Hacia 1943, el pintor uruguayo Joaquín Torres García realizó un entrañable dibujo a pluma y tinta que denominó «América invertida» [imagen superior]. Nuestro continente aparece allí del revés: el Estrecho de Magallanes tocando el Polo Norte; Alaska bajo la línea del Ecuador. ¿Qué se invierte realmente en la imagen? ¿Por qué el sur merece ser rescatado de un olvido prolongado? ¿Cómo pensar el sur como un final y no un comienzo?
¿Será posible el sur?, se pregunta en un hermoso texto el poeta argentino Jorge Boccanera.
Escribo estas líneas desde Punta Arenas, la ciudad continental más meridional del mundo, a orillas del Estrecho que comunica los dos océanos más enormes del globo; a solo unos días de que asuma como presidente de Chile un hijo de esta ciudad y de la región magallánica. Es ese fascinante trozo de la geografía en el que la cordillera se hunde como una espada ancestral y resurge hacia el extremo, con sus montañas, coironales, glaciares eternos, crepúsculos incendiados; sus mares helados, donde los navegantes del pasado aún surcan la inmensidad en sus barcos tripulados por la ausencia. Ese lugar que Vicuña Mackenna definió (creo que injustamente) como «océano petrificado, estéril, insensible, solitario, callado».
Más allá de lo telúrico, este fragmento del territorio fue habitado por seres humanos en tiempos muy anteriores a la llegada de Europa a sus costas, las que surcaron navegantes como Hernando de Magallanes, Pedro Sarmiento de Gamboa, Francis Drake, Dumont d’Urville. Ese viento que sacude las pampas vio el nacimiento de la ciudad pionera y también el exterminio de los pueblos originarios; el crecimiento industrial pero también las masacres obreras que enlutaron las horas frías. Es el lugar desde el que asoman los nombres de Ulises Gallardo y el Gallego Soto; donde Gabriela Mistral encarnara un inédito proyecto educacional, fuese relegado un destacado dirigente obrero llamado Elías Lafertte, y del que Salvador Allende fuese parlamentario en dos oportunidades.
El habitante del extremo austral sabe que vivir en lugares tan distantes es una evidencia del tesón humano por doblegar los elementos.
Con la inminente nueva llegada al palacio de La Moneda asistimos a un importante recambio generacional, pero además a la persistencia de estudiantes y movimientos sociales. Será complejo revertir el innegable peso de tantos años consagrados a la adoración del becerro de oro, la droga del consumo que se le suministró a nuestro pueblo desde la dictadura hasta gran parte de los gobiernos que vinieron del noventa a esta parte; y aunque algunos los consideren tiempos pretéritos virtuosos, el dato real es que el estallido social demostró que en muchas ocasiones, como señala el filósofo Leszek Kołakowski, la historia se burla de la teoría. Bajo los trajes lujosos de la modernidad chilensis vivía un país con colosales desigualdades, con ciudadanos convertidos en consumidores endeudados y con tanta tarea incompleta de la transición.
Creo que el contundente triunfo de Gabriel Boric es un episodio sano y refrescante para nuestra democracia, que se estaba acostumbrando sospechosamente a mermar los índices de participación. Es un luchador social joven que desde sus primeros años ha demostrado un férreo compromiso con la transformación social.
Sin duda, la descomunal expectativa que provoca este nuevo ciclo es un factor que resulta inquietante, y es necesario aclarar que la crítica también será una importante contribución al encuentro de voluntades. Se enfrenta un complejo escenario internacional, una Constitución que se encuentra aún en construcción (y que esperamos llegue a feliz término) y, de manera especial, la fragmentación emotiva de nuestro pueblo.
También ingresa en La Moneda el Sur, la descentralización del territorio, un habitante del extremo meridional del país. El mapa se invierte instaurando un nuevo paradigma, a la manera de la obra de Torres García.
Es probable que, debido a un centralismo despiadado que se arrastra por décadas, esta zona del país comparta muchos aspectos en común con otros lugares del territorio. En el Chile insular, el sur lluvioso, el Wallmapu, el Maule o el norte late una sensación de abandono que finalmente se reduce a un modelo simplificador de la nación, traducido muchas veces en escarapelas y criollismos que no dan cuenta de nuestra diversidad.
Quizás sea el momento de completar la idea de país, ya que es reaccionario pensar los países como entidades monolíticas y no como algo vivo, pleno de identidades, particularidades y matices. Y uso la palabra ‘territorios’ porque la noción de «provincia» siempre me ha resultado tan despectiva como nostálgica (y la expresión «región» sigue teniendo un tufillo militar).
Atendiendo a la premisa de Roberto Matta que definía al surrealismo como «mirar al sur», quizás el simbolismo de un magallánico en la presidencia de Chile se trate de una noción mucho más amplia que la mera delimitación geográfica y pase a significar el emerger de una parte de la realidad que ha sido constantemente relegada e incluso obliterada. Quizás el sur no sea sólo la pertenencia biográfica de una autoridad, sino la justa reubicación en el mapa de los pueblos originarios, las minorías sexuales, los territorios abandonados, los derechos conculcados, los lugares donde aún impera la sospechosa hegemonía centralista.
en CIPER, 9 de marzo, 2022
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