martes, agosto 17, 2021

“Lo demás es silencio”, de Aldous Huxley





Desde la sensación pura hasta la intuición de la belleza, desde el placer y el dolor hasta el éxtasis místico y la muerte, todo lo que es fundamental, todas las cosas que son para el espíritu humano más hondamente significativas, tan solo pueden experimentarse, no expresarse. Lo demás, siempre y por doquiera, es silencio.

Después del silencio, aquello que más se aproxima a la expresión de lo inefable es la música. (Y es sumamente significativo que el silencio sea parte integrante de toda buena música. Por comparación con Beethoven o Mozart, en el torrente incesante de la música de Wagner escasean mucho los silencios. Tal vez sea esa una de las razones por las cuales parece de menor importancia que los dos primeros. «Dice» menos, pues no para de hablar).

En otro orden de cosas, en un plano distinto del ser, la música es el equivalente de algunas de las experiencias más significativas y más inefables del ser humano. Debido a una misteriosa analogía a veces evoca -en el ánimo de quien la escucha- el fantasma de tales experiencias, a veces la experiencia misma en la plenitud de su fuerza vital: mera cuestión de intensidad, pues el fantasma es tenue y difuso, y la realidad inmediata y ardiente. La música es capaz de suscitar tanto una cosa como la otra, es el azar o la providencia quienes deciden. Las intermitencias del corazón no están sujetas a ninguna ley conocida.

Otra de las peculiaridades de la música es su capacidad (que en cierta medida comparte con las otras artes) de evocar experiencias en tanto un todo perfecto (perfecto y completo, esto es, en relación con la capacidad que tenga el oyente de tener una experiencia determinada), por más parciales, por más oscuras y confusas que puedan haber sido las experiencias originales así rememoradas. Estamos agradecidos al artista, al músico en especial, «por decir a las claras lo que siempre hemos sentido, lo que en cambio nunca hemos sido capaces de expresar». Al escuchar una música expresiva, como es natural, no disponemos de la experiencia original (que está muy lejos de nuestro alcance, pues no se pueden pedir peras al olmo), sino de la mejor experiencia que en su especie puede brindarnos nuestra naturaleza: una experiencia mejor y más completa que la que nunca hayamos tenido antes de escuchar la música.

La aptitud de la música al expresar lo inefable es algo que supo reconocer el más grande de los artífices de la palabra. El hombre que escribió Otelo y Cuento de invierno fue capaz de forjar en palabras todo lo que las palabras puedan expresar. A pesar de todo (y llegado a este punto estoy en deuda con un interesantísimo ensayo de Wilson Knight), cada vez que era preciso comunicar algo rayano en la emoción o la intuición mística, Shakespeare recurría asiduamente a la música para «ponerlo de relieve». Mi propia experiencia de las producciones teatrales, bien que sea infinitesimalmente reducida, me ha convencido de que si escogió con acierto la música nunca recurrió a ella en vano.

En el último acto de la obra teatral que se basó en mi novela Punto Contrapunto, ciertos pasajes del movimiento lento del Cuarteto en Do menor de Beethoven forman parte integral de la pieza teatral. Ni la adaptación ni la música son mías; por eso gozo de entera libertad para decir que el Heilige Dankgesang, al ejecutarse durante la representación, fue de veras prodigioso.

«De haber tenido tiempo y espacio suficientes…». Esas, sin embargo, son precisamente las cosas que no puede proporcionarnos el teatro. De la pieza teatral, por fuerza abreviada, fue preciso omitir prácticamente todo el «contrapunto» implícito o específico que en la novela atemperaba, o al menos tenía la intención de atemperar, la áspera presentación del «punto». La adaptación teatral, en conjunto, resultó curiosamente dura, brutal incluso. Al irrumpir sin previo aviso, en ese universo de aspereza sin mitigar, el Heilige Dankgesang parecía la manifestación de algo sobrenatural. Fue casi como si un dios hubiera descendido entre nosotros con toda su realidad, visible, espantoso y sin embargo alentador, misteriosamente envuelto en esa paz que sobrepasa todo entendimiento, investido de toda su divina naturaleza.

Mi novela podría haber sido el Libro de Job; su adaptador, Campbell Dixon, podría haber sido el autor de Macbeth; al margen de la capacidad que ambos tuviéramos, al margen de los esfuerzos que hubiéramos llevado a cabo, nos habría resultado absolutamente imposible expresar por medio de las palabras o de la acción dramática lo que esos tres o cuatro minutos de violín hacen tan patente, y de un modo manifiesto, a cualquier oyente sensible.

Cuando había que expresar lo inefable, Shakespeare dejaba la pluma e invocaba la música. ¿Y si la música fallase? En tal caso, siempre era posible recurrir al silencio. Siempre, siempre y por doquiera, lo demás es silencio.



en Música en la noche, 1931
Traducción de Miguel Martínez-Lage














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