martes, noviembre 15, 2022

“Una mujer que se ahoga”, de Guillermo Cabrera Infante





Llovía todavía. La lluvia golpeaba incesante las viejas y cariadas fachadas y las columnas carcomidas por el tiempo. Las casas parecían arcas flotando en un diluvio local. Una sola pareja estaba a resguardo simplemente porque los dos se sentaban en el comedor de un restaurante de moda. El hombre miraba ahora el mantel blanco como si fuera estampado. La mujer iba de blanco, como el camarero que vino a tomar la orden con un despliegue florido de pluma, libreta y manos. El hombre era moreno, pero ni alto ni buen mozo y era el único que no vestía de blanco: le gustaban los colores serios.

 

—¿Qué vas a comer tú?

 

Ella levantó la vista del menú. También era blanco pero tenía una inscripción verde en la tapa que era a la vez un engaño y un desengaño: Restaurant La Maravilla. Era, claro, sólo un nombre y, aunque era un restaurante, no era una maravilla. Los ojos de la mujer se veían casi glaucos a la blanca luz de candilejas que venía de todas partes. «La luz universal de Leonardo», pensó el hombre mientras la oía hablar a ella con el camarero en un susurro teatral o apagado por la lluvia, que sonaba como tambores cercanos a través de la cristalera.

 

—¿Y usted, señor?

 

Era el camarero que lo atendía ya.

 

—¿Qué carne hay?

—Ninguna, señor. Hoy es viernes.

—¿No hay dispensa?

—¿Cómo dice?

—No tiene importancia. Tráigame costillas de cordero.

—El cordero está en veda.

—¿Cómo va a estar el cordero en veda? A menos que ustedes lo cacen.

—Quise decir que no me queda.

—Quiso. Pero no lo dijo.

—Perdón.

—¿Qué hay hoy?

—Sólo pescado. Como es viernes.

—Ya ve, eso sí lo dijo.

—En efecto.

—Tráigame pargo con…

—Pargo no hay.

—Está en veda.

—No, no nos lo han traído.

—¿Qué es lo que hay entonces?

—¿De pescado? Hay chema, lisa, atún, bonito, sierra, serrucho o

aguja, dorado…

—Está bien, me basta. Tráigame una rueda de sierra a la plancha.

—¿Seguro que no la quiere frita? Sabe muy bien así.

—Tráigame, por favor, la sierra a la plancha.

—Como quiera el señor. ¿Y qué más?

—¿Qué más qué?

—¿Quiere la sierra sola o acompañada?

—Con puré.

—¿De papas o de otro tubérculo?

 

«¿Cómo diablos sabe este hombre qué es un tubérculo?».

 

—De papas.

—¿Con o sin guarnición?

—Como no soy militar, sin.

 

Ella susurró: «A ver si te escupe la comida» y él sólo sonrió.

 

—Ah, y una malta.

 

Como el hombre no era irlandés tampoco quería decir whiskey, sino una bebida ligera hecha de azúcar quemada y malta y llamada en Cuba malta. Tautologías tropicales. 

 

—¿Quieres algo de beber? —le pregunto él a ella.

 

«Apuesto a que sí», pensó él y ella dijo que tomaría una cerveza, «ya que no es una menor». Mientras venía el almuerzo él la miró a ella con detenimiento. «Tampoco es ahora una señorita». Ella levantó sus ojos del inmaculado mantel para mirarlo a los ojos. «Doña Desafío. ¿Por qué no pareces derrotada ahora? Debías. ¿Te enteraste?».

 

—¿En qué piensas? —quiso saber ella y su voz sonó extrañamente suavemente paradójicamente calma. «Si tú supieras, muchacha. Si supieras». Pero lo que él dijo fue: —En nada. Nada en particular.

—¿Me examinabas?

—Miraba tus ojos.

—«Ojos de cristiana en una cabeza pagana». La cabeza es mía pero la frase es tuya.

 

Sonrió él. En realidad estaba herido, leve, de tedio. «Morir de odio o morir de tedio. No hay otra opción».

 

—¿Cuándo crees que va a parar?

—¿De llover?

— Sí, claro.

—No sé. Dentro de un año o en dos minutos. Nunca se sabe en este país.

 

Siempre hablaba así, como si acabara de llegar de un largo viaje al extranjero. O como si se hubiera criado en otro país. O tal vez como si fuera un turista de paso. De hecho nunca había salido de Cuba ni siquiera de La Habana, pero parecía estar de visita eternamente.

 

—¿Cuándo podremos ir a Anabacoa?

—Gua-nabacoa.

—Eso.

—No sé si habrá función ya o no.

—La lluvia es mucha.

—Mucha, como el pintor.

—¿Qué pintor?

—Uno que no conoces.

 

Dejaron de hablar por mutuo acuerdo. El hombre miraba. Siempre miraba. Miró: a la plaza que rodeaban las columnas en deterioro perenne, a lo largo de la calle colonial todavía empedrada con adoquines azules, a la iglesia aún más vieja que la plaza con su fachada vuelta verde por el moho y a los escasos arbolitos emaciados por el monóxido de carbono. Era un paisaje escuálido, lívido. «Utrillo se volvería loco por estar aquí ahora pincel en mano», pensó momentos antes de notar que ella lo escrutaba.

 

—¿En qué piensas? —dijo él—. Prometiste decirme la verdad, toda la verdad.

—Te lo iba a decir de todas maneras. Yo...

 

Se detuvo. Se mordió el labio inferior y luego abrió ancha la boca. Lo hacía a menudo. Él le había dicho varias veces que dejara de hacerlo: no se veía bien haciendo tal mueca.

 

—Pensaba que... Que no sé por qué te quiero. Eres exactamente lo opuesto al hombre de mis sueños.

—¿Quién es el hombre de tus sueños, Rock Hudson? Te anuncio que no le gustan nada las mujeres.

 

Ella ni siquiera sonrió sino que continuó: —Pero de todas maneras te miro y siento que te quiero. Es más, me gustas.

 

—Gracias mil —dijo él, petulante.

—¡Por favor! —dijo ella molesta. Era su turno de mirar al mantel blanco como un mantel con obra. Luego miró sus manos, sus dedos más bien: las uñas sin pintar, con diez medialunas blancas asomando por el borde de cada cutícula como de un horizonte rosa. Ella era alta y esbelta y se veía elegante con el vestido que llevaba de escote ancho y cuadrado. Sus senos eran en realidad pequeños, pero la curva de su pecho hacía parecer que tenía mucho busto. Llevaba un largo collar de perlas de strass y su peinado era un moño que le daba un aire antiguo y severo. Su sonrisa, sin embargo, era cálida y acogedora y sus labios eran plenos, parejos y perfectos y rosados, como rosadas eran también sus encías que enseñaba al reír. Sus dientes hacían juego con las perlas. No usaba maquillaje excepto tal vez una línea oscura en las comisuras de sus largos ojos, que hacía sus pupilas amarillas más grandes y más

claras. Era una mujer de veras bella. Muy molesta, no volvió a hablar antes de acabar de comer. Como estaban solos en el restaurante (a él le gustaba comer en comedores vacíos) sólo se oía el sonido metálico de cubiertos sobre loza que se mezclaba con el ruido cercano de la lluvia y el rumor evanescente de la música indirecta. «La música perfecta», pensó él. «Como le gustaba a Satie: la musique d'ameublement. La música

tan útil como una silla y tan impersonal».

 

Cuando acabaron, el camarero retiró el servicio y desapareció para reaparecer a barrer la mesa con una escobilla y una pequeña pala de metal blanco, luego hizo un rollo con el mantel manchado y lo remplazó con otro mantel fresco y se fue de nuevo. El hombre sacó entonces una pluma y empezó a dibujar en la superficie impoluta de la tela lo que parecía una casa de muñecas diseñada por un mediocre Le Corbusier de las islas.

 

—¿Algo más? —dijo el camarero que volvió de adentro de pronto, aparentemente sólo para objetar con su ceño lo que le estaba haciendo el hombre al mantel. Pero no dijo nada al respecto.

—No, gracias —dijo ella.

—Me trae café, bien serré, y un Ecce Homo.

—¿Un qué?

—Un Hache Upmann. ¡Ah!, y la cuenta.

—¡Sí señor!

 

Cuando se fue el camarero dijo ella: —¿Vas a fumar?

 

Ella odiaba fumar pero más odiaba que los otros fumaran, como su madre. Era una especie de tabaquina por persona interpuesta.

 

—Por supuesto —dijo él.

—Vaya, vaya. Y mi madre que me predijo que terminaría casándome con un hombre bajito y prieto que fumaría tabacos.

—Profética la anciana —dijo él—. Pero falló en su predicción: no nos hemos casado todavía.

—Mejor así.

 

La miró y sonrió. Pero ella no devolvió su sonrisa.

 

—Ojalá que no hubiera ocurrido nunca.

 

Sabía a qué se refería ella. Pero en vez de obviarlo lo hizo obvio.

 

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? Porque sí. Siempre te crees que todo es tan fácil.

—Al contrario. La vida es complicada y difícil.

—Lo que es difícil es seguir viviendo después.

 

Podía continuar su línea de pensamiento tan fácilmente como escoger la sección de una curva, que resultará recta. Ella había regresado a su oscuro tren, que iba siempre por el mismo carril hacia un túnel. A la oscuridad que queda al final.

 

—Morir no es problema —dijo ella con énfasis.

 

«Ya salió El Tema», pensó él. Para evitarlo miró a la calle donde seguía lloviendo. Llovía tanto que creyó que por los altavoces en vez de música oiría la voz indirecta de Dios que le ordenaba construir una balsa con la mesa y las sillas. Pero Noé no es. La iglesia al fondo se hizo de pronto un templo budista en que se refugiaron de la lluvia del cine, ducha hecha, dos monjes japoneses. Como al principio de Rashomon, que admiraba, quiso que uno de ellos, tan perplejo como él ahora, un sabio zen, oculto entre las columnas, musitara (palabra sin duda japonesa) ante la lluvia: «No

lo comprendo, no lo comprendo».

 

—No lo comprendo —dijo él en voz alta.

—¿Qué no comprendes? ¿Que no le tengo miedo a la muerte?

 

Sonrió él ante su propio desliz y a la confusión que había creado en ella. «Las imaginaciones son debidas a las perforaciones», pensó y volvió a sonreír.

 

—Te pareces a la Mona Lisa, siempre sonriendo.

—Con mi bigote me pareceré a la Mona Lisa de Duchamp.

—¿De quién?

—Un señor del campo que no conoces. Se ha dedicado a pintar bigotes a todas las Mona Lisas.

 

El humo de su habano surgió azul como de esa pistola humeante con que el asesino acaba de disparar certero. La víctima no había caído todavía, iba cayendo sin vida, caída como caen los cuerpos muertos. Aun los buenos cuerpos. Mientras, frente a la iglesia clausurada la lluvia azotaba los arbolitos indefensos y hacía pocetas en la plaza: llovía ahí afuera, llovía ahora en La Habana, llovía en Cuba. Llovía en todo el hemisferio occidental. Lluvia aburrida por perenne. Tarde de tedio. Tedio de todo. «Tedio, te odio».

 

—¿Qué cosa es?

—¿Qué cosa es qué?

—Lo que dibujas.

—No es un dibujo. Es un diseño de días de sueño.

—Parece una casa.

—Parece una casa pero es una prisión, que es lo que son todas las casas.

 

Ella se sintió incómoda y comenzó a ponerse de pie.

 

—¿Nos vamos?

—¿No estás viendo que está lloviendo que estoy yo viendo?

 

Pero ella tenía más sentido del amor que del humor: —Y va a llover toda la santa tarde, toda la noche y la madrugada —dijo ella y se puso finalmente de pie.

 

—¡Siéntate! —ordenó él casi con furia—. Por favor. Siéntate y oye, que te voy a contar un cuento.

 

Ella se sentó de nuevo y él guardó su pluma.

 

—Como sabes, como creo que sabes, como debías saber: el Hotel Presidente ha sido siempre favorito del turista. Tal vez sea por su fachada elegante de ladrillos rojos con piedra rosa, que le recuerda un brownstone natal, y su interior eduardino. Todo diseñado por un arquitecto americano. O por lo que sea. En todo caso, no hace muchos años vino una pareja de Nueva York a hospedarse allí —y movió el salero y el pimentero hasta hacerlos una pareja de cristal— por un fin de semana. Cuando fueron a regresar hubo un inconveniente: la lluvia que no cesa. La mujer estaba más impaciente que el marido por coger el avión de vuelta. Ella sabía mejor que él que estaban atrasados y perderían el avión. Se comportaba ella como si fuera el último avión en Horizontes Perdidos y de cierta manera lo fue. Avión o no avión, ella estaba más inquieta que nadie. El portero, que acababa de guardar su paraguas porque había escampado después de estar lloviendo todo el día, les dijo que no dejaran el hotel todavía. Aunque la lluvia había cesado la calle estaba anegada. «¿Cómo anegada?», preguntó la mujer, y el portero le dijo, señalando: «Inundada, señora. ¿No lo ve?». Ella protestó: «¡Pero tenemos que regresar!». El portero se encogió de hombros como diciendo allá usted, señora, sin decirlo.

 

«Debemos irnos», explicó ella, y esa fue su famosa frase final, aunque debió decir: «Quiero irme». El marido delante y la mujer  detrás salieron cargando sus maletas sobre sus cabezas, tratando de vadear la inundación. La mujer sonrió sabia cuando vio que el agua no llegaba más que a los tobillos. De pronto, con esa sonrisa en los labios, desapareció.

 

—¿Cómo que desapareció?

—Desapareció para siempre —y el hombre chasqueó su pulgar contra su dedo medio, haciendo un sonido final—. ¡Así! Sólo quedó de ella su maleta flotante.

—¡No puedo creerlo!

—Créelo. Sucedió así: la mujer ansiosa adelantó un pie y metió la pata. Primero los pies y las piernas y después todo el cuerpo. Era tan delgada como tú y fue tragada por las aguas. Entró a una cloaca abierta. Nunca encontraron su cadáver. El cónsul americano ofreció su veredicto al marido como un pésame: death by drowning. Murió ahogada al caer por el hueco de una alcantarilla que una ola había destapado y fue a dar al mar, que como sabes está sólo a dos cuadras del hotel y a tres de este restaurante acogedor. Como punto final a su historia el hombre empujó el salero hasta hacerlo caer sobre el mantel primero y luego al suelo. Ahora recogió un poco de la sal derramada y la esparció sobre su hombro izquierdo, donde formó una fina caspa. La mujer sólo vio el salero que caía.

 

—¿Desapareció de veras?

—No como esa otra mujer desobediente, la señora Lot, sino al revés: se convirtió en agua, no en sal. Aunque el agua que se la llevó venía del mar.

—Es un sueño tuyo, ¿no?

—Es un ideal pero no es un sueño.

—Es uno de tus dibujos en humor negro.

—No es una invención mía. Créeme.

—Es una alegoría.

 

«Señores del jurado, yo le enseñé esa palabra».

 

—Más alegría que alegoría. Ojalá todas las mujeres testarudas desaparecieran así. Salió en los periódicos. Incluso en el New York Times que llamó al suceso a misadventure, que no es una desventura sino un accidente. ¡Accidente! Todo fue obra de esa vieja magia blanca, hubris.

—¿Qué cosa?

Hubris. Arrogancia en griego. O el orgullo antes de la caída.

—Si es así tú debieras haber desaparecido hace rato.

 

Sonrió. Ligeramente pero sonrió.

 

—Te quedó bien. Pero te olvidas que es siempre la mujer la que desaparece primero. Así acaban todos los matrimonios. 

—Afortunadamente no somos un matrimonio. Tú lo has dicho.

 

Sonrió de nuevo.

 

—Tu sonrisa es tu ubre.

—Hubris.

—Ubre, ubris, ¿qué más da?

 

Ella arrojó su servilleta sobre la mesa.

 

—Me voy.

—¿Te vas? ¿Tú sola? ¿Solita en alma?

—En alma y en cuerpo. Mejor sola que mal acompañada.

 

«Una vulgaridad, señor juez, que yo no le enseñé».

 

—La calle está anegada, te lo advierto.

—No me importa. Si tengo que desaparecer, desaparezco ahora mismo. Adiós.

 

Sonrió él pero ella no. Se levantó, en un final, echando la silla atrás con su cuerpo que él miró no sin deseo. Cogió ella su bolso blanco y se iba, toda blanca pero no inmaculada. Se estaba yendo ya al caminar hasta la salida y empujar una de las puertas de cristal para dejar el restaurante como quien entra en un espejo. Por un momento su imagen virtual se reflejó en la hoja hialina y surgió una pierna primero, luego la otra, a la terraza y finalmente todo su cuerpo grácil. Todavía con su sonrisa debajo de su bigote, él la vio irse y virando la boca se dijo como explicación: «Un fenómeno de paralaje». Pero desde su asiento pudo gritar en un susurro:

 

«Cuidado con las alcantarillas».

 

Ella no lo oyó. O hizo como que no lo había oído. Ahora cruzaba la terraza encharcada para descender mojada los tres escalones desde donde alcanzar la acera. Pero se detuvo antes de bajar del todo. El agua anegaba la calle y rebosaba la acera. Estuvo a punto de regresar o por lo menos mirar atrás como para pedir auxilio con los ojos. Pero no lo hizo. Se detuvo, inmóvil, por un momento su cuerpo perfecto convertido en estatua. Luego puso un pie, el izquierdo, temeroso, en el agua turbia y vio que el nivel le llegaba más arriba del tacón alto. Retiró el pie. Trató ahora con el pie derecho. El agua no le llegaba a la suela. Era un agua sucia pero poco profunda. Finalmente bajó decidida a la acera, para caminar calle abajo. Nunca miró atrás.

 

La avenida cercana, llamada Calle Línea, la calle que es recta como una línea al parecer, pero que fue la calle que cruzaba antes el tranvía, sus líneas paralelas ahora desaparecidas. Aunque no el nombre. La calle se veía más inundada que la acera. Ella no usaba sombrero ni llevaba sombrilla porque son inútiles: cuando llueve en Cuba llueve de veras. Su vestido, más blanco en la noche, se pegaba a sus formas. Sobre el asfalto, en la oscuridad, en la tiniebla más negra que el asfalto, vio la tapa de una alcantarilla. Estaba en medio de la calle donde formaba un bache, un túmulo negro, extraño pero no amenazante: el asfalto, derretido por el sol y vuelto a endurecerse por la noche, había hecho un costurón protector a la tapa. Fue entonces (el azar ganándole la partida a los hados griegos) que vio un taxi que apareció obvio en una ciudad donde los taxis no solían distinguirse de los otros vehículos, a menos que fuera un camión.

 

Le hizo señas al auto providencial y cuando se detuvo y ella abrió la puerta opaca se reflejaron en el cristal de la ventanilla las luces del alumbrado arriba, que brillaron claras como castas estrellas. Entró al taxi que arrancó bajo la lluvia más constante que su amante dejado detrás. Dos de las ruedas tropezaron con el bache y pasaron con ruido por encima de la tapa de la alcantarilla. Nada se movió excepto ella dentro del taxi, que tembló aunque estaba a salvo.




en Delito por bailar el chachachá, 1995

 

























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