Lévinas advertía acerca del carácter privado de la existencia: “En realidad, el hecho de ser es lo más privado que hay; la existencia es lo único que no puedo comunicar; yo puedo contarla, pero no puedo dar parte de mi existencia. La soledad, pues, aparece aquí como el aislamiento que marca el acontecimiento mismo del ser.” (Ética e infinito). Contra ese aislamiento, cargando esa soledad, la literatura no se resigna: Talca, serie de veintitrés poemas de Cecilia Gajardo, hurga en el territorio escarpado de una infancia, una adolescencia y cierta adultez de signos propios, privados, pero que también podemos reconocer y —potencia de la letra— hacer nuestros.
Un poema se puede leer entonces como la dádiva que ya teníamos.
La voz —las voces— de Talca, sin embargo, no repasan un pasado; más bien, intercalando los tiempos, permanecen hablando en presente con el consiguiente efecto de entablar una conversación cercana, apelativa con quien lee, logrando algo ciertamente difícil: inmiscuir esa lectura en un lenguaje, en un tono cercano al de la infidencia in situ. Y ese juego entre pasado y presente hace que sea el tiempo mismo del acontecimiento el que se ponga en duda: ¿esto ya fue o nunca dejó de ser? ¿Me fui definitivamente o vivo todavía en Talca/Talca?
Cuecas de un salón hecho trizas,
héroes republicanos.
Comenzar a no creer.
Existe una continuidad (se diría, política) entre las acciones transgresoras de la infancia y las de una poeta adulta; la niña que “se salía” y “aún se sale de los márgenes” es pues semejante a “ese niño que cae de rodillas”, “que no ha girado al compás de la rueda, a favor de la corriente” entrevisto por Enrique Lihn, con la gran salvedad de que en “La pieza oscura” sólo se reconocía “en parte” a ese niño en la constitución actual del sujeto, mientras la escritura de Cecilia Gajardo parece permanecer por completo bajo el umbral de la vacilación, en esa “pieza tenue” donde los acontecimientos muestran sólo su silueta esquiva y de lo aséptico emana la muerte.
El auto y su olor a nuevo
provoca mareos y náuseas,
el padre maneja esquivando
imperfecciones de la tierra,
animales pequeños,
pelotas desinfladas
de niños que ya no existen
La escritura, suele ocurrir, revela el reverso opaco u ominoso de los gestos de la adultez (en Talca, como escribe Paz López, “un abrazo puede ser un ahogo, una caricia, un manoseo”); pero incurrir, a partir de ahí, en una mitificación compasiva del territorio infantil sería quizá demasiado fácil, más aún pensando que muchas veces, como dice Pavese, “el que la infancia sea poética, es sólo una fantasía de la edad madura”. En cambio, las voces de Talca, antes de mitificar la niñez o guisar “caldo de cabeza” con cualquier trauma, se enuncian desde la incomprensión (o la “no información”) de ese momento pueril que siempre tiene algo de borroso, de oculto, como la propia imagen inquietante que sirve de portada del libro, o acaso como la propia Talca, “donde todo es confuso” y “se cuentan secretos horribles”.
La entonación de esas voces adopta, a ratos, el timbre autoritario de la niña cuyos deseos son órdenes, otro efecto valioso conseguido por estos textos: no omiten, no pueden omitir los bienes e imperativos de clase que recorren la casa familiar y terrenos aledaños, dejando así colgado (o para otra ocasión) el disfraz de lumpen al que actualmente recurren tantos libros de poemas con punch.
El dormitorio era muy grande
Y el autocastigo diminuto.
¿No se puede comunicar la existencia privada, pese a todo? ¿O sólo somos capaces de oír la experiencia (y no la existencia) en el poema? “El bosque habla por mí, con su lenguaje de raíces”, decía Teillier. Pero, ¿a quién le habla el bosque? ¿A ti, a nadie? Talca, en unas pocas páginas, susurra ciertas confesiones desde el umbral, mientras ronda paisajes, territorios comunes, paseos de la insatisfacción; de ahí en más, transita solitariamente por ríos que en algún punto vuelven a encontrarnos.
en Revista Elipsis, 28 de agosto de 2022
Talca
Cecilia Gajardo
G0 Ediciones
Santiago, 2021
42 páginas
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