirviente en sus entrañas. Lo invadió una sensación de somnolencia, como si la vida lo abandonara definitivamente, pero se negó a dejarse vencer. De algún modo, tendría que sobreponerse. Ya habían pasado los tiempos en que la gente moría de amor.

 

 

 

en Extraños testimonios, 2016


























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