El presidente Gabriel Boric, explicando el jueves en Arica su agenda de seguridad, dijo “no voy a usar frases rimbombantes como ‘se les acabó la fiesta’”. Cinco minutos después impactaba el podio con un “que no quepa duda: vamos a recorrer cielo, mar y tierra para golpear la delincuencia”. Y ya que el mismo día el mandatario había llamado a compartir su asombro por el hecho de que el extremo norte de Chile colindara con el extremo sur de otro país, el lapsus de grandilocuencia hizo sospechar a varios un cuadro de posesión piñerista.
Sin embargo, la grandilocuencia no se detuvo en Boric. El viernes el Subsecretario de Prevención del Delito anunciaba en la radio que “después de veinte años, Chile va a tener una política de seguridad pública”. Frase que se parece a “hemos hecho más en 20 días que otros en 20 años” como dos estrellas lejanas en la “galactea”, dicha por un funcionario de un gobierno cuya Ministra del Interior fue recibida a tiros por extremistas y ni siquiera se querelló.
Por lo demás, el tono altanero y exagerado ha sido parte del gobierno desde un inicio. Todo lo propio, según ellos mismos, es nuevo, novedoso e “histórico”. La clientela virtual progresista recibió con explosiones de júbilo cada acto vital del Presidente durante las primeras semanas de su mandato. “Abrió la puerta. La abrió él. No esperó que alguien más lo hiciera. Chile ha cambiado para siempre”. Un nuevo cielo y una nueva tierra.
Y, después, incluso cuando la cosa ya no pinta bien, cada una de las vueltas de chaqueta obligadas del gobierno ha sido anunciada y tratada como si materializara un anhelo largamente buscado y trabajosamente conquistado. Jalisco nunca pierde.
¿De dónde viene la falta de humildad? En el caso del primer gobierno de Sebastián Piñera, ella se alimentaba del mito tecnocrático-meritocrático. Jóvenes esbeltos con olor a Harvard (“los mejores”) que moverían los límites de lo administrable. Pero el mito de la Nueva Izquierda que empuja a Boric no es tecnocrático, sino moral. La tesis política detrás de sus acciones, desarrollada por intelectuales de la llamada “generación perdida”, es que la Concertación fue nada más que una continuación retocada de la dictadura militar. “Neoliberalismo con rostro humano”, nacido de la cobardía de sus dirigentes, que no buscaron una “impugnación radical” del “modelo”.
Y ya que de impugnar se trata, mejor agarrar vuelo e impugnarlo todo: la historia de Chile completa. Denunciar la patria como una atrocidad plena. Total, si nuestros treinta años más prósperos y pacíficos fueron un calvario inmoral, no queda mono con cabeza. El “neoliberalismo” es un concepto tan chicloso que caben en su seno la conquista, la colonia y la república. El cuadrito de O’Higgins se queda, por ahora.
El problema viene al llegar al poder, pues el proyecto “radicalmente antineoliberal” es puramente polémico: no posee un contenido positivo. Por eso ni el gobierno ni la Convención tienen realmente un programa político. Ambos se constituyeron como plataforma de protesta, pero incapaces de producir cualquier cosa que esté a la altura de sus propios estándares. En simple, son un pegoteo de activismos rabiosos. Solo los une una “lucha” contra una abstracción. Lucha coordinada, mientras no están en el Estado, por un nihilismo de los medios: todas las micros “antineoliberales” sirven. Incluyendo el violentismo octubrista y el etnoterrorismo. Disuelven y destruyen, así, la unidad política que pretenden conducir al paraíso.
Están condenados, entonces, a habitar el poder con declaraciones altisonantes y antagonismos permanentes, pero con resultados permanentemente mediocres y destructivos. El gobierno teniendo que buscar votos entre sus adversarios para intervenir la Macrozona Sur (porque los votos propios son demasiado puros y no están para eso) y la Convención escribiendo una Constitución que es un loteo brujo entre grupos de presión. No hay orden, no hay sistema. Y es que no hay, realmente, visión de Estado.
En este escenario, me parece que de aprobarse el proyecto constitucional el mayor afectado será el propio gobierno. Ya no tendrán excusas para seguir improvisando, pero estarán conduciendo un Estado desmembrado con rumbo desconocido. La generación que decía “que se acabe Chile” habrá cumplido su palabra.
¿Hay alguna alternativa? Darse cuenta de que un pegoteo de minorías no es una mayoría. Y tratar honestamente de pactar una Constitución y unas instituciones para las mayorías. Dejar de impugnar y comenzar a construir.
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