martes, enero 25, 2022

«Japón, de Carlos Reygadas», de Jorge Rufinelli





La primera secuencia es la única urbana: Ciudad de México, famosa por sus atolladeros de coches en calles, viaductos y túneles. Un hombre sale de esa ciudad y se dirige a un pequeño pueblo de Hidalgo. En pleno campo, encuentra a unos cazadores, entre ellos a un niño que alcanza a agarrar a una paloma herida. El hombre la toma de sus manos, le arranca la cabeza (que se estremece arrojada a la tierra) y después de unos segundos le devuelve al niño el cuerpo desplumado del ave. Poco más tarde pide a los cazadores orientación para llegar al pueblo, Ayacatzintla. Cuando uno le pregunta qué va a hacer en ese lugar perdido, el hombre contesta: «A matarme». El espectador no conoce en ese momento (ni lo sabrá en el resto de la película) el nombre del personaje, ni la razón de viajar a un lugar remoto con un propósito suicida. Como en sus otras secuencias, Japón no propone explicarse. Simplemente narra. Y lo hace mayormente con un sentido dramático y lírico a la vez, como si tomara de la poesía el principio de no explicarse. 

En este como en otros aspectos, Reygadas comprueba su proyecto radical, de acceder a algunos extremos sin autocomplacencias, sin temor, con riesgo. Si hay un principio estructurador del relato fílmico, este podría encontrarse en un diálogo entre el hombre y Ascen, la anciana que lo hospeda. Intentando conversar con ella, el hombre le reprocha que ella nunca conteste realmente a sus preguntas. El mismo desfasamiento existe entre el espectador y la película: esta nunca contestará racionalmente a sus preguntas, ante todo porque funciona con la alusión, con la implicación antes que con lo explícito. De ahí su título, cuya sola resonancia podría ser la del harakiri japonés, un suicidio ritual equivalente a los momentos en que el hombre parece decidido a matarse y juega con su pistola acariciándose el cuerpo.   

El centro –la voluntad– de Japón está en otro lado: responder a destiempo. Esto puede encontrarse en secuencias radicales, a veces construidas con un enfático uso de la música. Por ejemplo, cuando el hombre caído sobre el pasto, desmayado junto a un animal que se pudre, al borde de un barranco, y visto desde la altura aérea, en movimientos circulares, mientras la banda sonora apoya poderosamente el enigma de la escena. Otro ejemplo es la secuencia final, un raudo «volar» sobre las vías del ferrocarril, mientras la cámara gira hacia uno y otro lado y recoge evidencias de un accidente, y nada más. Y es que la estética de Reygadas no se funda en la actuación –sus actores nunca actúan, al modo de Bresson–, sino en un conjunto de elementos que une a la fotografía espectacular del paisaje, los rostros humanos –en tanto paisajes en sí mismos–, la música y los sonidos.

Japón nos pide prestar menos atención a la peripecia que a la significación de sus acciones. Su historia es la del presunto suicida que descubre una dimensión humana perdida, en su relación con una anciana, Ascen. En una secuencia, le plantea a Ascen tener una relación sexual con él; la anciana reflexiona, acepta, pero pide que sea al otro día. Reygadas filma la secuencia con una ambigua mezcla de respeto y de conciencia de que la desnudez de una anciana es algo inusual en cine, y en particular durante un acto sexual. Ella entiende bien el planteamiento del hombre, el día anterior: «Usted quiere fornicarme». Esta no es una love story convencional y, sin embargo, tampoco cabe dudar de que entre el hombre y la anciana se forma un vínculo emocional, que la película alcanza a expresar verosímil y emotivamente. 

Ante todo, cuando el hombre se entera de que el sobrino de Ascen, habiendo heredado su casa, llega con un grupo de obreros para derruirla y llevarse los bloques de piedra. El hombre intenta disuadir al sobrino, pero para este y los demás hombres, él es un fuereño y ella una loca: dos inexistentes. 

Influido por Tarkovski, Reygadas no teme incurrir, como el ruso, en secuencias largas, inmóviles, propias de un cine contemplativo al que el espectador no está habituado. En esto también coincide con el cine del portugués Pedro Costa, así como en el uso intenso de la música para determinadas secuencias coincide con el brasileño Luiz Fernando Carvalho, al punto de que ambos emplean fragmentos del mismo compositor, Arvo Pärt, para dos secuencias de A la izquierda del padre y de Japón. En todo caso, si estas coincidencias algo comprueban, es la existencia de un concepto de cine –y una correspondiente mirada–, que exploran más allá de las circunstancias inmediatas, acercándose a lo metafísico. Y si no lo plenamente metafísico, lo indecible, lo inefable, como lo hace la poesía. Esta búsqueda le ha traído al cine de Reygadas detractores (un cine «presuntuoso») como admiradores («the most beautiful film of the new century» según Le Monde). La verdad estaría en los intersticios entre esos dos extremos. 



en América Latina en 130 películas, 2010









D: Carlos Reygadas. G: Carlos Reygadas. F: Diego Martínez Vignatti. Mús: Arvo Pärt, Dimitri Shostakovich, Johann Sebastian Bach. M: Daniel Melguizo, Carlos Serrano Azcona y David Torres Labansat. DA: Alejandro Reygadas. R: Alejandro Ferretis (hombre), Magdalena Flores (Aseen), Carlos Reygadas Barquín (cazador), Rolando Hernández (delegado), Yolanda Villa (Sabina), Claudia Rodríguez (mujer del sueño), Martín Serrano (Juan Luis), «El Gordo» Bernabé Pérez (peión cantor), Pablo Gil Sánchez Mejorada (niño cazador). NoDream Cinema, Mantarraya Producciones, Carlos Reygadas. 128 minutos.







 

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