domingo, noviembre 21, 2021

«Carta sobre Cézanne», de Rainer Maria Rilke

Carta II / Traducción de David Cerdá


…hoy por la mañana, temprano, llegó tu extensa carta, en la que viertes todos tus pensamientos... En efecto, una obra de arte es siempre el resultado de haberse expuesto al peligro, de haber llegado hasta el último extremo de una experiencia, hasta donde nadie puede ir más allá. Cuanto más lejos se va, más genuina, personal y única resulta la experiencia, y, a resultas de ello, la obra de arte queda como la manifestación necesaria, incontenible, tan acabada como es posible, de esa singularidad... Ahí reside el enorme servicio que la obra de arte presta a quien debe hacerla: en el hecho de ser su epítome, las cuentas de rosario que desgrana al elevar la oración que es su vida, la prueba recurrente de su propia unidad y veracidad; la cual, por lo demás, solo es válida para sí mismo, pues de puertas afuera permanece anónima, sin nombre, como una mera necesidad, como una realidad y una presencia.

Todo esto depende, sin duda, de que seamos capaces de alcanzar lo más extremo, de que nos pongamos a prueba, aunque es probable que también esté ligado a no expresar, comunicar y compartir dicho extremo antes de acometer la obra de arte. Por ser algo único, algo que ningún otro podría entender ni debiera, una quimera personal, por así decirlo, uno debe entrar en la obra para validarse en ella y mostrar su ley interna, como una marca de nacimiento que se revelase en la transparencia de lo artístico. No obstante, cabe hacer un par de excepciones a esta limitación en la comunicación, que agotan, me parece, lo que se puede admitir: la contemplación de la obra terminada; y el acto de mostrarse uno a otro el punto alcanzado en el curso del trabajo cotidiano, para darse así apoyo y asistencia mutua, y manifestarse recíproca admiración (siempre que se haga humildemente). Sin embargo, tanto en un caso como en el otro, han de mostrarse resultados, y no constituye un menoscabo a la mutua confianza, ni hacerse de menos el uno al otro ni ocultación alguna, que no se expongan los medios que han llevado a tal consecución, pues aquellos son siempre desconcertantes y tortuosos, personales e intransferibles.

A menudo pienso lo absurdo que habría sido, y cuán destructivo para él, que Van Gogh hubiese compartido con alguien la singularidad de sus visiones, que hubiera hecho a otro partícipe de sus motivos antes de haber producido sus cuadros, esas existencias que dan razón de él con toda el alma, que responden por él e invocan su verdad. De sus cartas se desprende que en tiempos llegó a pensar que lo necesitaba (si bien en ellas hablaba sobre todo de su obra ya realizada); pero apenas llegó Gauguin, el compañero anhelado, el alma gemela... hubo de cortarse la oreja en un arrebato de desesperación, después de que ambos hubieran decidido odiarse mutuamente y, en cuanto el momento fuese propicio, aniquilarse. (Eso por cuanto hace a los sentimientos declarados de artista a artista. Cuestión distinta es la parte que le es imputable a la mujer). Y en tercer lugar está (aunque tan solo concebible como tema para los cursos más avanzados) la complicación que supone que la mujer sea artista. Ah, esa sí que es una cuestión del todo novedosa, y con que uno dé solo un par de pasos por esa vereda, se encuentra con pensamientos que lo aguijonean desde todos los frentes. Pero sobre eso no escribiré nada más por hoy…




Rue Cassette 29, Paris VI, 24 de junio de 1907











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