La segunda década del siglo XXI en Chile comenzó con un terremoto y un tsunami devastador en febrero de 2010, y concluyó con un estallido social que remeció el país, en octubre de 2019. Un arco perfecto entre el destino de catástrofes naturales sobre el que habitamos y nuestra vocación de iras acumuladas que se van masticando en silencio hasta que repentinamente escapan en una explosión de furia.
Poco después del 18 de octubre, un extranjero que llevaba viviendo en Chile alrededor de un año me dijo: «Ustedes, los chilenos, son como los volcanes, pueden estar en silencio, parecen tranquilos y apacibles, pero repentinamente hacen erupción». Me quedé pensando en el alcance de sus palabras, particularmente en la expresión «repentinamente». ¿Fue todo tan repentino? ¿Era todo antes tan apacible?
La democracia recuperada en 1990, luego de diecisiete años de dictadura, enfrentó en 2019 un descontento ciudadano que hasta ese momento la clase dirigente –política, económica, social– había tratado de ignorar o más bien había desdeñado, a pesar de las advertencias sobre las groseras desigualdades que fracturan la convivencia entre los chilenos. Desde fines de la década del noventa en adelante la élite gobernante –particularmente los sectores más conservadores– fue aceptando a regañadientes la necesidad de acortar la brecha entre los más afortunados, aquellos que tienen niveles de vida equivalentes a los ciudadanos de los países escandinavos, y quienes sobreviven en la precariedad, como ocurre en ciertas sociedades africanas; sin embargo, la respuesta siempre era la misma: lo primordial es el crecimiento, insistían, resistiéndose a que matizar las desigualdades debía ser una prioridad para evitar conflictos futuros. La cohesión de la sociedad resultaba para muchos de ellos un concepto sospechoso, o «ideológico», y un objetivo secundario cuando el único motor de progreso que se tiene en mente es el esfuerzo individual. Bajo esa condición, la idea de comunidad o de paz social resulta irrelevante. Lo principal es generar más riqueza, explicaban, la que luego será distribuida por el mercado, los fondos que el Estado destinaba para proyectos específicos, la beneficencia o, en último caso, por acción de la fuerza de gravedad, el famoso «chorreo».
Mientras esa discusión se llevaba a cabo, las fracturas tectónicas dividían subterráneamente la vida de los chilenos, disponiendo distintos grupos en destinos paralelos según su origen social, de una manera similar al espíritu apartheid sudafricano. Archipiélagos humanos con escasa conexión entre sí, viviendo en un mismo país, cruzándose de vez en cuando, pero en donde solo los miembros de uno de esos grupos podían acceder al poder. Lo que caracteriza de manera evidente a ese grupo específico que toma las grandes decisiones es su condición de clase y su origen europeo, o al menos no–amerindio, verificable en su aspecto.
La diferencia con la Sudáfrica del apartheid es que en Chile esa distancia, impuesta durante el periodo colonial, pasó a la república disimulada bajo un discurso oficial de homogeneidad racial que disponía a la población a pensarse a sí misma igualmente blanca y tender a repudiar cualquier raíz indígena, hasta el punto de negarla en sí mismo –aunque el espejo gritara lo contrario– y juzgarla como algo digno de burla en otros. Hubo incluso una ley de defensa de la raza chilena, promulgada en 1939, que reafirmaba esa idea fundada en la fantasía de una nación que evita por temor y vergüenza verse en su reflejo mestizo o indígena. Un racismo escrito por las costumbres, la educación desde la crianza, pero negado con el codo por el discurso oficial. En Chile no existen leyes explícitas que separen y discriminen los distintos grupos humanos según su origen étnico, su fenotipo o la pigmentación de su piel, no son necesarias las normas: la tradición y la cultura se han encargado de hacerlo de manera eficiente y efectiva bajo la excusa de la «normalidad que alcanza distintos ámbitos de la vida: es normal la educación segmentada según ingreso, lo mismo que la salud y el transporte; es normal que las ciudades se dividan, cada vez más, entre zonas para ricos y para el resto; es normal que el agua sea propiedad de ciertas empresas que pueden privar de ella a las comunidades; es normal envejecer en la pobreza a pesar de haber ahorrado durante toda una vida de trabajo; es normal que en la publicidad local solo aparezcan rostros nórdicos; es normal que los más pobres sean siempre los más morenos y que los puestos de poder los ocupen los más blancos.
Recuerdo notas de prensa de la televisión local durante el mundial de Sudáfrica en donde destacaban, con asombro, las diferencias raciales según los barrios en Joahnnesburgo. Los reporteros lo describían como si en nuestro país tal cosa no existiera. ¿Son similares los rostros y cuerpos de los habitantes de los barrios más vulnerados a los rostros y cuerpos de los vecinos de los más prósperos? ¿Es casual o accidental esa diferencia?
No, no lo es.
Nuestra manera de convivir, heredada de la colonia, nos obligó a establecer una suerte de ceguera sobre nuestro propio apartheid, o tal vez, más que una ceguera, la imposibilidad de darle un nombre claro y preciso sin que eso agreda a los más afortunados y los ponga en guardia para contraatacar de manera violenta. Todos sabemos que el aspecto físico de los alumnos de un liceo de la periferia de Santiago es muy diferente al de los de un colegio exclusivo de barrio alto; que los rostros de los conscriptos muertos en Antuco en 2005 –después de que su superior los hiciera marchar bajo una tormenta de nieve– eran muy diferentes a las caras de los jóvenes líderes empresariales que solían aparecer anualmente en diarios y revistas. El cuerpo en Chile es una marca de origen que revela pertenencia y determina el futuro. Sin embargo, es difícil plantear estos hechos como un tema sin recibir una agresión como respuesta.
Asimismo, existen frases habituales, de uso cotidiano, que con solo enunciarlas describen el aspecto de un cuerpo, sin aludir a un color de piel o una estatura, sino a un oficio y ocupación: «Fulana tiene cara de nana (como insulto)», «Zutano parece gerente (como halago)». ¿Hay un rostro específico para el trabajo doméstico? ¿Cómo debe ser el aspecto de un gerente? En nuestra cultura, ambas cosas están férreamente vinculadas: el cuerpo de cada quién –su color, su estatura, la gracilidad del pelo– y el destino que le aguarda a ese cuerpo. Eso lo aprendemos tempranamente, sin que sea necesario que alguien nos lo explique, es la información que obtenemos del entorno durante la crianza.
La primera vez que leí El príncipe y el mendigo, la novela de Mark Twain, debí tener unos diez años. Había un detalle en la historia que me parecía muy extraño y que nunca mencioné en voz alta: el hecho de que un niño pobre pudiera ser confundido con un niño rico y viceversa. Por muy sucio que esté, por mucho barro que lleve en los pies o por muy elegante que se vista, en un país como el mío eso no podría suceder: el mundo me había enseñado que los mendigos no podían ser blancos y rubios al punto de poder suplantar a una persona rica.
La apariencia es algo que se hereda y determina. Esos dos grupos humanos –los que tienen pinta de gerente y las que tienen cara de nana– tienen la misma nacionalidad, viven bajo las mismas leyes bajo un sistema democrático, pero sus vidas están marcadas desde la cuna y por los rasgos heredados; asimismo, aparte de un conjunto de símbolos inculcados por la costumbre, tendrán muy poco en común durante su vida. En este esquema de disposición de los destinos se mezcla un universo de elementos o fenómenos que determinan nuestro porvenir: linaje, fenotipo, pertenencia, endogamia, inclusión y exclusión. Un nudo que permanece bien atado desde la colonia y al que nos cuesta llegar a examinar con frialdad, menos aún ponerle un nombre, como lo hicieron en Sudáfrica. Esa falta de palabras para hablar de lo evidente tiene el efecto asfixiante de la mordaza, provoca una desesperación que se acumula en el tiempo y que, dadas ciertas condiciones, solo se expresa a través de la rabia. Hay temas tabú: se pueden hacer chistes, bromear con ellos en círculos cerrados, pero ponerlos en el plano político resulta peligroso. Hacer notar esto no es un ataque, es un llamado de atención: es insostenible pensar que una democracia sea ciega a ese tipo de convivencia y que esa manera de relacionarnos sea inocua, o al menos que no acarree consecuencias. Que no queramos hablar de algo no hará que ese algo desaparezca. A veces crece en silencio, como una criatura en un sótano abandonado que se alimenta de desperdicios y un día, cuando ya no hay espacio suficiente, decide salir a la superficie.
En 2016 el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo inició una investigación que publicó al año siguiente. El estudio se llamó «Desiguales». A través de encuestas y grupos de conversación, el PNUD constató que una de las razones «más sensibles y menos estudiadas de las desigualdades económicas entre los chilenos es el trato que reciben las personas por razón de su posición en la estructura social». Constataron que un elemento central en la forma de relacionarnos es el modo en que nos miramos unos a otros, el «sistema de la mirada» que va disponiendo un cierto trato . Los investigadores le preguntaron a los encuestados si habían tenido experiencias de discriminación, de sentirse pasados a llevar o ser tratados violentamente; la mayoría respondió que sí, que había recibido malos tratos en situaciones cotidianas tanto por su origen social, el lugar donde vivía, cómo se vestía o por su apariencia. A esa manera persistente de maltrato la llamaban, usando una palabra que surgía espontáneamente, clasismo.
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A lo largo de la historia de Chile –plagada de crisis y con contadas épocas de prosperidad– ha habido períodos en donde los más pobres han avanzado en acceso a ciertos derechos y mejorado las condiciones materiales de su vida, pero la distancia entre los diferentes grupos sociales nunca se ha acortado sustantivamente; el modelo económico neoliberal puesto en marcha durante la dictadura solo intensificó esa distancia entre la cúpula y la base, agregándole dinero al sistema de distinciones de clase y disminuyendo las posibilidades de encuentro entre los más afortunados y el resto, que a su vez se diferenciaba entre sí en capas cada vez más imprecisas. Un laminado fino en el que cualquier signo de distinción contaba para menospreciar al de más abajo.
Durante la transición de los años noventa, los encargados de defender el establishment habían respondido a la crítica por las violentas desigualdades de manera sencilla: no negaban que existiera, pero preferían recordar que en Chile todo tiempo pasado fue peor. Argumentaban que en décadas anteriores la vida de los más pobres era aun más dura, que al menos ahora los niños no morían de diarrea ni la desnutrición era una epidemia como lo fue hasta los ochenta. Un tipo de miseria brutal y primitiva, registrada en películas como Morir un poco (1966), Largo Viaje (1967) o El chacal de Nahueltoro (1969). Familias viviendo en chozas o incluso en cuevas en las laderas de los cerros; niños y jóvenes mal alimentados y expuestos a todo tipo de abusos. Era un hecho que ese mundo había cambiado, hubo un avance concreto registrado en censos y cifras oficiales. Pero eso no significó librarse de la precariedad angustiosa de una vida en el borde del precipicio que debe aparentar cierta dignidad, como lo retrata Andrés Wood en los personajes de la película La buena vida (2008): hombres y mujeres solitarios, endeudados, dependientes del crédito, sujetos a ser humillados por los guardabarreras del sistema, arrojados a encontrar el éxito en un campo minado de fracasos.
Durante los noventa, el acceso al consumo se masificó y para un amplio sector dejó de ser un lujo, como antes lo era comprar una lavadora, un aparato de televisión, un teléfono o un automóvil. Era posible tener cosas, viajar, incluso. Un dirigente político solía contar en sus entrevistas, como un ejemplo de los avances alcanzados, que la mujer que trabajaba en su casa encargada de las tareas domésticas había ido de vacaciones a Buenos Aires. Eso habría sido imposible algunas décadas atrás y era comentado como un signo de desarrollo. Esa anécdota tuvo su correlato público en 1998, cuando centenares de chilenos viajaron a Francia para acompañar a la selección nacional al Mundial de Fútbol. Los padres de la mayoría de los que cruzaron el Atlántico jamás podrían haber hecho ese viaje diez, veinte o treinta años antes. El surgimiento de lo que se llamó «la marea roja» –el apodo acuñado para los hinchas chilenos en el extranjero– era la expresión de ese nuevo entusiasmo que surgía del acceso al consumo, la posibilidad de pagar una travesía a Europa en cuotas que se extendían en el tiempo. ¿De qué se podían quejar entonces?
Debíamos estar agradecidos de los logros alcanzados.
A fines de los noventa entrevisté a Alain Touraine, el sociólogo francés. Yo trabajaba en el suplemento cultural de un diario y me entusiasmaba poder hablar con el autor de obras que había leído en alguno de mis cursos en la universidad. Touraine conocía bien nuestro país, había estado casado con una chilena y visitado el país en distintas épocas. En medio de la entrevista –de preguntas muy malas y pretenciosas– me dijo una frase que me quedó dando vueltas: «¿Cómo no va a ser bueno que la gente, que en los sesenta andaba descalza, ahora pueda tener una lavadora o un microondas?». Me pareció una observación concreta, indesmentible de alguien que había conocido la miseria local de esos años y que ahora veía un nuevo paisaje: la televisión de pago llegaba a la periferia, lo mismo sucedería con internet y la irrupción de los celulares. El consumo hizo de la tecnología un asunto masivo y cotidiano.
Asimismo, en 2003 entrevisté al español Manuel Castells, uno de los sociólogos predilectos del gobierno del momento. Me sorprendió su entusiasmo por nuestro país. Recuerdo esa entrevista en particular por un comentario que podría haber sido interpretado como un halago, pero que escuché con suspicacia: afirmó que estando en Santiago le parecía estar en un país desarrollado. Estábamos en el salón de un hotel en la calle Pedro de Valdivia, esquina con Providencia, una tarde a la hora en que la mayoría de las personas termina su jornada de trabajo. Cuando me lo dijo yo fijé la vista en una ventana desde donde se podía contemplar una fila de humeantes micros amarillas recogiendo un grupo de pasajeros –empleados, estudiantes, oficinistas– que se apresuraban a subir para encontrar un asiento libre. Las micros hacían desde ahí un largo recorrido hasta las comunas del suroriente de Santiago. A todos ellos les esperaba un largo trayecto a casa y la mayoría viajaría de pie durante una hora, amontonados dentro de un bus ruidoso. ¿Pensarían ellos lo mismo que Castells?
El punto de vista de Touraine y Castells era el de personas informadas, inteligentes, autores de renombre que nos devolvían una visión de nosotros mismos halagadora, una perspectiva que el establishment político se complacía en escuchar en la medida que los encumbraba en la historia y llenaba de gloria en los foros internacionales: eran los responsables de un país latinoamericano que era ejemplo para el continente. Ese punto de vista fue cuidado como se hace con una planta delicada y valiosa. Hacerlo era una tarea que provocaba tal ensimismamiento, que cualquier crítica o señal que perturbara el encuadre oficial era desdeñada o tildada de inoportuna. Había que cuidar la democracia y sentirse orgullosos de los logros alcanzados. Era más valioso bruñir los índices macro –fuente de vanidad política para la generación que había fracasado en los setenta– que escuchar las señales de insatisfacción que adelantaran cambios necesarios para que el descontento no se transformara en una trampa.
Los argumentos que tenían eran reales, la pobreza –medida tal y como se hacía en los ochenta– había disminuido de manera progresiva. El país se movió en sus condiciones de vida, todos avanzaron uno o varios escalones, pero Chile seguía produciendo básicamente lo mismo que a mediados del siglo XX, vendiendo minerales, celulosa o fruta, actividades extractivas que dejaban una escasa huella en el desarrollo científico o tecnológico al que la empresa privada dedicaba un presupuesto cercano a cero .
Impulsar y desarrollar nuevos conocimientos no era prioridad. Era una época para lucir la astucia en los negocios, la viveza en las pasadas por la bolsa, no para celebrar la inteligencia creativa orientada a imaginar algo nuevo y útil para todos. Había dinero fresco, pero las distancias entre los grupos sociales mantenían el mismo patrón de jerarquías subordinadas de antaño, aunque las relaciones entre ellos se tornaran más complejas por el cambio en las condiciones materiales.
Sin proponérselo, las reflexiones de quienes se congratulaban por los avances materiales seguían la misma línea argumental anunciada por el general Pinochet en el discurso con el que celebró el triunfo en el plebiscito de 1980, cuando prometió que al final del período establecido por su constitución hecha a la medida, uno de cada siete chilenos tendría automóvil y uno de cada cinco, televisión. En eso consistía el desarrollo para el régimen de Pinochet: tener cosas que en el pasado resultaban sencillamente inalcanzables para la mayoría.
Quienes defendían los avances de la transición lo hacían cerrándose a las críticas, como si esas críticas negaran el progreso logrado o mancharan una obra frágil que debía ser resguardada de todo análisis que la cuestionara u obligara a rendir cuentas. En contadas ocasiones parecían abrirse a elaborar otras metas. Según ellos, para cambiar las cosas había que seguir haciendo lo mismo, eso convertiría al país en una sociedad desarrollada. Quienes desde la propia élite política dirigente se sentían insatisfechos fueron llamados «autoflagelantes», una palabra que transforma los cuestionamientos en azotes infligidos al propio cuerpo para sentir dolor: la transgresión a una fe religiosa que necesita remediarse a través del castigo que sigue a la culpa. Los autocomplacientes –dirigentes políticos, economistas– respondían ignorando los cambios de percepción intergeneracionales: sus argumentos parecían siempre hacer el contraste con el país que existía en 1988, un frasco de conserva al vacío. Ese era el punto de comparación. No tomaban en cuenta a los chilenos y chilenas que crecían en democracia, en un ambiente que por las mismas razones que ellos daban, había sufrido cambios; eran chilenos con mayor acceso a información y nuevas aspiraciones que en dictadura parecían inimaginables. Los autocomplacientes desdeñaban además la experiencia diaria de millones de chilenos sobreviviendo mes a mes gracias al endeudamiento crónico, acudiendo a un sistema de salud público en crisis permanente y esperando que sus hijos pudieran escapar de los escombros del sistema de educación pública en cuanto reunieran el dinero –o accedieran al crédito– para matricularlos en un colegio privado o subvencionado. Estos establecimientos privados o de copago tampoco aseguraba en sí una mejor educación; cumplían la función de aislantes sociales, espacios estancos en donde se encontraban las familias que se consideraban de un mismo nivel, brindando la tranquilidad del estatus resguardado en un país en donde egresar de un liceo era motivo de burlas y menosprecio generalizado. Fue en democracia y no en dictadura cuando se terminó por derribar la escuela pública con el impulso al sistema de copago a partir de una modificación legal promulgada en 1993 que tenía como objetivo aumentar la cobertura. Los sectores medios abandonaron los establecimientos municipales que a su vez fueron abandonados por el Estado. El mensaje era constante: huyan de los liceos, arranquen, junten algo de dinero, háganlo por el futuro de sus hijos. Los gobiernos democráticos dejaron que lo público se transformara en sinónimo de precario y peligroso, perdiendo así el punto de encuentro entre los distintos sectores medios y los más pobres, que quedaron a la deriva, distantes del resto del país, viviendo lejos de la vista de quienes tomaban decisiones. Solo aparecían en su entorno para limpiar y servir.
Para muchos políticos, analistas y economistas esa presión cotidiana resultaba invisible, porque era una vida a la que ni ellos ni sus cercanos estaban sometidos. Seguramente, ese agobio sí formaba parte de la vida de sus empleados, conserjes o subalternos, pero a esas personas nadie les habría pedido su opinión a la hora de tomar decisiones: el contacto que la clase dirigente podía tener con ese mundo era siempre en términos de un superior jerárquico o de paternalismo, pero nunca de igual a igual, como sería con un par. En Chile, la posibilidad de un trato horizontal entre personas de distinto origen social es dificultosa, ambigua y condicionada por el ambiente del momento. Cada vez que algo escapa al orden tradicional jerárquico, la relación es puesta a prueba. Quienes tienen más dificultades para un trato igualitario son los varones heterosexuales (o que simulan serlo) de sectores privilegiados, es decir, quienes toman las decisiones, un grupo humano que en Chile es extremadamente uniforme; en general se trata de hombres –rara vez mujeres– que desconocen la experiencia de la desventaja como parte de su vida y cuya educación los ha dispuesto en ambientes cerrados, de familiaridad perpetua, en donde todos los encuentros con alguien desconocido comienza con un rito de preguntas que intenta ubicar al sujeto que tiene en frente en su cartografía de redes sociales. Solo una vez que encuentra las coordenadas que identifican al otro como parte de su mundo, aceptará hablar con él en términos de igualdad y no de jerarquía. El lugar en el que a estos hombres les tocó nacer les devuelve constantemente señales de seguridad y aplomo tanto en sus decisiones como en sus percepciones. Evitan escuchar a otros porque no es necesario, les basta con escucharse a ellos mismos. La experiencia común para ellos, desde el colegio, es de avance constante sin mayores escollos en un esquema de vida que está diseñado para su propia expansión y la permanente constatación de su propia valía y la de su grupo de pertenencia. El mundo más allá de su círculo será percibido como una versión desmejorada del propio, por lo tanto, merecedor de una mirada comprensiva o compasiva, en el mejor de los casos, o de franco desprecio o temor, en el peor. Esta percepción no solo incluye a personas pobres, sino también a cualquiera ajeno a su mundo, incluso profesionales o académicos de cierto renombre pero de origen mesocrático. Ese renombre siempre estará condicionado: nunca serán tomados en cuenta cómo se haría con un igual con quien comparten recuerdos familiares, escolares o de antiguos veraneos. Nuevamente, la uniformidad y el horror al cambio como rasgo de convivencia.
Esta la raíz de la gran cantidad de insultos en torno a la pertenencia social que se suele cultivar en Chile: lo distinto, por más levemente diferente que sea, debe ser enjaulado en una mofa que lo transforme en inofensivo, que desactive la fantasía de amenaza que representa. Rotos, siúticos, raros, chinas, chuscas, indios, patipelados, chanas, flaites, chulos, negros, aceitunas, resentidos, habitan en un territorio ajeno con hábitos diferentes. Las posibilidades de un trato cotidiano horizontal, sin la presión por exhibir las señales de superioridad de clases son, por lo tanto, para ese grupo de chilenos, muy escasas.
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