Yendo, de noche, me encontré algo ardiendo, una amapola; pero, el pequeño ángel saltaba entre el pasto, como si estuviera atado, o desatado. Le veía los ojos negros y brillantes, u oblicuos y azules. Me dije, ¿qué hacer? ¿Cómo vuelvo a la casa? La luz no pedía nada. Pero, no podía irme. No necesitaba nada. Y no la podía abandonar. Con todo, me alejé un poco; entonces, de prisa, creció varios centímetros, quedó como una azucena, con la copa en alto. Noté que las aves la omitían. Los picaflores nocturnos libaban en las pequeñas hierbas, las pequeñas flores, y los murciélagos, iban, directo, al lomo de las vacas.
Entretanto, había crecido más que yo, movía los brazos, largos y esqueléticos, bailaba y brillaba.
Me atreví a tocarla; entonces, de súbito, se me enguió, se me enroscó, como una enredadera.
Así, siniestra y brillante, reaparecí. Mamá dejó deslizar las bandejas, huía hacia la pared, decía: —¿Quién es, Dios mío, qué es? Decía: –Hace años pasó una cosa igual.
Huía, rezaba: ¿Qué es? ¿Qué es?
Una vecina se asomó. Aventuré un paso; pero, me di cuenta, y salí. Retrocedí, salí, sin rumbo; lloviznaba murciélagos, camelias.
en La liebre de marzo, 1981
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