Mi tía nunca bajaba al plan. Con los años se había limitado a comprar en el barrio lo necesario para su almuerzo. Regaba las plantas y daba de comer a las gallinas. Trajinaba desde la mañana a la tarde. Luego se sentaba a contemplar el mar desde su pequeña ventana en el cerro Las Loceras. En el verano abría las ventanas; en el invierno, prendía carbón.
De tarde en tarde recibía noticias de su hijo que trabajaba en Temuco. Hacía veinte años que le renovaba en cada carta la promesa de venir a verla pronto.
-Allá tengo nietos -me decía cuando, ocasionalmente, pasaba a visitarla-. Los conozco solo por fotografías.
Rebuscaba en los cajones de una vieja máquina de coser y, como si fuera por primera vez, me mostraba las reproducciones ajadas y amarillentas.
-Esos niños ya deben estar grandes, tía.
-De veras, hijo.
Cuando penetraba en su casa, verde y amarilla, bajo una añosa madreselva con olor aldeano, me sentía tranquilo. La ciudad se alejaba imperceptible, apagando su turbulencia, y el tiempo se detenía.
Bajaba a la calle diciéndome:
-Vuelvo en una nada.
Regresaba con cerveza, pan y mantequilla.
-Para que se refresque, hijo. Estas subidas dan mucho calor.
Comía la mantequilla con fruición. Eran gastos incompatibles con su montepío; emocionado, me prometía traerle un regalo para la próxima vez. Siempre lo olvidé.
Una tarde nos sentamos a mirar el océano, manso y sin viento. No hablábamos. El atardecer se dejó caer. A través de la quebrada llegaban los ladridos de los perros.
-Mira -dijo; cruzaba un buque lentamente-, ¿quién sabe a dónde va?
Dejaba una estela en el agua y otra de humo adherida al crepúsculo.
Reflexionó en voz alta:
-Tanto que me hubiera gustado ser marinero.
A la distancia se lamentó una sirena. La nave prendió las luces.
-Hijito -me dijo, inclinándose confidencial-, siempre que miro el mar pienso en lo mismo. Hasta tengo elegido el nombre del barco; se llamaría El Afortunado.
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