lunes, abril 18, 2022

“El lenguaje de las flores”, de Georges Bataille





Es vano considerar en el aspecto de las cosas únicamente los signos inteligibles que permiten distinguir elementos di­versos. Lo que afecta a los ojos humanos no determina sola­mente el conocimiento de las relaciones entre los diferentes objetos, sino también cierto estado mental decisivo e inexpli­cable. De modo que la visión de una flor denota, es verdad, la presencia de esa parte definida de una planta; pero es imposi­ble detenerse en ese resultado superficial: en efecto, la visión de la flor provoca en la mente reacciones de consecuencias mucho mayores debido a que expresa una oscura decisión de la naturaleza vegetal. Lo que revelan la configuración y el co­lor de la corola, lo que descubren las máculas del polen o la lozanía del pistilo, sin duda no puede ser expresado adecuada­mente por medio del lenguaje; sin embargo, es inútil des­atender, como generalmente se hace, esa inexpresable presen­cia real y rechazar como un absurdo pueril ciertas tentativas de interpretación simbólica.

 

Que la mayoría de las yuxtaposiciones del lenguaje de las flores tienen un carácter fortuito y superficial es algo que se podría prever aun antes de consultar la lista tradicional. Si el diente de león significa expansión, el narciso egoísmo o el ajenjo amargura, vemos la razón con demasiada facilidad. Ob­viamente no se trata de una adivinación del sentido secreto de las flores, y de inmediato discernimos la propiedad bien co­nocida o la leyenda que se debió utilizar. Por otro lado, en vano buscaríamos aproximaciones que manifiesten de una manera contundente la inteligencia oscura de las cosas que estamos considerando. Poco importa, en suma, que la aguile­ña sea el emblema de la tristeza, el dragón de los deseos, el nenúfar de la indiferencia... Parece oportuno reconocer que esas aproximaciones pueden ser renovadas a voluntad, y basta con reservar una importancia primordial a interpretaciones mucho más simples: como las que vinculan la rosa y el euforbio con el amor. Sin duda, no es que esas dos flores exclusivamente puedan designar el amor humano: aun si hay una correspon­dencia más exacta (como cuando se le hace decir al euforbio esta frase: "Usted ha despertado mi corazón", tan conmovedora, expresada por una flor tan equívoca), es a la flor en general, antes que a tal o cual, de las flores, a la que se ha intentado atribuir el raro privilegio de declarar la presencia del amor.

 

Pero tal interpretación corre el riesgo de parecer poco sor­prendente: en efecto, el amor puede ser considerado desde el principio como la función natural de la flor. De modo que la simbolización se debería también en este caso a una propie­dad precisa, no al aspecto que afecta oscuramente la sensibili­dad humana. No tendría entonces sino un valor puramente subjetivo. Los hombres habrían relacionado la eclosión de las flores y sus sentimientos debido a que en ambos casos se trata de fenómenos que preceden a la fecundación. El papel otor­gado a los símbolos en las interpretaciones psicoanalíticas co­rroboraría además una explicación de ese orden. En efecto, casi siempre es una relación accidental lo que da cuenta del origen de las sustituciones en los sueños. Es bastante conoci­do, entre otros, el sentido dado a los objetos según sean pun­tiagudos o huecos.

 

Nos libraríamos así fácilmente de una opinión según la cual las formas exteriores, ya sean seductoras u horribles, re­velarían en todos los fenómenos algunas decisiones capitales que las decisiones humanas se limitarían a amplificar. De modo que se debería renunciar inmediatamente a la posibilidad de sustituir la palabra por el aspecto como elemento del análisis filosófico. Pero sería sencillo mostrar que la palabra sólo per­mite considerar en las cosas los caracteres que determinan una situación relativa, es decir, las propiedades que permiten una acción exterior. No obstante, el aspectointroduciría los valo­res decisivos de las cosas...

 

En lo que concierne a las flores, se advierte en primer tér­mino que su sentido simbólico no deriva necesariamente de su función. Es evidente, en efecto, que, si se expresa el amor por medio de una flor, será la corola, antes que los órganos útiles, la que se vuelva signo del deseo.

 

Pero también puede oponerse una objeción capciosa a la interpretación a partir del valor objetivo del aspecto. En efec­to, la sustitución de elementos esenciales por elementos yux­tapuestos concuerda con todo lo que sabemos espontánea­mente sobre los sentimientos que nos animan, ya que el obje­to del amor humano nunca es el órgano, sino la persona que le sirve de soporte. Así sería fácilmente explicable la atribu­ción de la corola al amor: si el signo del amor es desplazado del pistilo y de los estambres a los pétalos que los rodean, es porque la mente humana está habituada a realizar ese despla­zamiento cuando se trata de personas. Pero, aunque haya un paralelismo indiscutible entre ambas sustituciones, habría que imputarle a alguna Providencia pueril una preocupación sin­gular por responder a las manías de los hombres: cómo expli­car en efecto que esos elementos de ostentación que automáticamente sustituyen en la flor a los órganos esenciales se hayan desarrollado precisamente de una manera brillante. Evidentemente sería más simple reconocer las virtudes afrodisíacas de las flores, cuyo aroma y cuya contemplación despiertan desde hace siglos los sentimientos amorosos de las mujeres y los hombres. En la primavera algo se propaga en la naturaleza de una manera rebosante, de la misma manera que los estallidos de risa aumentan progresivamente, cada uno provocando o haciéndose eco del otro. Muchas cosas pueden transformarse en las sociedades humanas, pero nada prevale­cerá contra una verdad tan natural: que una hermosa mucha­cha o una rosa roja significan el amor.

 

Una reacción totalmente inexplicable, totalmente inmu­table, atribuye a la muchacha y a la rosa un valor muy dife­rente: el de la belleza ideal. Existe en efecto una multitud de flores bellas, incluso la belleza de las flores es menos rara que la de las muchachas y es característica de ese órgano de la plan­ta. Sin duda, es imposible dar cuenta por medio de una fór­mula abstracta de los elementos que pueden darle esa cuali­dad a la flor. Sin embargo, no deja de ser interesante observar que cuando se dice que las flores son bellas es porque parecen conformes a lo que debe ser, es decir, porque representan, por­que son el ideal humano.

 

Al menos a primera vista y en general: en efecto, la mayo­ría de las flores sólo tienen un desarrollo mediocre y apenas se distinguen del follaje, algunas incluso son desagradables cuando no repulsivas. Por otra parte, las flores más bellas se deslucen en el centro por la mácula velluda de los órganos sexuados. De modo que el interior de una rosa no se corresponde para nada con su belleza exterior, y si uno arranca hasta el último de los pétalos de la corola, no queda más que una mata de aspecto sórdido. Es cierto que otras flores presentan estam­bres muy desarrollados, de innegable elegancia, pero si una vez más apeláramos al sentido común, notaríamos que esa elegancia es demoníaca: como ciertas orquídeas carnosas, plan­tas tan ambiguas que se ha intentado atribuirles las más tur­bias perversiones humanas. Pero aun más que por la suciedad de los órganos, la flor es traicionada por la fragilidad de su corola: de modo que lejos de responder a las exigencias de las ideas humanas, es el signo de su fracaso. En efecto, tras un período de esplendor muy corto, la maravillosa corola se pu­dre impúdicamente al sol, convirtiéndose así para la planta en tina escandalosa deshonra. Extraída de la pestilencia del estiér­col, aunque haya parecido escapar de allí en un impulso de pureza angelical y lírica, la flor parece bruscamente retornar a su basura primitiva: la más ideal es rápidamente reducida a un andrajo de inmundicia aérea. Porque las flores no envejecen honestamente como las hojas, que no pierden nada de su be­lleza aun después de que han muerto: se marchitan como vie­jas remilgadas y demasiado maquilladas y revientan ridícula­mente sobre los tallos que parecían llevarlas a las nubes.

 

Es imposible exagerar las oposiciones tragicómicas que se destacan a lo largo de ese drama de la muerte indefinidamen­te representado entre tierra y cielo, y es evidente que sólo po­demos parafrasear ese duelo irrisorio introduciendo, no tanto como una frase sino más exactamente como una mancha de tinta, esta empalagosa banalidad: que el amor tiene el aroma de la muerte. En efecto, pareciera que el deseo no tiene nada que ver con la belleza ideal, o más exactamente que se ejerce únicamente para ensuciar y ajar esa belleza que para tantas mentes sombrías y ordenadas no es más que un límite, un imperativo categórico. Concebiríamos así la flor más admira­ble, sin seguir el palabrerío de los viejos poetas, no como la expresión más o menos insulsa de un ideal angélico, sino todo lo contrario, como un sacrilegio inmundo y resplandeciente.

 

Hay que insistir en la excepción que al respecto representa la flor en la planta. Efectivamente, en su conjunto, la parte exterior de la planta -si seguimos aplicando el método de interpretación que introdujimos aquí- reviste una significa­ción sin ambigüedad. El aspecto de los tallos cubiertos de hojas suscita generalmente una impresión de potencia y de dignidad. Sin duda, las locas contorsiones de los zarcillos, los singulares desgarramientos del follaje, atestiguan que no todo es uniformemente correcto en la impecable erección de los vegetales. Pero nada contribuye más fuertemente a la paz del corazón, a la elevación espiritual y a las grandes nociones de justicia y de rectitud que el espectáculo de los campos y de los bosques, y las partes ínfimas de la planta, que manifiestan a veces un verdadero orden arquitectónico, contribuyen a la impresión general. Pareciera que ninguna fisura, podríamos decir estúpidamente que ningún gallo, perturba de manera notable la armonía decisiva de la naturaleza vegetal. Las mis­mas flores, perdidas en ese inmenso movimiento del suelo hacia el cielo, quedan reducidas a un papel episódico, a una diversión además aparentemente incomprendida: no pueden más que contribuir, rompiendo la monotonía, a la seducción ineluctable producida por el impulso general de abajo hacia arriba. Y para destruir la impresión favorable, haría falta nada menos que la visión fantástica e imposible de las raíces que hormiguean bajo la superficie, repugnantes y desnudas como lombrices.

 

En efecto, las raíces representan la contrapartida perfecta de las partes visibles de la planta. Mientras que éstas se elevan noblemente, aquéllas, innobles y viscosas, se revuelcan en el interior del suelo, enamoradas de la podredumbre como las hojas de la luz. Hay que señalar además que el valor moral indiscutido del término bajo es solidario con esta interpreta­ción sistemática del sentido de las raíces: lo que está mal es necesariamente representado en el orden de los movimientos por un movimiento de arriba hacia abajo. Es un hecho impo­sible de explicar si no se atribuye una significación moral a los fenómenos naturales, de los cuales se ha tomado dicho valor precisamente en razón del carácter evidente del aspecto, signo de los movimientos decisivos de la naturaleza.

 

Por otra parte, parece imposible eliminar una oposición tan flagrante como la que diferencia el tallo de la raíz. Una leyenda en particular comprueba el interés mórbido que siem­pre existió, más o menos acentuado, hacia las partes que se hundían en la tierra. Sin duda, la obscenidad de la mandrágora es fortuita, como lo son la mayoría de las interpretaciones simbólicas particulares, pero no es casual que una acentua­ción de ese orden que tiene como consecuencia una leyenda de carácter satánico se refiera a una forma evidentemente in­noble. Por otro lado, son conocidos los valores simbólicos de la zanahoria y del nabo.

 

Era más difícil mostrar que la misma oposición aparecía en un punto aislado de la planta, en la flor, donde adquiere una significación dramática excepcional.

 

No puede presentarse duda alguna: la sustitución por for­mas naturales de las abstracciones generalmente empleadas por los filósofos parecerá no solamente extraña, sino absurda. Pro­bablemente importe bastante poco que los mismos filósofos a menudo hayan debido recurrir, si bien con repugnancia, a términos que toman su valor de la producción de esas formas en la naturaleza, como cuando hablan de bajeza. Ninguna obcecación estorba cuando se trata de defender las prerrogati­vas de la abstracción. Esa sustitución correría además el riesgo de llevar muchas cosas demasiado lejos: en primer lugar, de allí resultaría una sensación de libertad, de libre disponibili­dad de uno mismo en todos los sentidos, absolutamente in­soportable para la mayoría; y un escarnio perturbador de todo aquello que, gracias a miserables elusiones, aún es elevado, noble, sagrado... Todas esas cosas bellas, ¿no correrían el ries­go de verse reducidas a una extraña puesta en escena destinada a consumar los sacrilegios más impuros? Y el gesto inquietan­te del marqués de Sade encerrado con los locos, que se hacía llevar las más bellas rosas para deshojar sus pétalos sobre el estiércol de una letrina, ¿no cobraría en tales condiciones un alcance abrumador?




en La conjuración sagrada: ensayos 1929-1939, 2003

























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