jueves, noviembre 24, 2022

“El rey F.”, de Eliseo Diego





I


El viernes 13 de agosto de 1926 los cubanos amanecieron en medio de una de las peores pesadillas que sacuden el Caribe: un huracán endemoniado arrasaba la isla de punta a cabo y a su paso iba dejando un reguero de ranchos destruidos, caseríos destechados, puentes rotos—y tantos muertos que fueron sepultados en el fango de las fosas comunes porque no había tiempo de contarlos. Las reses flotaban patas arriba en los ríos crecidos. Dos fotografías ocuparon las primeras planas de los diarios: en la primera, una palma real había atravesado el muro de un cuartel, como un alfiler; en la segunda, un caballo moribundo pataleaba en el campanario de una iglesia, a veinte metros de altura. Ese viernes, en la hacienda Macanas, ubicada en un poblado tan pequeño que su nombre, Birán, apenas aparece en los mapas, nacía entre relámpagos un niño al que bautizaron como Fidel Hipólito Ruz, sin apellido paterno. Hipólito en honor a Luis Hipólito Alcides Hibbert, cónsul de Haití en la provincia de Holguín, una suerte de negrero proveedor de mano de obra haitiana para los ricachones de la región, y Fidel en gratitud al canario Fidel Pino Santos, contratista de United Fruit Company y gran protector del ambicioso Ángel Castro, padre del niño. El reloj marcaba las dos de la mañana. Arropada astralmente bajo el signo de Leo, aquella criatura arribaba de contrabando a una familia singular y numerosa (llegarían a ser seis hermanos, más dos medios hermanos, hijos de un matrimonio anterior de Ángel). Tres días después del parto, su madre, Lina Ruz, entonces la sirvienta más impetuosa de la casa, ya recorría a lomo de caballo las trece mil hectáreas de la finca, dañadas por el temporal. Los que la conocieron entonces, y se atreven a hablar de ella, la recuerdan como una jinete con cola de mulo que terciaba un Winchester a la espalda e iba impartiendo órdenes a los peones, sin dejar de cabalgar mientras gritaba latigazos de reclamos. El 11 de diciembre de 1943, Ángel reconoce como suyos a los hijos que había tenido con Lina y regulariza la unión ante notario. El joven Fidel Ruz por fin pudo llamarse Fidel Alejandro Castro Ruz, sin el Hipólito, y de esa manera rendir homenaje a Alejandro Magno, el ídolo sin contrincante de sus fantasías.

 

Ángel Castro había venido de Galicia a Cuba como soldado de la corona española y después de la derrota militar de 1898 fue repatriado a su aldea natal, Lancara, un caserío sin futuro. No estaría allí mucho tiempo porque le tentaba la idea de hacer fortuna en la isla, a las buenas o a las malas. Lo consiguió, en especial a las malas. Unos dicen que revendía tractores robados en haciendas vecinas, otros que logró mantener su dinero, luego de la crisis mundial del capitalismo en 1929, gracias a la prudencia de haberlo escondido bajo una loza del cuarto y no en los bancos. Ángel sólo confiaba en Ángel. El propio Fidel ha reconocido que no tuvo buena relación con su padre: «No sé cómo fueron sus primeros años en Cuba porque nunca sentí la curiosidad suficiente», dijo al sacerdote brasileño Frei Betto en una entrevista célebre.[1] Un velo de misterio envuelve la niñez de Fidel, y gracias a la escasa luz que atraviesa esa zona de su vida, destellan algunas estampas confusas, relatadas por testigos de primera mano o por el propio Fidel cuando, en muy escasas ocasiones, se ha permitido una quiebra de nostalgia. La anécdota de él a los cinco o seis años, colgado de las vigas de un puente, mientras el tren corría sobre su cabeza (todo para probarle a sus amigos que no sentía miedo); o el día que, a la misma edad, abandonó la hacienda de Birán en un coche de dos caballos, sin volver la vista atrás; o la imagen de Fidel en el Colegio Dolores de Santiago de Cuba, provincia de Oriente, señalado por el dedo acusador de un monje jesuita que le recriminaba haber destripado lagartijas con una cuchilla Gillette. Puede ser una impresión errónea, pero creo que la suma de esos fragmentos testimoniales arma la figura de un adolescente solitario, con gran necesidad de afecto en medio del mundo casi monástico de la escuela y el mundo casi monárquico de su casa. Así, lejos de los suyos, forjó su carácter en claustros y, por tanto, inevitablemente acabó siendo un jesuita ateo y voluntarioso que, por fe ciega en sí mismo, habría de escoger su propio calvario y escribir su propio evangelio doctrinario. De su madre, Fidel heredó seguramente la arrogancia; de su padre, la desconfianza. De ambos, el goce del poder, el empeño en ser él siempre el primero y la convicción de que al prójimo debía considerársele un enemigo, sin distingos sentimentales: el que perdona, pierde.

 

Los hijos fueron educados en el principio que nada ni nadie podía oponerse a sus planes. El fin justificaba los medios, sin duda. A mediados de la década del treinta, por ejemplo, alguno de los secretarios de Franklin Delano Roosevelt debe haberse asombrado al recibir una carta remitida desde la lejana ciudad de Santiago de Cuba. En ella un niño de nueve años, estudiante del Colegio La Salle, le pedía al estadista un billete de diez dólares. «Mi muy querido amigo Roosevelt —se leía en el encabezado—. No hablo mucho inglés, pero aun así me atrevo a escribirle. [...] Soy un muchacho que nunca soñó con poder escribir al presidente de Estados Unidos. Me gustaría que me enviara un billete de diez dólares pues nunca he visto un billete de diez dólares, y su autógrafo. Fidel». La respuesta llegó a las pocas semanas: «Le agradezco mucho su carta de apoyo y felicitación, pero no puedo enviarle dinero. Saludos. Franklin». Luego Fidel tendría oportunidad de desquitarse de aquella frustrante negativa, jamás olvidada. Un billete pudo haber cambiado la historia de Cuba. Hay errores que cuestan demasiada roña. Muchos años después, en 1961, cuando los interventores de la Ley de Reforma Agraria llegaron a Birán con la misión de expropiar las tres cuartas partes de la hacienda de los Castro, repartir la tierra entre los campesinos y así cumplir la orden dictada por Fidel desde La Habana, ya el patriarca Ángel había muerto, por lo cual a Lina Ruz no le quedó más remedio que atrincherarse tras la ventana del comedor, apuntalarse el Winchester al hombro, afinar la puntería y liarse a balazos con los representantes de la autoridad. Perdió la batalla y la finca. Falleció al poco tiempo, sin perdonarle a su hijo aquel gesto ingrato que tal vez podía entenderse como un pase de cuentas por el abandono que debió sentir cuando, a los seis años, aún inocente, sus padres lo mandaron a volar bien lejos. Y a volar solo. En 1961 ya no necesitaba la propiedad: tenía una isla en el bolsillo.

 


II


Dos libros recientes intentan rascar en el pasado de Fidel Castro para encontrar allí, desde ángulos divergentes, las respuestas a muchas preguntas incómodas. El primero de ellos se presentó el 23 de septiembre de 2003 en la vieja hacienda de los Castro, hoy convertida en museo no declarado, justo en la fecha que la batalladora Lina Ruz cumpliría cien años de edad. Fidel estaba presente en el acto, y cuentan los cronistas políticamente correctos que se le veía emocionado. Todo el tiempo de los cedros. Paisaje familiar de Fidel Castro Ruz, de la periodista Katiuska Blanco, editado por la Editorial Abril, en La Habana, documenta una versión edulcorada de una historia que, sin duda, fue de amores y rencores turbulentos: poco falta para que se lea como un libro de hadas con final feliz. «Cuando entrego este volumen —reconoció la autora con revolucionaria modestia—, lo hago identificada con un pensamiento martiano, que evoca sanos libros, escritos con el alma, convencida de que existen algunos que no pertenecen a quienes los escribe, sino a quienes los viven y leen». El francés Serge Raffy ofrece una visión mucho más cruda en su libro Castro l’infidéle (Editorial Fayard, 2003), deseoso por entender, y demostrar, los procesos secretos, viscerales, que conforman la personalidad de un autócrata. Elizabeth Burgos, que ha reseñado el libro de Raffy (aún no publicado en español), relata un pasaje oculto que, de comprobarse, podría complicar hasta la demencia las futuras biografías del legendario guerrillero. «Las modalidades de la irrupción del joven Fidel Castro en el panorama político de la isla eran las que reinaban en la época: violencia y gangsterismo político. Un hecho excepcional que determinará el futuro político de Fidel Castro, según Serge Raffy, es el encuentro con Fabio Grobart. Según el biógrafo, la colaboración de Fidel Castro con el horizonte soviético dataría de esa época. Corre el año 1948. Fabio Grobart, judío polaco, cuyo nombre verdadero es Abraham Semjovitch, como jefe de la red del Caribe suplente del Komintern, ha recibido la orden de Moscú para reclutar hombres nuestros, agitadores antiimperialistas, cuya particularidad es que no militen en los partidos comunistas; antes, por el contrario, deben aparecer como visceralmente anticomunistas. El KGB precisa de hombres de acción y no de militantes. Fidel Castro corresponde al perfil requerido: de reputación gangsteril, sus métodos brutales, su activismo impetuoso, su aventurerismo hacen de él el candidato perfecto. El encuentro se da por intermedio de Flavio Bravo al regreso de Fidel Castro de Bogotá, adonde había ido para participar en un encuentro latinoamericano de estudiantes auspiciado por Perón. Al mismo tiempo se realizaba la Novena Conferencia Panamericana de Cancilleres, que debía inaugurarse el 9 de abril, de no haberlo impedido el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, líder del partido liberal, provocando la revuelta y el incendio de Bogotá. Sin embargo, existen testimonios que afirman que cuando Fidel Castro viajó a Bogotá [...] iba con una misión de la CIA, para la que colaboraban ambos. La misión asignada era la infiltración de los movimientos estudiantiles latinoamericanos. Tal vez, el que fuera colaborador de la CIA lo dotaba ante Grobart de una cualidad mayor».

 

Lo cierto es que el miércoles 13 de agosto de 2003 Fidel Castro cumplió setenta y siete años y cuarenta y cuatro de ellos ha estado al frente de un país que supo manejar con la punta del meñique sin que nadie haya podido impedir sus caprichos, ni a las buenas (que es improbable) ni a las malas (que parece imposible). Hoy sólo viven cuatro de los diez presidentes de Estados Unidos que fracasaron en los repetidos intentos de derrotarlo por la fuerza, sin descartar incluso la posibilidad del asesinato. Cada uno de ellos, a su manera, consiguió el efecto contrario al deseado y entre todos, sin quererlo, ayudaron a incrementar la leyenda del enemigo más tenaz de las últimas cinco décadas. Primero creció la imagen de un carismático David enfrentado al prepotente Goliat, y hoy media humanidad ya se ha acostumbrado a la figura de un anciano David que, casi de milagro, sigue lanzando piedras a diestra y a siniestra, aunque ya no dan en el blanco con precisión. A pocos asustan sus bravatas seniles, pues casi octogenario y además sin dinero para financiar sus proyectos de grandeza, lo que queda de aquel Fidel desafiante poco puede hacer desde una isla sin brújula, perdida en el Triángulo de las Bermudas como un barco encallado.

 

Los detractores del caudillo lo tienen por un rígido inquisidor, de estirpe medieval; para sus seguidores es un rey corajudo, único Dios de esa religión llamada «socialismo». Para mí, que ni lo venero ni lo odio (pues desconozco esa conmoción arrasadora), Fidel Castro resulta un personaje complicadísimo. Creo (¿debo decir temo?) que los cubanos nos pasaremos los noventa y siete años que faltan del siglo xxi tratando de condenarlo o perdonarlo, mientras borramos apresuradamente las huellas de sus botas militares en la arena de una historia que ha dejado a nuestro sensual país partido en dos por los rayos de la intolerancia y el abuso de un poder sin límites, la isla en un naufragio y la nación en una profunda, acaso insalvable bancarrota. Nuestro futuro, si bien nos va, se antoja lluvioso, huracanado. Dicen los abuelos que después de la tormenta o de la rabia, viene la calma —o la paz. Si alguna culpa tiene Fidel Castro, y muchas debe acumular sin duda, es habernos prohibido vivir en paz tantos años. Su guerra no era necesariamente la de todos.

 

Lo preocupante, sin embargo, es que mientras el solitario David agoniza en su trono, Goliat sigue siendo Goliat. Los asesores del presidente George W. Bush han dicho una y otra vez que en las actuales circunstancias no les ha pasado por la mente la posibilidad de un «ataque quirúrgico»; el mejor camino es o será esperar por lo que llaman «una solución biológica». Se han resignado. Cuba es una mosca en la sopa, pero están dispuestos a beberse la sopa con la mosca incluida. Así apuestan por la escasa salud de un guerrero noctámbulo que debe haber dormido pésimo las dieciocho mil noches que lleva conspirando sin tregua, de intriga en intriga, desde el amanecer de aquel 26 de julio de 1953, domingo en que atacó el Cuartel Moncada, hasta su pasado cumpleaños, cuando por fin reconoció que permanecería al frente de los destinos de Cuba mientras la naturaleza lo permitiera. «Ni un segundo más, ni un segundo menos», dijo. Por primera vez, La Habana y Washington estuvieron enteramente de acuerdo en algo: el reloj marcaría La Mala Hora —sin atrasos ni adelantos, puntual como siempre.

 

Otro refrán de abuelos asegura que la esperanza es lo último que se pierde, pero muchos ya habían renunciado a ella en los capítulos iniciales de esta historia. Los primeros críticos de Fidel fueron condiscípulos y parientes que antes y después del triunfo se negaron a apoyarlo, pues decían conocerlo bien desde la juventud. Dos ejemplos. Miguel Ángel Quevedo, destacado periodista cubano, abrió las páginas de su revista Bohemia para que su amigo Fidel diera a conocer sus alegatos, sin censura. Luego, el propio Fidel le quitaría la publicación y lo orillaría al exilio. Desde Miami, Quevedo dio a conocer su «Testamento político». Cito algunas frases de ese texto, irresistiblemente doloroso: «Culpables fuimos todos. [...] Fidel no es más que el resultado del estallido de la demagogia y de la insensatez. Todos contribuimos a crearlo. Y todos, por resentidos, por demagogos, por estúpidos o por malvados, somos culpables de que llegara al poder. [...] Todos fuimos culpables. Todos. Por acción u omisión. Viejos y jóvenes. Ricos y pobres. Blancos y negros. Honrados y ladrones. Virtuosos y pecadores. [...] Muero asqueado. Solo. Proscrito. Desterrado. Y traicionado y abandonado por amigos a quienes brindé generosamente mi apoyo moral y económico en días muy difíciles. [...] Ojalá mi muerte sea fecunda. Y obligue a la meditación. [...] Adiós. Este es mi último adiós». Después de firmar el acta, Miguel Ángel Quevedo se suicidó de un pistoletazo.

 

En 1955, el doctor Rafael L. Díaz-Balart, hermano de Mirtha Díaz-Balart, primera esposa de Fidel, leyó un discurso ante la Cámara de Representantes de Cuba donde se pronunció en contra de una propuesta de amnistía a favor de su cuñado y demás asaltantes del Cuartel Moncada. «Ellos no quieren Paz. No quieren solución nacional de tipo alguno, no quieren democracia ni elecciones ni confraternidad. Fidel Castro y su grupo solamente quieren una cosa: el poder, pero el poder total. Y quieren lograrlo por caminos de violencia, para que ese poder total les permita destruir definitivamente todo vestigio de Constitución y de ley en Cuba, para instaurar la más cruel, la más bárbara tiranía, una tiranía que enseñaría al pueblo el verdadero significado de lo que es la tiranía, un régimen totalitario, inescrupuloso, ladrón y asesino que será muy difícil de derrocar, por lo menos en veinte años. Porque Fidel Castro no es más que un psicópata fascista, que solamente podría pactar desde el poder con las fuerzas del Comunismo Internacional, porque ya el fascismo fue derrotado en la Segunda Guerra Mundial, y solamente el comunismo le daría a Fidel el ropaje pseudo-ideológico para asesinar, robar, violar impunemente todos los derechos, y para destruir en forma definitiva todo el acervo espiritual, histórico, moral y jurídico de nuestra República. [...] Pido a Dios que sea yo el que esté equivocado». [2] No lo estaba. El doctor Díaz-Balart pasó el resto de su vida volando entre Madrid y Miami, donde tenía negocios y despachos, y sólo tuvo derecho a ver el espejismo de su isla desde la ventanilla del avión. Los sueños no siempre están arriba, en los limbos del cielo: también se arrastran como culebras, entre paisajes prohibidos.

 


III


El sábado 23 de junio de 2001, en un acto de «reafirmación revolucionaria» que se realizaba en una plaza pública del Cotorro, pueblo sin gracia a unos treinta kilómetros de La Habana, sesenta mil cubanos (presentes, a cielo abierto) comprendieron que la vida y también la historia pende de un hilo extremadamente frágil cuando a Fidel Castro se le comenzó a enredar la lengua, luego de dos horas de prédica a pleno sol. El líder se tambaleó en cámara lenta. Las rodillas cedieron. En la tribuna, todos quedaron petrificados. Un joven corrió hacia él y lo sostuvo como pudo. Pedía ayuda con la mirada. Dicen que era uno de los hijos de Fidel, pero quién sabe: cómo reconocerlo si nunca se publican fotos de la tropa familiar. Aquel muchacho lo arropaba. Por tres interminables segundos de confusión, la muerte planeó rasante sobre el podio. Todo parecía detenido. Congelado. Sólo entonces reaccionaron los ayudantes personales. El joven (¿el hijo?) se retiró un par de pasos. Entre varios, lo cargaron en brazos y lo llevaron al hospital móvil que desde hace una década lo acompaña a todas partes como un ángel de la guarda bien equipado. La ambulancia, que suele viajar al centro de la caravana presidencial, esta vez se puso a la vanguardia y se perdió de vista en una curva de la carretera. Los escoltas asomaban el torso por las ventanillas de los autos blindados, armas al pecho, pendientes hasta del salto de un gato.

 

El canciller Felipe Pérez Roque intentó tranquilizar a la multitud (y a la teleaudiencia) con una arenga esperanzadora, pero sólo consiguió enrarecer la escena: «¡Viva Raúl!», gritó al mundo. Muchos pensamos que, al alabar al hermano de Fidel, la situación era en verdad shakesperiana, a la vieja usanza de «¡El Rey ha muerto, viva el Rey!». Diez horas más tarde, sin embargo, los dos canales de la televisión cubana se encadenaron en una misma frecuencia y Fidel reapareció risueño, vital, para demostrar que sí hay mal que dure cien años y también cuerpo que lo resista. Durante esos seiscientos minutos de espera, once millones de cubanos en la isla y otros dos en el exilio tratamos de imaginar cómo podía ser la vida sin la rectoría de aquel hombre idolatrado y maldecido por igual —casi por idénticas razones. Para unos, la Revolución llegaba a su epílogo, con un final en verdad sorpresivo, pues la posible desaparición del Comandante en Jefe abría de seguro las puertas a un régimen democrático, largamente soñado; para otros, las cerraba a calicanto porque ahora los usufructuarios del poder enseñarían que la Revolución estaba garantizada en sus valores esenciales, a pesar del duro golpe.

 

Lo cierto es que, para todos, nada habría sido igual que antes. Yo no me cuento entre los escépticos que esa noche dudaban si se podría recomponer el trazado espiritual de una nación destripada por rivalidades políticas. Tampoco entre los optimistas que suponían que el mito Fidel-leyenda compensaría la ausencia del Fidel-caudillo. Enemigo declarado del revanchismo y el fanatismo, soy de esos ingenuos que aún confían en una alternativa equidistante de extremos irreconciliables e imaginan un proceso de continuidad y ruptura de un sistema que, por una parte, ha conseguido verdaderas hazañas en campos prioritarios del cuerpo social (educación, salud, igualdad) y, por otra, ha probado una incuestionable ineficacia administrativa y una intolerancia total al pensamiento opositor; un régimen estructurado sobre una pirámide marmórea y una tropa de mando que desprecia a las minorías, negándoles otro espacio que no sea el de la cárcel o el destierro. Continuidad, en fin, en esas conquistas a las que mi pueblo difícilmente renunciaría sin oponer resistencia, y ruptura de las corazas del totalitarismo o el dogmatismo. De esos temas se conversaba aquel largo sábado de junio en los portales de las casas. El regreso de Fidel cortó el debate. Habría Revolución para rato.

 


IV


Un político de prestigio le comentó una vez a Henry Kissinger que, en su opinión, uno de los dramas de la humanidad actual era la notable carencia de líderes carismáticos, a lo que él experto diplomático le respondió que todavía quedaba uno a noventa millas de la Florida, Fidel Castro, y añadió sonriente que si revelaba la anécdota en público a él no le quedaría más remedio que desmentirlo porque un juicio de semejante tamaño podía desacreditarlo como historiador. Algo parecido le sucedió a Richard Nixon cuando en la primavera de 1959, siendo vicepresidente de Estados Unidos, conversó con el «doctor Castro» en su despacho senatorial, en Washington y sin testigos. Años después declararía a la prensa que, si bien comprendió enseguida que el visitante era «un comunista o un compañero de viaje de los comunistas», como en su momento había escrito al presidente Dwight D. Eisenhower, también era verdad que ningún hombre inteligente podía negar su magnetismo. «Es muy divertido —dijo—. Desde luego, se mereció las dos horas que le concedí». Jesús Yanes Pelliter, ayudante personal de Fidel en aquel viaje tempranero, contaría al escritor Santiago Aroca [3] que, la nueva estrella del firmamento político, estaba molesto con la atención recibida, pues esperaba conocer personalmente al general Eisenhower y enfrentársele en el campo de golf de la Casa Blanca, para lo cual había estado entrenando con una pelota de pimpón en los pasillos de la embajada cubana. A la espera del encuentro, fue recibido por el alcalde de Nueva York y el secretario general de las Naciones Unidas, visitó la sede de la revista Life en la Quinta Avenida y habló ciento veinte minutos ante un grupo de empresarios multimillonarios que no podían entender cómo ese barbudo de treinta y tres años, vestido con uniforme verde olivo, cómo aquel cubano desmesurado que había pedido a Nixon una ayuda económica de dos mil millones de dólares, una fortuna impensable para cualquier presupuesto (al cambio de hoy sería una cifra cinco veces superior), cómo ese mago de la oratoria que no negaba el propósito de romperle el cuello al imperialismo (es decir, romperle el cuello a ellos mismos), cómo ese dictador en potencia, ese enemigo a futuro, los había embrujado hasta el punto que, al concluir su arenga con una consigna sospechosamente tercermundista, ellos se pusieron en pie y le regalaron una sonora ovación. Nunca se dio el partido de golf, y ese segundo desplante quizás haya reabierto la llaga que, apenas un cuarto de siglo atrás, dejara en el ofendido Fidel aquel billete negado por Franklin Delano.


El afán de protagonismo es un virus típico de los poderosos. Solamente unos cuantos elegidos pueden evitar entramparse en las redes de la vanidad sin pagar a cambio el precio del descrédito o el ridículo. A Fidel lo salva su capacidad de seducción. En cuatro décadas, los dedos de dos manos alcanzan para contar las personalidades que se han resistido al don de su palabra. Ese mismo encanto agradó al mañoso Kissinger y al arisco Nixon, pero también a antagonistas de la envergadura del Papa Juan Pablo II o el indigno Augusto Pinochet, por citar a emisarios directos de Dios y del Diablo acá en la Tierra. Ninguno de ellos, sin embargo, fue su amigo porque un hombre como Fidel jamás comparte su corazón con nadie. Bien lo saben sus parientes directos, sus condiscípulos, sus subordinados y sus camaradas en desgracia, muchos de los cuales acabaron ante el muro de los fusilamientos o vieron pasar sus mejores años en una mazmorra, condenados por el delito de haberle criticado algún desvarío prepotente. Pienso que, de una cara de la moneda, el carisma resulta importante a los ojos de las celebridades, que envidian el brillo del éxito; por el revés, el supuesto mérito vale por defecto, con lo cual se prueba una sentencia popular de gran vigencia: los extremos se tocan. Los hombres encantadores pueden ser repulsivos; los valientes, unos cretinos; los cautivadores, auténticos pedantes; los ecuánimes, rotundos vengadores; los atractivos, seres repelentes; los iluminados, tercos necios. Tal es la doble hipoteca que debe abonarse por atesorar tantísimo poder: una, que nadie te quiera de veras; dos, que te seques de engreimiento ante el espejo.

 


V


Si la mejor de las suertes de un guerrero es escapar muchas veces de la muerte, Fidel presume su enorme fortuna pues la ha burlado tantas que sus biógrafos ya perdieron la cuenta. Por ejemplo, debió morir en la Prisión Modelo de Isla de Pinos cuando a finales de 1953 el jefe de la penitenciaría recibió la orden de sazonar con arsénico la ensalada de vegetales, pero un oficial pundonoroso se negó a envenenar los tomates. Era el ya mencionado Jesús Yanes Pelliter, el mismo que llegara a ser secretario personal de Fidel; un buen día, un mal día, el Comandante en Jefe desconfió del hombre que le salvara la vida y, por un absurdo chisme de faldas, lo condenó a dieciséis años de privación de libertad, gastados sin clemencia en el penal donde se habían conocido. Incluso, Fidel debió morir antes, cuando en 1947 se sumó a una expedición armada (Cayo Confites) que debía derrocar al dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, a las órdenes de un aventurero sin principios llamado Rolando Masferrer, sólo que a punto de ser interceptados por dos lanchas guardacostas, según ha contado el propio Fidel, se lanzó al agua y nadó varias horas entre tiburones con tan buena estrella que alcanzó la costa sano y agotado, aunque otras versiones afirman que lo hizo en un bote y a escondidas del resto de la tripulación.

 

O pudo haberle tocado una bala al aire en Bogotá, el 9 de abril de 1948, cuando un asesino a sueldo disparó contra el caudillo Jorge Eliécer Gaitán en el cruce de la carrera Séptima con la calle 16, y una multitud enfurecida linchó a palos al matón. Fidel estaba ahí. Dicen que pronunció un discurso incendiario en la Undécima Comisaría de la policía, donde las fuerzas leales al liberalismo habían establecido su campamento general; dicen que los arengó a que salieran a pelear a las calles «porque una revolución a la defensiva es una revolución muerta». Luego embarcó en un avión de carga que debía transportar unos toros y vaquillas hasta La Habana. También debió haber muerto en alguna barranca de la Sierra Maestra, en el arranque de 1957, cuando compartió su hamaca de campaña con el campesino Eutimio Rojas, guía de la tropa de sobrevivientes del naufragio del Granma. Desde que fue reclutado, aquel hombre de pueblo llevaba entre ceja y ceja la tentación de matarlo por unas pocas monedas. En el momento preciso, cuando debía disparar a quemarropa, confesó la traición, con lo cual firmó su sentencia de paredón. Luego del triunfo, han pretendido envenenarlo con tóxicos secretos, que pierda la barba al respirar polvos de alquimista, que le explote en el arpón una langosta dinamitada (durante alguna tanda de buceo), que algún francotirador de la mafia le abra un agujero en la frente o que lo fusilen con un rifle especial colocado en el interior de una cámara de televisión —y siempre ha conseguido escapar sin un rasguño. «Estoy vivo de milagro: la suerte me acompaña. Es mi guardaespaldas más fiel: la sombra de mi sombra».

 

La frase no es textual, pero algo así le escuché decir a Fidel una tarde de asados, en un rancho ganadero de Nicaragua, si mal no recuerdo en las afueras de Granada. Corría el mes de julio de 1980 y la dirigencia del Frente Sandinista de Liberación Nacional celebraba el primer aniversario del triunfo sobre Somoza, el último o penúltimo o antepenúltimo dictador de opereta de América Latina. El Comandante en Jefe era el huésped de honor, con todo derecho, pues desde su despacho en La Habana había ayudado a la victoria no sólo con consejos, sino también con docenas de muertos en combate; yo, un reportero que por primera vez salía de Cuba en misión periodística, poseído por el pálpito de ser testigo de un momento trascendental. Lo era, sin duda. Una revolución de estreno resulta un espectáculo formidable. Se respira alegría. Todo vibra con las notas de los himnos. La esperanza embellece. La emoción alimenta.

 

El viaje nos llevó de norte a sur, en vertiginosa aventura, pueblo tras pueblo, hasta que esa tarde de verano caliente se abrió un espacio para almorzar sin prisa en el rancho más faraónico que yo haya visto en mi vida. Un hombre idéntico a Martín Fierro y una mujer idéntica a doña Bárbara doraban las carnes de diez vacas en la parrilla, sobre un nido de cedros carbonizados, y en un pequeño tocadiscos se escuchaba, entre los relinchos de los caballos, la voz milonguera de Atahualpa Yupanqui. No me pregunten cómo, pero paso a paso me las arreglé para acercarme a la mesa de Fidel y, en un descuido de algún comensal, me senté a tres sillas de él, por lo cual alcancé a escuchar el relato que contaba a Edén Pastora, el legendario Comandante Cero, un costarricense loco que se había echado sobre los hombros las primeras planas de todos los periódicos de importancia cuando a tiro limpio ocupó el recinto del Congreso nicaragüense, un titular de periódicos que le dio la vuelta al mundo en dos minutos. Ahora que saco cuentas, el comandante aún no había cumplido cincuenta y cuatro años. Se veía fuerte, saludable. Presté atención a sus manos, de uñas cuadradas y venas gruesas. Tenían el raro don de la expresividad. Parecían moverse con cierta independencia del cuerpo, tal vez como las extremidades superiores de un titiritero. Los dedos robaban la atención de todos. ¿Manos o imanes? Conocedor de esa capacidad de encantamiento, probada en tantas tribunas, y con absoluto dominio gestual, Fidel apoyaba cada frase con un golpe de puño, trazando al vuelo verdaderas sentencias. Entonces, al descorchar una botella de vino, comenzó a relatar en detalle las muchas veces que estuvo a punto de caer en alguna de las decenas de trampas que le han tendido, y de las casualidades que frustraron cada emboscada. «He caminado sin saberlo sobre campos minados», dijo a Edén Pastora.

 

Dos noches después, los miembros de la delegación cubana y los representantes de la prensa acreditados en Managua, volvimos a encontrarnos en la recepción que el gobierno sandinista ofrecía a sus honorables invitados. Recuerdo con precisión un momento inquietante y a la vez insignificante de la velada, como si la memoria fuese una pantalla de cine. Ya comenzaba a aburrirme, y buscaba un rincón donde recostarme a descansar un rato, después de tan intensas jornadas de trabajo, cuando miré hacia el sitio donde Fidel había estado compartiendo con sus compañeros y, por dos largos minutos a lo sumo, lo vi tumbado en un butacón, con los hombros hundidos, y me dio la impresión que lo habían abandonado. Nadie hablaba con él. Nadie le prestaba atención al viejo monarca. Nadie. Debo reconocer que sentí un poco de conmiseración. A los pocos minutos se le acercó el poeta y sacerdote Ernesto Cardenal, por esas fechas ministro de Cultura, y Fidel pareció reanimarse.

 

La anécdota no tendría mayor trascendencia si no fuera que, al menos para mí, viene a recordarnos que los poderosos nunca pueden detener los relojes y que tarde o temprano, subidos a las cumbres del poder, están condenados a la soledad. Jamás he olvidado aquella figura tumbada en medio de la algarabía, aburrida, tirada sobre el butacón como una marioneta sin hilos. Recordé la escena hace unos meses, cuando un canal de televisión de Miami divulgó en horario estelar un video que había grabado la novia (entonces) de uno de sus hijos casamenteros. Fidel, mucho más viejo, se ve al fondo de la toma, en camiseta, despeinado, indiferente e indefenso ante los retozos de sus nietos que, en primeros planos, corren por la estancia sin prestar la menor atención al anciano. Fidel bebe vino, solo. Semeja un recogido de la calle. Regreso al convite. Tanta era mi curiosidad que decidí acercarme y tratar de escuchar la conversación entre el clérigo y el comunista, pero sólo alcancé a cazar algo que Fidel dijo sobre la primera vez que debió morir, el día mismo de su nacimiento. Ranchos destruidos. Caballos nadando en los ríos crecidos. El fango de las fosas comunes. Relinchos. El tema era una obsesión. Por un momento, Fidel me encañonó con la mirada, no sin cierta desconfianza, y me preguntó quién yo era: «Te vi el día del asado», evocó en voz alta, como si buscara en un álbum alguna imagen perdida. Le dije que era un periodista cubano. Entonces me confesó, luego de exigirme que no lo publicara en mi reportaje, que estaba pidiendo una prueba concreta que hay vida al otro lado de la muerte. Me acuerdo que el sacerdote iba a decir algo sobre el tema, cuando Fidel lo cortó con un gesto de tijera, adelantándose al comentario, y dijo medio en broma que si había un Más Allá él tendría que cuidarse de su legión de enemigos, en cada círculo del infierno. Ha pasado un cuarto de siglo desde ese diálogo casual y, como prometí, guardé la confesión en mi cuaderno de notas. Fidel encontrará pronto, por sí mismo, la prueba que con tanto afán buscaba aquella noche. Se cerrará el paréntesis. El péndulo de la política se moverá de un lado a otro. Bandazos. Y quién quita que ese día otro huracán endemoniado arrase la isla y deje a su paso un reguero de ranchos deshechos y cuerpos de caballos flotando en ríos crecidos; entonces, los remolinos sacarán a flote miles de esqueletos sin nombre que fueron sepultados en el fango de la mala memoria porque (por favor, no lo olviden) una revolución casi nunca encuentra tiempo para contar sus muertos, hasta que se esfuma en el esplendor de sus cenizas o sus fracasos. Nos moleste o no, la historia la cuentan los vencedores, al menos en primera instancia. Los que rescriban los sucesos de estos años, me temo, harán gala de la misma misericordia que tuvieron hacia ellos los que antes se presumieron ganadores: es decir, ninguna. Y ahora que pienso en los vaivenes del péndulo, me vienen a la mente unos versos de un poeta cubano, el discreto Mariano Brull, tan humilde como sabio: «... de un lado a otro el tiempo se divide, / y el péndulo no alcanza, en lo que mide, / ni el antes ni el después de lo alcanzado».

 

 

Notas

1 Frei Betto, Fidel y la religión, Editorial Casa de las Américas, La Habana, 1988.

2 Tad Szulc, Fidel. Un retrato crítico, Grijalbo, Barcelona, 1988.

3 Santiago Aroca, Fidel Castro. El fin del camino, Editorial Planeta, Barcelona, 1994.

 

 

 

en Dos Cubalibres: Nadie quiere más a Cuba que yo, 2001


























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