domingo, agosto 14, 2022

«Encrucijadas», de Jonathan Franzen

Fragmento / Traducción original de Eugenia Vásquez Nacarino




 
Iban a verse en el aparcamiento de la Primera Reformada a las dos y media. Como un niño incapaz de esperar hasta Navidad, Russ llegó allí a la una menos cuarto, sacó la fiambrera y comió dentro del coche. En los días malos, que habían sido muchos en los tres años anteriores, recurría a un intrincado rodeo —entraba por la sala de actos de la iglesia, subía una escalera y recorría un pasillo flanqueado por pilas de cantorales proscritos, cruzaba un almacén donde se guardaban atriles desvencijados y un pesebre expuesto por última vez once Navidades atrás, una mezcolanza de ovejas de madera y un buey manso encanecido por el polvo con el que sentía una desolada fraternidad; a continuación, tras bajar una escalera angosta donde sólo Dios podía verlo y juzgarlo, accedía al templo por la puerta «secreta» que había en el panel trasero del altar para salir al fin por la entrada lateral del presbiterio— con tal de no pasar por el despacho de Rick Ambrose, el director del programa juvenil. Los adolescentes que se agolpaban delante de su puerta eran demasiado jóvenes para haber asistido en persona a su humillación, pero seguro que conocían la historia y él no podía mirar a Ambrose sin delatar su fracaso a la hora de perdonarlo siguiendo como debía el ejemplo del Redentor.

Aquél era un día muy bueno, sin embargo, y los pasillos de la iglesia estaban aún desiertos. Fue directamente a su despacho, puso papel en la máquina de escribir y empezó a rumiar el sermón para el domingo siguiente a Navidad, cuando Dwight Haefle estaría otra vez de vacaciones. Se arrellanó en la butaca, se peinó las cejas con las uñas, se pellizcó el caballete de la nariz, se toqueteó la cara de perfiles angulosos que, como había comprendido demasiado tarde, muchas mujeres (no sólo la suya) encontraban atractivos e imaginó un sermón sobre su misión navideña en los barrios del sur de la ciudad: predicaba con demasiada frecuencia sobre Vietnam o sobre los navajos. Atreverse a decir desde el púlpito las palabras «Frances Cottrell y yo tuvimos el privilegio de...» —pronunciar su nombre mientras ella escuchaba desde un banco en la cuarta fila y los ojos de la congregación, quizá con envidia, la conectaban con él— era un placer desdichadamente coartado por su esposa, que leía los sermones de antemano, también se sentaría en un banco de la iglesia e ignoraba su encuentro de aquel día con Frances.

En las paredes de su despacho había un póster de Charlie Parker con su saxo y otro de Dylan Thomas con su cigarrillo, una foto más pequeña de Paul Robeson enmarcada junto a un programa de mano de su presentación en la iglesia de Judson en 1952, el diploma del seminario bíblico de Nueva York donde estudió y una foto ampliada de él y dos amigos navajos en Arizona en 1946. Diez años antes, cuando asumió como auxiliar del párroco en New Prospect, esas señas de identidad tan sagazmente elegidas sintonizaban con los jóvenes cuyo crecimiento en Cristo era parte de su labor pastoral. En cambio, para los chicos que últimamente atestaban los pasillos de la iglesia, con sus pantalones de campana, sus petos vaqueros y sus pañuelos en el pelo, sólo significaban antigüedad obsoleta. El despacho de Rick Ambrose, aquel muchacho de greñas morenas y lustroso bigote a lo Fu Manchú, recordaba a un parvulario: las paredes y las estanterías engalanadas con las toscas efusiones pictóricas de sus jóvenes discípulos, con los amuletos de piedra, los huesos blanqueados y los collares de flores silvestres que le regalaban, con los carteles serigrafiados de conciertos benéficos sin vínculos discernibles con ninguna religión que Russ reconociera. Después de la humillación se había escondido en su despacho para sufrir entre los emblemas desvaídos de una juventud que a nadie, salvo a su esposa, le parecía ya interesante. 





2021













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