miércoles, marzo 30, 2022

“Queda mucho por decir” [1], de Noam Chomsky





El 1 de mayo de 2011, Osama bin Laden fue asesinado en un complejo prácticamente desprotegido por un comando de asalto formado por setenta y nueve SEAL, los soldados de elite de la marina estadounidense, que llegaron a Pakistán en helicópteros. Después de que el gobierno proporcionara y luego retirara muchos relatos morbosos de lo ocurrido, los informes oficiales fueron dejando cada vez más claro que la operación fue un asesinato planificado que violó múltiples normas elementales del derecho internacional, para empezar con la invasión misma de territorio pakistaní. Todo parece indicar que no hubo ningún intento de detener a la víctima desarmada, algo que es de suponer hubieran podido hacer setenta y nueve soldados que no encontraron ninguna oposición, salvo, según se informó, la de su esposa, que también estaba desarmada y a la que dispararon en defensa propia cuando se «abalanzó» sobre ellos (de acuerdo con la Casa Blanca). Yochi Dreazen, un veterano corresponsal en Oriente Próximo, y sus colegas nos proporcionaron una reconstrucción verosímil de los acontecimientos en el Atlantic [2]. Dreazen, excorresponsal militar del Wall Street Journal, es en la actualidad corresponsal sénior del National Journal Group y se especializa en asuntos militares y de seguridad nacional. Según su investigación, los planes de la Casa Blanca al parecer no consideraron la opción de capturar con vida a Osama bin Laden: «Según un importante funcionario estadounidense que conoció las discusiones, el gobierno había aclarado al Mando Conjunto de Operaciones Especiales que quería a bin Laden muerto. Un oficial de alto rango del ejército al que se informó del asalto dijo que los SEAL sabían que su misión no era capturarlo vivo».

 

Los autores añaden: «Para muchas de las personas que en el Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia habían pasado casi una década a la caza de bin Laden, matar al terrorista era un acto de venganza necesario y justificado». Además: «Capturar con vida a bin Laden habría planteado al gobierno una serie de engorrosos retos jurídicos y políticos». Por tanto, lo mejor era asesinarlo y arrojar su cadáver al mar sin la autopsia que se considera obligatoria después de un asesinato, independiente de si se piensa que es justificado o no (una acción que, como era predecible, causó rabia y escepticismo en buena parte del mundo musulmán).

 

Como observan los periodistas del Atlantic, «la decisión de matar a bin Laden en el acto fue la demostración más clara hasta la fecha de un aspecto de la política antiterrorista de la administración Obama al que se ha prestado poca atención. La administración Bush capturó a miles de sospechosos de ser terroristas y los envió a campos de detención en Afganistán, Irak y Guantánamo. La administración Obama, en cambio, se ha concentrado en la eliminación de terroristas individuales en lugar de intentar capturarlos con vida». Esa es una diferencia significativa entre Bush y Obama. Los autores citan a Helmut Schmidt, excanciller de Alemania Occidental, quien «dijo a la televisión alemana que el ataque fue “con gran claridad una violación del derecho internacional” y que bin Laden debería haber sido detenido y llevado a juicio», y luego contrastan sus declaraciones con las de Eric Holder, fiscal general de Estados Unidos, quien «defendió la decisión de matar a bin Laden aunque no constituyera una amenaza directa para los SEAL de la marina y sostuvo el martes, ante una comisión de la Cámara, que el asalto había sido “lícito, legítimo y apropiado en todo sentido”».

 

Los aliados de Estados Unidos también criticaron la decisión de deshacerse del cuerpo sin autopsia de ningún tipo. El prestigioso abogado británico Geoffrey Robertson, que respaldó la intervención pero no la ejecución, en gran medida por motivos pragmáticos, describió el «se ha hecho justicia» de Obama como un «absurdo» que debería resultar evidente para alguien que ha sido profesor de derecho constitucional [3]. La ley pakistaní «requiere que se investigue toda muerte violenta, y la ley internacional sobre derechos humanos insiste en que el “derecho a la vida” exige realizar una investigación siempre que se produce una muerte violenta por acción del gobierno o la policía. Por tanto, Estados Unidos tiene el deber de realizar una investigación sobre las verdaderas circunstancias de este asesinato que sea satisfactoria para el mundo». Robertson añade que «la ley permite que se dispare a los delincuentes en defensa propia si ellos (o sus cómplices) se resisten al arresto en formas que puedan poner en peligro a quienes se esfuerzan por detenerlos. En lo posible, debe dárseles la oportunidad de rendirse, pero incluso si no salen con las manos en alto, debe capturárseles con vida siempre que esto pueda conseguirse sin riesgo. Por tanto, es necesario explicar cómo fue que bin Laden terminó recibiendo un “disparo en la cabeza” (en especial si se trató de un disparo en la nuca, estilo ejecución). ¿Por qué se optó por un “entierro en el mar” apresurado sin el examen post mortem que exige la ley?». Robertson atribuye el asesinato a la «fe obsesiva de Estados Unidos en la pena capital, única entre las naciones desarrolladas, [la cual] se reflejó en el regocijo que causó el modo en que murió bin Laden». Por ejemplo, el columnista de The Nation, Eric Alterman, escribió que «el asesinato de Osama bin Laden fue una empresa justa y necesaria».

 

Robertson nos recuerda que «no siempre ha sido así. Cuando llegó el momento de decidir el destino de hombres mucho más malvados que Osama bin Laden (a saber, los dirigentes nazis) el gobierno británico quería colgarlos en las seis horas siguientes a su captura. El presidente Truman se opuso citando la conclusión del juez Robert Jackson de que una ejecución sumaria semejante “no resultaría fácil de aceptar para la conciencia de los estadounidenses ni sería recordada con orgullo por nuestros hijos... el único camino es determinar la inocencia o culpabilidad del acusado después de una audiencia tan desapasionada como los tiempos lo permitan y con base en una documentación que deje en claro nuestras razones y motivos”».

 

Los redactores de The Daily Beast comentan que «la alegría es comprensible, pero para muchos extranjeros carece de atractivo. Aprueba lo que de forma creciente parece haber sido un asesinato a sangre fría, ahora que la Casa Blanca se ha visto obligada a reconocer que Osama bin Laden estaba desarmado cuando le dispararon dos veces en la cabeza».

 

En las sociedades que profesan algún respeto por la ley, los sospechosos son capturados y sometidos a un juicio justo. Subrayo «sospechosos». En junio de 2002, el jefe del FBI, Robert Mueller, en lo que el Washington Post describió como «uno de sus comentarios públicos más detallados sobre los orígenes de los ataques», únicamente pudo decir que «los investigadores creen que los ataques del 11 de septiembre contra el World Trade Center y el Pentágono provinieron de los líderes de Al Qaeda en Afganistán, que la planeación real tuvo lugar en Alemania y que la financiación llegó a través de los Emiratos Árabes procedente de fuentes en Afganistán... Pensamos que los cerebros de la operación estaban en Afganistán y tienen una posición elevada entre los líderes de Al Qaeda». Lo que el FBI creía y pensaba en junio de 2002 era lo que no sabía ocho meses antes, cuando Washington rechazó la oferta tentativa de los talibanes (cuán seria, no lo sabemos) de extraditar a bin Laden si se les presentaban pruebas. Por tanto, no es cierto, como afirmó el presidente en su pronunciamiento desde la Casa Blanca, que «con rapidez supimos que los ataques del 11 de septiembre fueron obra de Al Qaeda».

 

Nunca ha habido razones para poner en duda lo que el FBI creía a mediados de 2002, pero eso sigue estando lejos de ser la prueba de culpabilidad que las sociedades civilizadas exigen (y cualesquiera que pudieran ser las pruebas en su contra, estas no nos autorizan a matar a un sospechoso que, al parecer, podía haber sido capturado y llevado a juicio con facilidad). Lo mismo puede decirse de las pruebas aportadas desde entonces. La comisión del 11-S proporcionó abundantes pruebas circunstanciales del papel de bin Laden en los atentados, basadas principalmente en las confesiones de los prisioneros de Guantánamo. Es dudoso que la mayor parte de tales pruebas se sostenga en un tribunal independiente si se tiene en cuenta la forma en que se obtuvieron esas confesiones. Pero, en cualquier caso, las conclusiones de la investigación autorizada por el Congreso, independientemente de lo convincentes que nos resulten, no equivalen en absoluto a una sentencia de un tribunal creíble, que es lo que cambia el estatus del acusado de sospechoso a condenado. Se ha hablado mucho de la «confesión» de bin Laden, pero esta fue una fanfarronada, no una confesión, y tiene tanta credibilidad como mi «confesión» de que gané la maratón de Boston. Su alarde nos dice mucho acerca de su personalidad, pero nada acerca de su responsabilidad en lo que él consideraba un gran logro, al punto de querer llevarse el crédito.

 

Repito: todo esto es, evidentemente, por completo independiente de lo que pensemos acerca de su responsabilidad, que pareció clara de inmediato, incluso antes de la investigación del FBI, y sigue siéndolo. 

 

Vale la pena añadir que la responsabilidad de bin Laden se reconoció, y condenó, en buena parte del mundo musulmán. Un ejemplo significativo es el del jeque Fadlalá, un distinguido clérigo libanés, muy respetado por Hezbolá y los grupos chiitas en general, tanto fuera como dentro del Líbano. El jeque Fadlalá también fue un objetivo al que había que asesinar. Se intentó hacerlo en 1985 poniendo un camión bomba delante de una mezquita, en una operación organizada por la CIA. Él escapó, pero otras ochenta personas, en su mayoría mujeres y niñas, murieron cuando la bomba estalló mientras salían de la mezquita, uno de esos innumerables crímenes que no figuran en los anales del terrorismo debido a la falacia del «agente equivocado». El jeque Fadlalá condenó con severidad los ataques del 11-S, como lo hicieron otras destacadas figuras del mundo musulmán, también dentro del movimiento yihadista. Entre otros, el jefe de Hezbolá, Sayid Hasan Nasralá, que condenó con claridad a bin Laden y la ideología de la yihad global.

 

Uno de los principales expertos en el movimiento de la yihad, Fawaz Gerges, considera que el movimiento podría haberse dividido por esa época si Estados Unidos hubiera aprovechado la oportunidad en lugar de contribuir a movilizarlo, en particular con la invasión de Irak, que fue una gran bendición para bin Laden y causó un aumento tremendo del terrorismo, como los servicios de inteligencia habían previsto. La exjefe del MI5, el servicio de inteligencia encargado de la seguridad interna del Reino Unido, confirmó esta conclusión en su comparecencia ante la Comisión Chilcot, creada para investigar las circunstancias que rodearon la invasión de Irak. Confirmando otros análisis, testificó que los servicios de inteligencia británicos y estadounidenses eran conscientes de que Saddam no constituía ninguna amenaza seria y que la invasión de Irak probablemente redundaría en un aumento del terrorismo; y sostuvo que las invasiones de Irak y Afganistán habían radicalizado a ciertas partes de una generación de musulmanes que veían estas acciones militares como «ataques contra el islam». Como ocurre con frecuencia, la seguridad no fue una de las prioridades de la acción estatal.

 

Quizá sería útil que nos preguntáramos cómo reaccionaríamos si un comando iraquí aterrizara en la propiedad de George W. Bush, lo asesinara y arrojara su cuerpo al Atlántico (después de ofrecerle los ritos funerarios adecuados, por supuesto). Un hecho indiscutible es que Bush no es el «sospechoso» de la invasión de Irak sino, efectivamente, el «cerebro» que la ordenó, esto es, quien cometió el «crimen internacional supremo, distinto de los demás crímenes de guerra solo en que contiene en sí todo el mal acumulado del conjunto» (para citar al Tribunal de Núremberg) por el que los criminales nazis fueron colgados: lo que en el caso de Irak significa los cientos de miles de muertos, los millones de refugiados, la destrucción de gran parte del país y del patrimonio de la nación, y un sanguinario conflicto sectario que se ha propagado por el resto de la región. Igual de indiscutible es el hecho de que estos crímenes exceden con creces cualquiera de los atribuidos a bin Laden... 

 

Asimismo, es indiscutible que Bush y sus socios efectivamente cometieron el «crimen internacional supremo», el crimen de la agresión, al menos si nos tomamos en serio las sentencias del Tribunal de Núremberg. El crimen de la agresión fue definido con bastante claridad por el juez Robert Jackson, fiscal jefe por Estados Unidos en los juicios de Núremberg, definición reiterada en una resolución de la Asamblea General de la ONU. Un «agresor», propuso Jackson al Tribunal en el discurso que dio comienzo a los juicios, es el Estado que primero comete acciones como «invadir con sus fuerzas armadas, exista o no declaración de guerra, el territorio de otro Estado». Nadie, ni siquiera el partidario más extremo de la agresión contra Irak, negará que eso fue lo que Bush y sus socios hicieron. Podríamos muy bien recordar las elocuentes palabras de Jackson sobre el principio de la universalidad: «Si ciertos actos de violación de los tratados son crímenes, son crímenes independientemente de si los comete Estados Unidos o Alemania, y no estamos preparados para establecer una regla de conducta criminal contra otros que no estemos dispuestos a aceptar que otros invoquen contra nosotros». Y en otra parte: «Nunca debemos olvidar que la vara con que juzgamos hoy a estos acusados es la vara con que la historia nos juzgará mañana. Pasar a estos acusados un cáliz envenenado es ponerlo también en nuestros labios».

 

Igualmente claro es que las supuestas intenciones son irrelevantes. Los fascistas japoneses al parecer creían de verdad que arrasando China estaban trabajando para convertirla en un «paraíso terrenal». No sabemos si Hitler creía que estaba defendiendo Alemania del «terrorismo salvaje» de los polacos, o si ocupó Checoslovaquia para proteger a su población del conflicto étnico y proporcionarle los beneficios de una cultura superior, o si quería salvar las glorias de la civilización griega de los bárbaros de Oriente y Occidente, como afirmaron sus acólitos (Martin Heidegger). E incluso es posible imaginar que Bush y compañía creyeran de verdad que estaban salvando al mundo de ser destruido por las armas nucleares de Saddam. Todo eso es irrelevante, aunque los partidarios ardientes de uno u otro bando intenten convencerse de lo contrario.

 

Tenemos dos alternativas: o bien Bush y sus socios son culpables del «crimen internacional supremo» que incluye todos los males que se derivan de él, crímenes que van muchísimo más lejos de cualquiera de los que se atribuyen a bin Laden; o bien declaramos que los juicios de Núremberg fueron una farsa y los Aliados son culpables de asesinato judicial. Esto, insisto, es completamente independiente de la culpabilidad de los acusados: establecida por el Tribunal de Núremberg en el caso de los criminales nazis, conjetura verosímil desde el comienzo en el caso de bin Laden.

 

Unos pocos días después del asesinato de bin Laden, Orlando Bosch murió en paz en Florida, donde residía junto a su cómplice terrorista Luis Posada Carriles, y muchos otros. Después de ser acusado de docenas de delitos terroristas por el FBI, Bush I le había otorgado el perdón presidencial desatendiendo las objeciones del Departamento de Justicia, que consideraba que era ineludible concluir que «sería perjudicial para el interés público de Estados Unidos proporcionar refugio a Bosch».

 

La coincidencia de las muertes de inmediato nos recuerda la doctrina de Bush II, que se ha convertido ya «en una regla de facto de las relaciones internacionales», según el destacado especialista en relaciones internacionales de la Universidad de Harvard Graham Allison. La doctrina revoca «la soberanía de los Estados que proporcionen refugio a terroristas», escribe Allison a propósito de la declaración de Bush II, dirigida a los talibanes, de que «quienes albergan terroristas son tan culpables como los mismos terroristas». Tales Estados, por tanto, pierden su soberanía y son blancos adecuados para los bombardeos y el terror; por ejemplo, el Estado que albergó a Bosch y su cómplice, para no mencionar algunos candidatos bastante más significativos. Cuando Bush pronunció esta nueva «regla de facto de las relaciones internacionales», nadie pareció advertir que estaba pidiendo la invasión y destrucción de Estados Unidos y la ejecución de sus presidentes criminales.

 

Por supuesto, nada de esto resulta problemático si rechazamos el principio de universalidad del juez Jackson y adoptamos en su lugar el principio de que Estados Unidos está inmunizado contra el derecho y las convenciones internacionales, como, en efecto, el gobierno ha dejado muy en claro con frecuencia, un hecho importantísimo, pero muy poco entendido.

 

También vale la pena pensar acerca del nombre dado a la operación: Gerónimo. La mentalidad imperial es tan profunda que pocos parecen capaces de advertir que la Casa Blanca está glorificando a bin Laden al llamarle «Gerónimo», el líder de la valiente resistencia a los invasores que buscaban entregar a su pueblo al destino de «esa desventurada raza de nativos americanos, que estamos exterminando con tanta crueldad y de forma tan despiadada y pérfida, uno de los pecados más abyectos de esta nación, por el que creo que Dios un día habrá de juzgarla», en palabras del gran estratega John Quincy Adams, el arquitecto intelectual de la teoría del destino manifiesto, palabras pronunciadas mucho después de que sus propias contribuciones a esos pecados hubieran pasado. Con todo, no es una sorpresa que algunos sí comprendieran: los remanentes de esa raza desventurada protestaron de forma enérgica. La elección del nombre recuerda la facilidad con que bautizamos nuestras armas de destrucción con los nombres de las víctimas de nuestros crímenes: Apache, Blackhawk, Tomahawk... Acaso reaccionaríamos de manera diferente si la Luftwaffe hubiera llamado a sus cazas «Judío» y «Gitano».

 

Los ejemplos mencionados entrarían dentro de la categoría «excepcionalismo estadounidense» si no fuera por el hecho de que la supresión de los propios crímenes es una característica prácticamente ubicua de los Estados poderosos, al menos de aquellos que no han sido derrotados y obligados a reconocer la realidad. Hay muchísimos más ejemplos contemporáneos, demasiados para mencionarlos todos, así que voy a tomar solo uno, de gran relevancia en la actualidad, las armas del terrorismo de Obama en Pakistán, los aviones no tripulados. Supongamos que durante la década de 1980, cuando los rusos ocupaban Afganistán, hubieran llevado a cabo asesinatos selectivos en Pakistán contra quienes estaban financiando, armando y adiestrando a los insurgentes, con orgullo y franqueza. Un blanco, por ejemplo, habría sido el jefe de la estación de la CIA en Islamabad, que explicaba que le «encantaba» la «noble meta» de su misión: «matar soldados soviéticos... no liberar Afganistán». Ni siquiera es necesario que nos imaginemos cuál habría sido la reacción. Sin embargo, hay una diferencia crucial: eso eran ellos; esto, nosotros.

 

¿Cuáles son las consecuencias más probables del asesinato de bin Laden? Para el mundo árabe, probablemente significará poco. Bin Laden llevaba tiempo siendo una figura marchita, y en los últimos meses la «primavera árabe» lo eclipsó. Su significado en el mundo árabe se resume en el título de una columna de opinión del especialista en Oriente Próximo y Al Qaeda, Gilles Kepel, publicada en el New York Times: «Bin Laden ya estaba muerto». Kepel escribe que es probable que su muerte no importe a muchos en el mundo árabe. Ese titular podría haberse publicado mucho antes si Estados Unidos no hubiera impulsado el movimiento yihadista con sus ataques contra Afganistán e Irak, como sugirieron tanto los servicios de inteligencia como los estudiosos. En lo que respecta al movimiento yihadista, dentro de él, bin Laden era sin duda un símbolo venerado, pero no desempeñaba una función decisiva en su «red de redes», como la llaman los analistas, que lleva a cabo principalmente operaciones independientes.

 

Las consecuencias más inmediatas y significativas probablemente tengan lugar en Pakistán. Se ha discutido mucho la ira que siente Washington por el hecho de que Pakistán no hubiera entregado a bin Laden. Menos se ha hablado acerca de la furia de Pakistán por el hecho de que Estados Unidos hubiera invadido su territorio para llevar a cabo un asesinato político. El fervor antiestadounidense ya había alcanzado un punto álgido en Pakistán y estos acontecimientos probablemente lo exacerbarán. Pakistán es el país más peligroso del planeta, y también la potencia nuclear de más rápido crecimiento del mundo, con un arsenal enorme. Se mantiene unido gracias a su única institución estable, el ejército. Uno de los mayores especialistas en Pakistán y su ejército, Anatol Lieven, escribe que «si Estados Unidos pone alguna vez a los soldados pakistaníes en una posición en la que sientan que su honor y patriotismo les exige combatir contra los estadounidenses, muchos se sentirían encantados de hacerlo». Y si Pakistán se derrumba, un «resultado absolutamente inevitable sería el flujo de una gran cantidad de exsoldados muy bien adiestrados, incluidos expertos en explosivos e ingenieros, hacia los grupos extremistas». Esa es, en su opinión, la principal amenaza, pues habría un serio riesgo de que materiales fisibles terminen en manos de los yihadistas, una perspectiva horrenda.

 

Los militares pakistaníes ya han sido presionados al límite por los ataques de Estados Unidos contra la soberanía de su país. Un factor son los ataques mediante aviones no tripulados que Obama incrementó inmediatamente después del asesinato de bin Laden, lo que echó sal en la herida. Pero hay mucho más, incluida la exigencia de que el ejército pakistaní coopere con la guerra de Estados Unidos contra los talibanes afganos. Según Lieven, la abrumadora mayoría de los pakistaníes, incluidos los militares, consideran que los talibanes están librando una guerra de resistencia justa contra un ejército invasor.

 

La operación que acabó con la vida de bin Laden podría haber sido la chispa que encendiera una conflagración, con consecuencias nefastas, en particular si, como se previó, la fuerza invasora se hubiera visto obligada a abrirse camino disparando para salir del país. Quizás el asesinato se percibió como un «acto de venganza», como concluye Robertson. Cualquiera que fuera el motivo, difícilmente pudo ser la seguridad nacional. Como el caso del «crimen internacional supremo» cometido en Irak, el asesinato de bin Laden es un ejemplo de que la seguridad no tiene con frecuencia una prioridad elevada en las acciones estatales, en contra de lo que afirma la doctrina aceptada.

 

Queda mucho por decir, pero incluso los hechos más obvios y elementales deberían darnos bastante en qué pensar.




Mayo, 2011




Notas

[1] Después del asesinato de Osama bin Laden recibí tal avalancha de solicitudes que me pedían un comentario que fui incapaz de responderlas de forma individualizada, y en lugar de ello redacté una carta de respuesta modelo, sin ningún tipo de edición, que envié el 4 de mayo y los días siguientes. Mi intención no era publicarla, pues esperaba hacer luego una versión más completa y cuidada. Sin embargo, esa respuesta se posteó y circuló en Internet. Puede todavía leerse, reposteada, en http://www.zcommunications.org/my-reaction-to-osama-bin-laden-s-death-by-noam-chomsky. A eso le siguió otra avalancha de reacciones desde todas partes del mundo. La muestra está lejos de ser científica, pero, no obstante, las tendencias que evidenciaba pueden tener cierto interés. De forma abrumadora, la reacción del «tercer mundo» fue del tipo «gracias por decir lo que pensamos». Hubo reacciones similares en Estados Unidos, pero muchas otras eran furiosas, a menudo prácticamente histéricas, sin casi relación con el contenido real de la carta modelo publicada. Eso ocurría en particular con las respuestas públicas sobre las que me llamaron la atención. He recibido varias peticiones para que las comente, pero, para ser franco, me parece superfluo. Con todo, si hay algún interés, intentaré hallar el tiempo para hacerlo. La carta original terminaba con el comentario de que «queda mucho por decir, pero incluso los hechos más obvios y elementales deberían darnos bastante en qué pensar». Aquí he llenado algunos vacíos, pero todos los argumentos básicos del original permanecen inalterados.

[2]. Yochi Dreazen, Aamer Madhani y Marc Ambinder, «The Goal Was Never to Capture bin Laden», 4 de mayo de 2011, disponible en Internet en http://www.theatlantic.com/politics/archive/2011/05/goal-was-never-to-capture-bin-laden/238330/

[3] Geoffrey Robertson, «Bin Laden Should Have Been Captured, Not Killed», 3 de mayo de 2011, disponible en Internet en http://www.thedailybeast.com/articles/2011/05/03/osama-bin-laden-death-why-he-should-have-been-captured-not-killed.html




en La era Obama, 2011

























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