viernes, enero 13, 2023

“El miedo”, de Ernst Jünger





El miedo es uno de los síntomas de nuestro tiempo. La consternación causada por el miedo es tanto mayor cuanto que ese miedo viene a continuación de una época en la cual hubo una gran libertad individual y en la que también se había vuelto casi desconocida esa clase de penurias que nos describe, por ejemplo, Dickens.

 

La transición de aquella seguridad a este miedo, ¿cómo se ha producido? Si quisiéramos elegir una fecha concreta, probablemente ninguna otra resultaría más apropiada que el día en que se hundió el Titanic. En esa fecha chocan de frente, con toda violencia, la luz y las sombras: aparecen juntos la hybris del progreso y el pánico, las máximas comodidades y la destrucción, el automatismo y la catástrofe; esta última se presenta como un accidente de tráfico.

 

De hecho, el automatismo y el miedo van estrechamente unidos, desde el momento en que el ser humano coarta sus propias decisiones en beneficio de las facilidades tecnológicas. Estas procuran numerosas comodidades. Pero también aumenta, y ello de manera necesaria, la pérdida de libertad. La persona singular no está ya en la sociedad como lo está un árbol en el bosque. Antes, al contrario, se asemeja al pasajero de una nave que se mueve a una velocidad cada vez mayor. La nave puede llamarse Titanic o puede llamarse también Leviatán. Mientras el tiempo sea bueno y agradables las perspectivas, el pasajero casi no reparará en la situación a que ha ido a parar y que es una situación en que la libertad es cada vez menor. Por el contrario, lo que surge es un optimismo, una conciencia de poder generada por la velocidad. Pero las cosas cambian cuando emergen en la superficie islas que escupen fuego o aparecen icebergs. No solo ocurre entonces que la tecnología se traslada de las confortables comodidades a otros ámbitos, sino que, al mismo tiempo, se hace visible la falta de libertad y eso se pone de manifiesto, ya sea en el triunfo de las fuerzas de los elementos, ya sea en el hecho de que en ese instante quienes ejercen el poder absoluto del mando son las personas singulares que han permanecido fuertes.

 

Los detalles son conocidos y han sido descritos muchas veces; forman parte de nuestra experiencia más propia. Aquí podría pensarse en la objeción siguiente: ha habido otros tiempos de miedo, de pánico apocalíptico, sin que su acompañamiento —su instrumentación— estuviera constituido por ese carácter de automatismo. No vamos a entrar en esa cuestión, pues lo automático no se torna terrible hasta que no se revela como una de las modalidades de la fatalidad, como el estilo de esa fatalidad, tal como fue descrito de manera insuperable por Jerónimo Hosco. No vamos a detenernos en la cuestión de si el miedo moderno es un miedo enteramente especial o si es solo el estilo que hoy ostenta la angustia cósmica que retorna. La pregunta que vamos a hacer, y que todos llevamos en nuestro corazón, es la contraria: en tanto perdure el automatismo y en tanto, como es previsible, vaya aproximándose cada vez más a su perfección, ¿es acaso posible disminuir el miedo? ¿Sería, pues, posible permanecer en la nave y reservarse la decisión propia? Es decir: ¿sería posible no solo conservar, sino también fortalecer las raíces que aún siguen ligadas al fondo primordial? Esta es la verdadera cuestión de nuestra existencia.

 

Y esa es también la cuestión que hoy se halla detrás de todas las congojas del presente. El ser humano pregunta si no puede escapar a la aniquilación. Durante estos años, si uno se sienta a charlar en cualquier punto de Europa con conocidos o desconocidos verá que la conversación se desvía pronto hacia los asuntos generales y que afloran allí todas las miserias. Uno reparará en que de casi todos esos hombres y mujeres se ha apoderado un pánico que no había vuelto a conocerse entre nosotros desde los inicios de la Edad Media. Observará que esos hombres y esas mujeres se precipitan en su miedo como si fuesen unos posesos y que subrayan con franqueza y sin rubor los síntomas de ese miedo. Uno asiste a reuniones donde los espíritus discuten, en una especie de competición, qué es lo mejor: si huir, si esconderse, o si suicidarse. Aunque todavía disfrutan de total libertad, meditan ya sobre los recursos y tretas con que podrán comprar el favor de los viles cuando estos lleguen a dominar y uno vislumbra, horrorizado, que no hay ninguna vileza que esos espíritus no acepten si se les exige que lo hagan. Uno ve allí hombres robustos, sanos, con un cuerpo de atleta y se pregunta para qué practicarán los deportes.

 

Ahora bien, esos mismos seres humanos no están solo angustiados; son a la vez temibles. Su estado de ánimo pasa de la angustia a un odio declarado si ven que se debilita aquél a quien hasta ese mismo instante han estado temiendo. Y no solo en Europa se encuentra uno con grupos de ese género. El pánico se hará más compacto todavía en aquellos sitios donde el automatismo aumenta y está aproximándose a formas perfectas, como ocurre en Norteamérica. En esos sitios es donde encuentra el pánico su mejor alimento. Es difundido a través de redes que compiten en rapidez con el rayo. La simple necesidad que la gente siente de absorber noticias varias veces al día es ya un signo de angustia. La imaginación gira y gira, y de esa manera va creciendo y paralizándose. A lo que se asemejan todas esas antenas que hay en las ciudades gigantescas es al cabello erizado. Constituyen una invitación a establecer contacto con los demonios.

 

El Este no representa ciertamente una excepción. El Oeste tiene miedo del Este, el Este tiene miedo del Oeste. En todos los puntos del mundo está viviéndose a la espera de agresiones horribles y en muchos de esos puntos se añade a lo anterior el miedo a la guerra civil.

 

El gran mecanismo político no es lo único que impulsa a sentir ese miedo. Hay además una cantidad innumerable de angustias particulares. Ellas traen consigo la incertidumbre y esta deposita siempre su esperanza en médicos, en salvadores, en taumaturgos. Todo puede convertirse, efectivamente, en objeto de miedo y esto es uno de los signos indicadores de la catástrofe; un indicador más diáfano que todos los peligros físicos.

 

 

 

en Tratado del Rebelde, 2006

























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