Primero. No importa cómo es nombrado
el jefe del gobierno sino cómo es limitado su poder, cómo es controlado su
ejercicio, cómo es eventualmente castigado. Igualmente para todo tipo de poder
—político, administrativo, judicial, militar, económico, etc...— cualquiera
que este sea. El jefe del gobierno no debe ser “responsable” ante el poder
legislativo. En caso de falta, no debe ser derrocado sino juzgado.
Segundo. La actividad legislativa
consiste en pensar las nociones esenciales para la vida de un país. El pueblo
tiene aspiraciones, mas no la posibilidad de formular, a partir de ellas, ideas
claras. Debe nombrar hombres, no a fin de que lo “representen” (qué es lo que
esa palabra podrá querer decir) sino con el fin de que piensen por él. Para ello es necesario designar a
hombres [y mujeres] y no partidos. Los partidos no piensan. Piensan aún menos que
el pueblo. Hay que separar rigurosamente los decretos, medidas gubernamentales
y las leyes que expresan el resultado de este esfuerzo de pensamiento, relativo
a las nociones esenciales.
El gobierno toma los decretos. La
iniciativa en materia de leyes no le conviene. Esta solo conviene a los
legisladores y a los magistrados. Si el gobierno, en sus decretos y su
administración diaria, viola el espíritu de la legislación de una forma que
pueda ser razonablemente considerada como consciente y voluntaria, sus miembros
no son destituidos, sino penalmente castigados. (Si la violación es
inconsciente, son puestos en aviso).
Las nociones que son objeto de la
atención de los legisladores son del orden de los siguientes ejemplos: la
propiedad; la función del dinero en la vida de un país; la función de la
prensa; definición del respeto debido al trabajo, etc. Las leyes son textos de
un carácter bastante general, destinados a servir de guía, por un lado, al
gobierno en la administración diaria del país, por otro, a los jueces. Jamás
deben ser otra cosa como no sea la proyección de la Declaración fundamental
en el ámbito de los hechos concretos.
Un Tribunal de justicia particular
debe velar conforme a lo anterior; si condena una ley, y si la Cámara
legislativa se niega a ceder, habiendo sido ampliamente puestos en conocimiento
del público los argumentos en pro y en contra, se termina por organizar un
referendo. De este resultan sanciones (por lo menos descalificación
profesional) para aquellos a quienes el pueblo considera equivocados.
La función de los miembros de la
Cámara legislativa es triple:
1. Conocer las necesidades,
aspiraciones, pensamientos callados del pueblo.
2. Traducirlos en ideas claras bajo forma de leyes.
3. Inspeccionar cómo el gobierno efectivo del país y la magistratura se inspiran del espíritu de la legislación, e instruir con regularidad al pueblo sobre ello.
La dignidad de esta triple función es
incompatible con las campañas electorales, que son una prostitución...
Hace falta que los miembros de esta
Cámara sean solicitados para que formen parte de ella. Esto supone una vida
social que no tenga el carácter gregario y desértico de la de hoy. Si las
agrupaciones de jóvenes, obras educativas, etc., si la vida local se
desarrolla, hombres y mujeres de calidad podrán ser conocidos en su región
sin verse degradados por la publicidad.
Los jueces deben tener una formación espiritual,
intelectual, histórica, social, antes que jurídica (el espacio propiamente
jurídico no debe ser conservado, sino en relación con las cosas sin
importancia); deben ser mucho más numerosos, y deben siempre juzgar en
equidad. La legislación no les sirve más que de guía. Los juicios anteriores
también.
Habría un Tribunal especial para
enjuiciar a los jueces, con castigos muy severos. Los legisladores también
podrían citar ante un tribunal escogido por ellos, de entre sus miembros, a
todo juez culpable a sus ojos de haber violado el espíritu de la legislación.
Los conflictos graves entre los poderes legislativo y judicial deberían ser
siempre decididos por medio de referendo —el referendo conllevaría siempre una
pena para el lado condenado por el pueblo.
La competencia del poder judicial es
fácil de definir. Al inspirarse en la Declaración fundamental y en la
legislación que representa un simple comentario de aquella, los magistrados tienen
a su cargo castigar todo lo que está mal. Y, más particularmente, todo
lo que daña al país. Un periodista que miente o un patrón que abusa de
sus obreros, son criminales de derecho común. Los jueces pueden hacerse cargo
de un asunto por cuenta propia o ser enjuiciados por cualquiera.
La iniciativa privada ocupa en la vida
de un país, y en todos los ámbitos, el lugar más amplio posible; pero con
represión penal siempre que no esté encaminada al bien público. Las normas
deben ser elaboradas en todos los casos particulares por pequeños grupos de
seres especialmente encargados de este trabajo, y deben ser objeto de un
acuerdo por parte de los tres poderes (pero el poder legislativo debe tener la
última palabra en este ámbito).
El gobierno se ocupa del más estricto
mínimo, de todo lo que es absolutamente imposible dejar a la iniciativa
privada. El poder legislativo vela por restringirlo a dicho mínimo.
Me gustaría ver una Constitución del
modelo siguiente (pero esta no sería aplicable, sino después de una o dos
generaciones, una vez formada una verdadera magistratura, y sería necesario
divisar modelos de transición). La magistratura escoge en su seno, entre los
altos magistrados, un Presidente de la República. En su ámbito queda, en
particular, la vigilancia del poder judicial. Es nombrado de por vida. Este
nombra un Primer Ministro —por ejemplo por cinco años. Durante el tercer mes
tiene el derecho de revocarlo por incapacidad. Después de esta demora, ni él
ni nadie puede derrocarlo. Pero el Presidente puede, al igual que cualquier
miembro de la Cámara legislativa, citarlo ante el Alto Tribunal de justicia.
El pueblo designa cada cinco años
(por ejemplo) una Cámara Legislativa. Todos aquellos cuyo mandato no sea
renovado pasan automáticamente ante un tribunal que examina cómo han cumplido
y emite públicamente su apreciación. Además de su carga legislativa, tienen
un doble papel de informar que los convierte en un nexo entre el pueblo y las
ruedas centrales de la vida pública.
Todos los conflictos graves entre el
poder legislativo y el judicial son sujetos al arbitraje por medio de referendo
popular. Todos los conflictos graves entre el poder legislativo y el gobierno
son sujetos al arbitraje del poder judicial. (Los conflictos entre el gobierno
y el poder judicial son, en caso de necesidad, arbitrados por el poder
legislativo).
Cada veinte años, el pueblo es
invitado a decir por medio de referendo si piensa que —con relación a la
imperfección de las cosas humanas— la vida pública es satisfactoria. El
referendo es precedido de un largo período de reflexión y de discusión, en
el cual toda propaganda es prohibida so pena de los más severos castigos.
Si el pueblo responde no, el
Presidente de la República cae automáticamente y pasa automáticamente a ser
sujeto, hasta su muerte, a una degradación social cuyas modalidades serían
fijadas. Notablemente, durante una demora de algunos meses, cualquiera puede
acusarlo ante un tribunal especial capacitado notablemente para condenarlo a
muerte por faltas cometidas durante su gestión.
El Primer Ministro, al cabo de sus
cinco años de gestión —si los ha atravesado sin problema— pasa
automáticamente ante el Alto Tribunal de Justicia para rendir cuentas. Este
Tribunal puede conocer todos los documentos, interrogar a todos los testigos, y
es libre de dar su apreciación.
Todo eso está envuelto en un aire de
fantasía, pero no es fantasioso. Lo más difícil sería imaginar el régimen
de transición antes de que tales costumbres pudieran establecerse.
Nota
En esta reedición corregida y aumentada se han añadido sus “Comentarios sobre el nuevo proyecto de Constitución”. Sus “Comentarios...” podrían ser leídos con provecho antes de la lectura de sus “Ideas para una nueva Constitución”. Al momento de escribir estas propuestas, Simone Weil trabajaba en el equipo de investigaciones del gobierno en el exilio de De Gaulle, en Londres, para la Francia de la post-guerra.
(Estos comentarios
sobre el “nuevo proyecto de Constitución” anteceden al texto sobre sus propias
“Ideas para una nueva Constitución” y ayudan a entender mejor su proyecto para
la Francia de la postguerra, elaborado cuando trabajaba para el equipo de de
Gaulle en Londres, 1942-1943).
-
Referendum para las modificaciones a la
Constitución.
-
Tentativa (muy tímida e
insuficiente) a favor de la independencia de la magistratura.
-
Consejo Nacional
consultorio con el poder de proponer leyes.
-
Disolución de la Asamblea
si revoca al gobierno más de dos años después de las elecciones.
-
Sobre todo: Compromiso de
fidelidad a la Declaración fundamental y sanciones en caso de violación.
(Pero haría falta extender la obligación del compromiso mucho más lejos de
lo que se hace aquí —definir la violación— y no incluir en el compromiso
la forma republicana del Estado. Esto no está sobre el mismo plano).
Todo eso no va muy lejos...
“La soberanía reside en la nación”.
Por muchas vueltas que se le dé a esta frase, desafío a que se le pueda
encontrar sentido alguno. ¿Se trata acaso de una afirmación de los hechos?
Jamás en la historia conocida, ni en la prehistoria en la medida en que se la
adivine, ha habido nación soberana alguna. ¿Se quiere afirmar lo que es
deseable? No es deseable que la nación sea soberana, sino únicamente la
justicia. Un mito hindú dice que Dios, queriendo manifestarse, creó la
soberanía. “Pero no se manifestaba”. Creó las clases sociales inferiores.
“Todavía no se manifestaba”. Suscitó entonces una forma superior, la
justicia. “La justicia es la soberana de la soberanía. Es por lo cual, por
medio de la justicia, el débil alcanza al que es muy poderoso, como por una
ordenanza real”. ( ¡Por lo menos esto es más hermoso que el lenguaje de 1789!).
Lo que, de hecho, es soberano es la
fuerza, que siempre está en las manos de una pequeña fracción de la nación.
Lo que debe ser soberano es la justicia. Todas las constituciones políticas,
republicanas y otras, tienen por único fin —si son legítimas— impedir o al
menos limitar la opresión a la cual la fuerza se inclina de forma natural. Y
cuando hay opresión no es la nación la que está siendo oprimida. Es un
hombre, y un hombre, y un hombre. La nación no existe: ¿cómo podría ser
soberana? Estas fórmulas vacías han hecho demasiado mal como para que se les
pueda mostrar indulgencia.
La soberanía no reside por mucho
tiempo en la nación, puesto que ¡es “delegada” a una asamblea! De ahí en
adelante la soberanía reside en la Asamblea. Lo extraño es que resulte
legítimo que una nación delegue su soberanía a una Asamblea, pero que se
prohíba a la Asamblea delegarla a su vez. Por lo tanto, es que se piensa que,
por decreto eterno y misterioso de la naturaleza, la soberanía es un atributo
de la profesión parlamentaria. La probidad obligaría a redactar de nuevo el
principio: “La soberanía política reside en una Asamblea nacional
elegida...”, etc.
Aquí no queda rastro de esta
separación de poderes sin la cual, siguiendo la Declaración de 1789, ni
siquiera hay Constitución. Todo el poder pertenece a la Asamblea. Las
precauciones tomadas a favor de la magistratura son bien poca cosa. Por lo
demás, es falso que en el sistema actual la magistratura constituya un poder.
No hay poder judicial. Los jueces solo ejecutan automáticamente, con un margen
de apreciación personal en realidad muy débil, lo que se les ordena por medio
de una mezcla amorfa de textos proveniente de los reyes de los dos Imperios,
del Parlamento, y desprovistos de toda relación con el espíritu o la letra de
la Declaración de 1789.
La mejor prueba de que el poder
judicial es inexistente es que Daladier [Édouard, 1884-1970], poco antes de la
guerra, haya podido tratarlo como lo hizo. Sus decretos-leyes en relación a
los extranjeros preveían que un extranjero, detenido por la policía o por los
prefectos con un decreto de expulsión, y no obedeciendo (mientras que la
obediencia era imposible) debía ser condenado a seis meses de prisión y ello
sin que el tribunal pudiera acordar, en ningún caso, término o prórroga, ni
las circunstancias atenuantes. Así la policía condenaba a la gente a seis
meses de prisión por el intermediario de los magistrados reducidos a no ser
sino aparatos para dejar registrados los hechos. Ni un solo magistrado se
quejó. Es, entonces, porque se sentían hechos para ese papel.
No puede haber un poder judicial sin
que, primero, los magistrados reciban una formación espiritual; y segundo, se
admita que el juicio en equidad, inspirado por la Declaración
fundamental, es la forma normal del juicio.
En este proyecto, no se prevé
compromiso de fidelidad a la Declaración sino en relación a lo que son las
funciones electivas o administrativas. ¿Y por qué no para el patrón de la
fábrica? ¿Del magistrado? ¿Del periodista? Etc... Todo hombre con el poder de
embromar o de engañar a los seres humanos debe ser obligado a comprometerse a
no hacerlo. Pero, para tener una autoridad suficiente la Declaración debe ser
aceptada por medio de plebiscito.
En este proyecto, la violación del
compromiso tomado en relación a ella no aparece definida. La Corte Suprema de
Justicia Política (¿por qué ese adjetivo?) está mal compuesta. Es nombrada
por el Presidente de la Asamblea. ¿Por qué? ¿Qué significan las palabras
“representantes de la mayoría y de la oposición”? Esto es introducir la
pasión política de la forma más arbitraria, la menos legítima, bajo título
oficial, en lo que debería ser el asiento mismo de la imparcialidad. Si tres
hombres están ahí en calidad de representantes de la mayoría, se
creerán obligados a pronunciarse en esta calidad, y no de acuerdo con
la sola luz de su conciencia. ¿Por qué poner a tres miembros de la
Universidad? Haber encontrado algo sobre electrones o un detalle de gramática
latina no es de ninguna forma garantía de juicio, de equidad, de ética. Es uno
de los prejuicios más estúpidos de nuestra época esto de acordarle valor
espiritual a reputaciones fundadas sobre trabajos estrechamente especializados,
y por ende, desprovistas de toda relación con la vida espiritual.
La Asamblea elige simultáneamente al
primer ministro y al Presidente de la República. Se pregunta uno cómo este
representará “más allá de las variaciones políticas, los intereses
permanentes de la comunidad nacional”. Del hecho de ser elegido por un periodo
de diez años, solo resulta que al final de su mandato lo que reflejará será
un estado de pasión política vencido con diez años de anterioridad. Es
cierto que es elegido con las tres cuartas partes de las voces. De ello
resultarán sobre todo negociaciones bochornosas. Por lo demás, la diferencia
entre sus poderes y los que poseía el Presidente bajo la Tercera República,
no es suficiente para modificar la estructura del régimen. “Mayoría” y
“oposición” se hallan aparentemente consagradas como las ruedas esenciales
para el régimen. Eso solo tiene sentido en un sistema de dos partidos
semejante al sistema americano y al inglés antes de la aparición del Partido
Laborista. Y para que eso funcione, hace falta que dichos partidos se opongan
sin pasión, sin fanatismo, sin reclamarse mutuamente principios, en un
espíritu esencialmente deportista. Ese es un sistema específicamente
anglosajón que, por lo demás, se encuentra viciado cada día más en los
países anglosajones y que resulta imposible establecer en Francia.
“Mayoría” y “oposición” designan de ahí en adelante a quienes han votado por y contra el Primer Ministro. Pero si el Sr. X... piensa que el Sr. Z está calificado para gobernar el país, y si Sr. Y... no lo cree así, ¿acaso se desprende de esto que piensen de forma distinta sobre la paz y la guerra, los trusts, la condición obrera, la enseñanza, etc.? ¿Si pienso que Fulano está a la altura del papel de Primer Ministro, se me prohíbe cambiar de opinión después de haberlo visto ejercer el poder? En dicho caso, ¿debería yo abandonar las funciones que me habrán sido confiadas como representante de la oposición? O bien, ¿se me acusará de traición?
Estas palabras de “mayoría” y de
“oposición” no tienen sentido más que si la elección del Primer Ministro es
exclusivamente un asunto de partidos, si el jefe del partido más numeroso de
una coalición victoriosa en las elecciones queda automáticamente designado
(como fue el caso para Léon Blum). El embargo total de los partidos sobre la vida
pública es lo que más mal nos ha hecho. Resultaría extraño consagrarla
oficialmente en los textos mismos de la Constitución.
La intención es preservar los
derechos de la minoría. Pero del hecho mismo de cristalizar oficialmente las
nociones de mayoría y de oposición, se prepara un régimen totalitario. No
hay más que un motivo legítimo para designar a alguien como miembro de una
comisión. Es que se estime que tiene juicio, conocimientos o la capacidad de
adquirirlos, y que él desee el bien público y la justicia. Cualquier otro
motivo es malo.
La inteligencia humana —incluso entre
los más inteligentes— queda miserablemente por debajo de los grandes problemas
de la vida pública. Sin embargo, se las ingenian para suscitar artificialmente
situaciones que no pueden sino oscurecerla. Tener que preguntarse ante un
problema político cualquiera: “Cuál es la solución más conforme a la
razón, a la justicia, al bien público”, exige toda la atención de la cual la
mente humana es capaz y mucho más incluso.
Si un ser humano se tiene que
preguntar además: “Qué obligación me impone, en relación a la actitud a
tomar ante este problema, mi calidad de representante de la mayoría (o de la
oposición)” se encuentra perdido. Por la naturaleza de las cosas, una misma
mente no puede al mismo tiempo hacerse realmente las dos preguntas. Si se hace
la segunda, ya no se hará más que esa. Los seres únicamente preocupados por
el bien público pueden ser o no ser capaces de asegurarlo. Pero en revancha,
es enteramente seguro que ahí donde nadie tenga la atención fija sobre el
bien público, nada conforme al bien público se logrará. Lo que es conforme
al bien público no queda asegurado por medio de ningún mecanismo. Una
consternación intensa y exclusiva por el bien público es su condición
absolutamente indispensable. Una Constitución está destinada exclusivamente a
combinar las disposiciones más aptas para llevar al poder a seres cuidadosos
del bien público. Si un país es conducido a su perdición, se pregunta uno
qué consolación puede resultar para él de haber sido conducido por las vías
más rigurosamente parlamentarias.
Una Constitución que da existencia
oficial a la mayoría y a la oposición pone obstáculo de por sí a que el
cuidado del bien público sea un móvil de acción política. Lo que es más, la oposición, según
este texto, debe tener un jefe, quien ¡solo él tiene el poder de deponer una
moción de censura! A partir de lo cual, si el gobierno se asegura a este
hombre, puede hacer todo lo que le dé su realísima gana.
Un resultado paradójico es que el
gobierno puede impunemente ir en contra de las opiniones de su propia mayoría.
Es bueno, ciertamente, que no sea esclavo de su propia mayoría, pero ¡es ir
algo demasiado lejos alentarlo a gobernar contra ella!
La Asamblea ocuparía su silla en
total entre un mes y dos por año. Algo singular para el organismo depositario
de la soberanía. Es evidente que en tales condiciones las sesiones no serán
sino pura fachada, y que el juego político se llevará a cabo en realidad a lo
largo de todo el año, clandestinamente, en los partidos. Están las
comisiones, es cierto, que aparentemente sesionarán todo el año. Pero entre
ellas no hay ninguna conexión oficial. Habrá el nexo clandestino de los
partidos.
El gobierno tiene el monopolio de la
iniciativa en materia de leyes (aunque las comisiones y el Consejo Nacional
consultivo puedan someterle proyectos). La Asamblea no puede sino aceptarlos
tal cuales o rechazar las leyes que le son presentadas. Dicho de otra forma, el
gobierno ejerce el poder legislativo, con el derecho de veto por parte de la
Asamblea. ¡Singular trastocamiento! (No se entiende bien cuál poder le da a la
sección de legislación del Consejo de Estado —organismo irresponsable— la
tarea de “redactar definitivamente” los proyectos de ley). Es cierto que hoy
día no se hace distinción alguna entre la legislación y la actividad
gubernamental.
En conclusión, la Constitución
esbozada aquí parece menos buena que la de 1875, lo cual es ya mucho decir. Le
falta un esfuerzo de invención. No se logrará sin imponerse en primer lugar
el esfuerzo de pensar lo que son el poder judicial, el poder legislativo, el
poder ejecutivo (este orden es el de la jerarquía verdadera), de cuál
coordinación son susceptibles, qué tipo de designación y de control conviene
a cada cual.
En lugar de “La soberanía
política reside en la nación” yo propondría “La legitimidad está
constituida por el libre consentimiento del pueblo al conjunto de las
autoridades a las que él se ha sometido”. Eso, por lo menos, pienso yo,
quiere decir algo.
2. Traducirlos en ideas claras bajo forma de leyes.
3. Inspeccionar cómo el gobierno efectivo del país y la magistratura se inspiran del espíritu de la legislación, e instruir con regularidad al pueblo sobre ello.
en Écrits de
Londres et dernières lettres, Gallimard, 1957
En esta reedición corregida y aumentada se han añadido sus “Comentarios sobre el nuevo proyecto de Constitución”. Sus “Comentarios...” podrían ser leídos con provecho antes de la lectura de sus “Ideas para una nueva Constitución”. Al momento de escribir estas propuestas, Simone Weil trabajaba en el equipo de investigaciones del gobierno en el exilio de De Gaulle, en Londres, para la Francia de la post-guerra.
Comentarios sobre el nuevo proyecto de
Constitución
Algunas innovaciones felices:
“Mayoría” y “oposición” designan de ahí en adelante a quienes han votado por y contra el Primer Ministro. Pero si el Sr. X... piensa que el Sr. Z está calificado para gobernar el país, y si Sr. Y... no lo cree así, ¿acaso se desprende de esto que piensen de forma distinta sobre la paz y la guerra, los trusts, la condición obrera, la enseñanza, etc.? ¿Si pienso que Fulano está a la altura del papel de Primer Ministro, se me prohíbe cambiar de opinión después de haberlo visto ejercer el poder? En dicho caso, ¿debería yo abandonar las funciones que me habrán sido confiadas como representante de la oposición? O bien, ¿se me acusará de traición?
en Écrits de Londres et dernières lettres, 1957
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