Traducción de Sergi Pàmies
—No debería burlarse de mí. No, me convertí en culpable al mismo tiempo que perdía la fe. Pero ignoro si estoy hablando con un creyente.
—No. Nadie en mi familia ha sido creyente.
—Es curioso, esa gente que habla de la fe como de la hemofilia. Mis padres no creían en nada; eso no impidió que yo sí creyera.
—Pero acabó pareciéndose a sus padres: ya no cree.
—Sí, pero fue por culpa de un accidente, de un accidente mental que habría podido no ocurrir y que determinó la totalidad de mi vida.
—Habla como alguien que hubiera recibido un fuerte impacto en la cabeza.
—Algo así. Tenía doce años y medio. Vivía en casa de mis abuelos. En casa había tres gatos. Yo era el encargado de prepararles la comida. Tenía que abrir unas latas de pescado y triturar su contenido mezclándolo con arroz. Aquella tarea me producía una profunda repugnancia. El olor y el aspecto de aquel pescado enlatado me daban ganas de vomitar. Además, no podía limitarme a desmenuzar su carne con un tenedor: tenía que integrarse totalmente con el arroz porque si no los gatos no se la habrían comido. Así pues, tenía que mezclarlo con los dedos: por más que cerrase los ojos, siempre estaba al límite del desmayo cuando hundía mis dedos en aquel arroz demasiado hecho y aquellos residuos de pescado y cuando amasaba aquella cosa cuya consistencia me repugnaba más allá de lo imaginable.
—Hasta ahí, puedo comprender.
—Me dediqué a aquella tarea durante años hasta que se produjo algo impensable. Tenía doce años y medio y abrí los ojos sobre la comida para gatos que estaba modelando. Sentí náuseas pero conseguí no vomitar. Fue entonces, sin saber por qué, cuando me llevé a la boca un puñado de aquella mezcla y me la comí.
—Qué asco.
—¡Pues no! ¡Al contrario! Me pareció que nunca había probado nada tan delicioso. Yo, que era un chico enclenque y terriblemente difícil para la comida, yo, a quien tenían que obligar a comer, me chupaba los dedos con aquella papilla para animales. Asustado por lo que me veía hacer a mí mismo, me puse a comer, a comer, puñado tras puñado, aquella masa viscosa con sabor a pescado. Los tres gatos miraban con consternación cómo vaciaba su pitanza en mi vientre. Yo todavía estaba más aterrado que ellos: descubría que no existía ninguna diferencia entre ellos y yo. Era perfectamente consciente de que no era yo quien había querido comer, era una fuerza superior y suprema la que me había impulsado a hacerlo. Así fue como no dejé ni una sola migaja de pescado en el fondo de la vasija. Aquel día, los gatos se quedaron sin cenar. Fueron los únicos testigos de mi caída.
—Esta historia resulta más bien divertida.
—Es una historia atroz que me hizo perder la fe.
—Es curioso. Yo, que no soy creyente, no veo por qué que a uno le guste tragar comida para gatos hasta reventar sea motivo suficiente para dudar de la existencia de Dios.
—¡No, caballero, no me gustaba la comida para gatos! ¡Era un enemigo interior quien me había obligado a comerla! Y aquel enemigo, que hasta entonces había permanecido en silencio, resultaba ser mil veces más poderoso que Dios, hasta el extremo de hacerme perder la fe no en su existencia sino en su poder.
—¿Entonces sigue creyendo que Dios existe?
—Sí, puesto que no dejo de insultarlo.
—¿Y por qué le insulta?
—Para obligarle a reaccionar. No funciona. Permanece impasible, sin dignidad ante mis injurias. Incluso los hombres son menos blandos que él. Dios es un mamarracho. ¿Se da cuenta? Acabo de insultarle y él permanece callado.
—¿Y qué le gustaría que hiciese? ¿Que le fulminara con su ira?
—Creo que lo confunde con Zeus, caballero.
—Bueno. ¿Le gustaría que le mandara una plaga de saltamontes o que las aguas del Mar Rojo se abriesen a su paso?
—Eso es, búrlese. Sepa que resulta muy duro descubrir la nulidad de Dios y, en contrapartida, el poder omnipresente del enemigo interior. Creías vivir con un tirano benévolo sobre tu cabeza y de pronto descubres que vives bajo la autoridad de un tirano malévolo que reside dentro de tu estómago.
—Hey, comer comida para gatos tampoco es tan grave.
—¿La ha comido usted?
—No.
—¿Entonces qué sabe? Es atroz alimentarse de comida para gatos. En primer lugar porque es muy mala. En segundo lugar porque te odias a ti mismo. Te miras al espejo y piensas: «Ese mocoso ha vaciado el recipiente de los gatos». Sabes que estás sometido a una fuerza oscura y detestable que, desde el fondo de tu estómago, se mata de la risa.
—¿El diablo?
—Llámelo como quiera.
—A mí me importa un bledo. No creo en Dios, luego tampoco creo en el diablo.
—Yo creo en el enemigo. Las pruebas de la existencia de Dios son frágiles y bizantinas, las pruebas de su poder todavía son más inconsistentes. Las pruebas de la existencia del enemigo interior son enormes y las de su poder son abrumadoras. Creo en el enemigo porque todos los días y todas las noches se cruza en mi camino. El enemigo es aquel que, desde el interior, destruye lo que merece la pena. Es el que te muestra la decrepitud contenida en cada realidad. Es aquel que saca a la luz tu bajeza y la de tus amigos. Es aquel que, en un día perfecto, encontrará una excelente razón para que te tortures. Es aquel que te hará sentir asco de ti mismo. Es aquel que, cuando entreveas el rostro celestial de una desconocida, te revelará la muerte contenida en tanta belleza.
2001
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