miércoles, julio 21, 2021

“La muerte es un experto alemán: sobre ‘Paisaje de Invierno’ de John Berryman”, de Manuel Illanes





La relación entre la literatura y la muerte, en tanto eje temático, es de antiquísima data: textos como la “Epopeya de Gilgamesh” sumeria y “El libro de los muertos” egipcio dan cuenta de un interés que, si seguimos lo observado por Pascal Quignard en su conferencia “La imagen que falta”, puede rastrearse hasta el origen del arte como expresión humana, que encontramos  en las pinturas de las cuevas paleolíticas tales como Lascaux y Altamira. Este vínculo es analizado de una manera brillante por Maurice Blanchot en “La literatura y el derecho a la muerte”, uno de los ensayos que conforman su obra De Kafka a Kafka. Ahí describe exhaustivamente, en un lenguaje que debe mucho a Hegel, las operaciones que caracterizan el accionar del proceso literario. Entre los muchos rasgos que menciona, considero que hay varios que remiten directamente a las obsesiones manifestadas en el trabajo de un poeta estadounidense, John Berryman, que la antología Paisaje de invierno, publicada por la editorial chilena Descontexto en 2018, hace evidentes. Blanchot dice, por ejemplo, a propósito de una tendencia muy marcada de la literatura contemporánea de “volverse contra sí misma” lo siguiente: “Si la reflexión imponente se acerca a la literatura, la literatura se constituye en una fuerza cáustica, capaz de destruir lo que en ella y en la reflexión podía ser imponente […] Pero que asombrada ante esa influencia, la reflexión vuelva hacia ella y le pregunte lo que es, penetrada al punto por un elemento corrosivo y volátil, esa fuerza no puede sino despreciar una Cosa tan vana, tan vaga y tan impura, y en ese desprecio y esa vanidad consumirse a su vez”. Se hace imposible no citar, respecto a lo afirmado por Blanchot, los versos del famoso sueño 14 de las Dream songs: “La gente me aburre, / la literatura me aburre, especialmente la gran literatura, / Henry me aburre, con sus quejas y adversidades, / tan desafortunado como aquiles, / quien amaba a los demás y el oficio de los valientes, / todo lo cual me aburre”. (p. 63)

Blanchot también hace alusión a un atributo característico de la poesía post-Rimbaud, el de la pluralidad del yo poético, resumido en el apotegma “yo es otro”, que el poeta de Charleville proclama en una carta a Paul Demeny: “La dificultad radica en que el escritor no solo es varias personas en una, sino en que cada momento de sí mismo niega a todos los demás, lo exige todo para sí solo y no soporta ni conciliación ni compromiso. El escritor debe responder al mismo tiempo a varias órdenes absolutas y absolutamente diferentes, y su moral está hecha del encuentro y de la oposición de reglas implacablemente hostiles”. El fragmento citado parece explicar ese diálogo ríspido que cruza las Dream songs, el diálogo encarnado en las voces de Henry y Mr. Bones, dos de las máscaras que Berryman despliega en su obra cumbre; un intercambio hecho de sarcasmos y desencuentros, de choques deliberados y cruces recios, de una ironía feroz y sin pausa que nos presenta una visión del mundo fracturada: “-Mr. Bones, usted de excursión fuera de sí mismo. / ¿Ha visitado al curandero? Usted suena a voluntad, / a testamento & cosas por el estilo. / ¿Está usted yendo? –Oh, he sufrido un strike / & otro strike & tres balls: me defiendo bastante, / Wordsworth & esa clase de asuntos”. (p. 107)

Sin embargo, si hay un tema que está en el centro del drama em gente que conforman las Dreams Songs y, en gran medida, de la obra de Berryman, es el tema de la muerte, que podemos encontrar constantemente referido en la antología publicada por Descontexto. Desde esa prefiguración del motivo de la pérdida en la infancia, que hallamos en el texto Poema de la pelota (“Sus ojos desesperados encierran el aprendizaje / de la epistemología del menoscabo, cómo mantenerse de pie / sabiendo lo que todo hombre habrá de saber, / eso que ya muchos conocen día a día; cómo perseverar / mientras la luz paulatinamente vuelve a la calle, / suena un silbato y la pelota se pierde de vista” (p. 23), hasta Testamento, el poema que cierra la selección, bastante significativo por su título y asunto (“Supongo que se frió agonizando / en fuego; / como un estallido, un grito; / con certeza, arrancándonos el cuero cabelludo / más allá de todo miedo, /abruptamente cantó, cantó, colgando del cable”, p. 143), vemos desarrollarse, de distintas maneras y con intensidades varias este tema. Paul Mariani, autor de “My heavy daughter: John Berryman and the making of “The Dream Songs” destaca la predilección del poeta estadounidense por el tema, al mencionar una lista, realizada por el propio Berryman, donde el poeta señala los motivos más importantes del libro: “On Labor Day he had listed whatever themes he could find in the poems themselves, looking for direction. Freedom, Law, Paranoia, he sotted down. And Enterteinment. Self-Exploration. Love and (in Henry’s case) Lust. Art, War, Politics. Illness. Loss. Death (plenty of that)”. Esto engarza con la aseveración que hace Blanchot en “La literatura y el derecho de la muerte”, en relación a la importancia fundamental que tiene la muerte para el trabajo literario: “como la palabra común, la literatura empieza por el fin, lo único que permite comprenderla. Para hablar, debemos ver la muerte, verla tras nosotros. Cuando hablamos, nos apoyamos en una tumba y ese vacío de la tumba es lo que hace la verdad del lenguaje, pero al mismo tiempo el vacío es realidad y la muerte se hace ser”.

Hay que ser claros: es innegable que el elemento biográfico cumple un papel relevante en el desarrollo del tema en la poesía que nos presenta Paisaje de invierno, por cuánto Berryman dedica muchos de los textos a personajes de la historia y de la literatura fallecidos contemporáneamente (tales como sus amigos Silvia Plath y Delmore Schwartz, Hemingway, Faulkner y Frost, entre otros). No obstante, pienso que Berryman excede con mucho este mero elemento biográfico, tal como lo indica Carlos Alcorta en una reseña a una nueva edición de 77 cantos del sueño: “Tachar a John Beryman de poeta confesional es menospreciar la parte irracional que contiene su poesía, una parte fundamental y, por tanto, imprescindible”. A mi parecer, podemos reemplazar el interés que Alcorta muestra por las características “irracionales”, “intuitivas” de la poesía del estadounidense por una mirada que se centre, por el contrario, en una cualidad opuesta: el elemento de concentrada reflexión que empapa la vivencia de la muerte que tiene Berryman; un elemento que pasa a convertirse en un pensamiento y un arte (hablando en términos medievales), del cual las Dream songs son el ejemplo más depurado. No es arriesgado afirmar que Berryman es un poeta de impronta profundamente villoniana: existe en él una visión de la existencia cuyas coordenadas se ajustan en una medida más o menos amplia con aquellas que dieron origen a obras como El legado o El testamento (incluso si se considera la distancia temporal que separa a ambos poetas); Villon hubiera suscrito con entusiasmo una frase como la que aparece en el sueño 36: “-Ahora usted exagera, Sah. Debemos morir. / Esas son nuestras tareas más punzantes. Amar & morir”, (p. 69), en que se conjugan íntimamente amor y muerte como en los cantares de los goliardos. El tránsito de textos que van desde una cruda lujuria a un lamento desgarrado por los compañeros muertos, une al poeta francés con el estadounidense, al igual que el uso de tópicos provenientes de la antigüedad y el medioevo como el del tempus fugit o el ubi sunt, que en Berryman adquieren verdaderas actualizaciones (como el sueño 36 ya mencionado, en que menciona a Faulkner y Frost, o el 153 donde dice: “Estoy enfurecido con ese Dios que ha destruido a mi generación. / Se ensañó primero con Ted, luego con Richard y Randall; y ahora con Delmore. / Entremedio desató su ira contra Silvia Plath”, p. 85). Pero, por sobre cualquier cosa, es el sentimiento de la omnipotencia de la muerte, de su vasto triunfo lo que vincula de una forma definitiva a Villon y Berryman, su habitar en un mundo precario que vuelve obsesionantes las desapariciones y las pérdidas, hasta convertirlas en una nación entera, como en la canción 41, en que se alude al poema de Paul Celan (otro cantor del abismo) “Fuga de muerte”: “El cantante borbotea, agitándose. El Templo incendiado. / ¡Tambaléate conmigo! Fantasmas de Varsovia. ¡Porquería! / Cuando solía ser / quien acechaba, dando tumbos, tejados, alcantarillas, mi almacén / saqueado, ¡la refutación del mundo, ay! La Muerte / fue toda una patria alemana”. (p. 73)

Maurice Blanchot dedica una reflexión al cierre de su ensayo que me parece pertinente para ofrecer una luz otra sobre la obra de autores como Villon y Berryman, obsesionados por el tema de la muerte y, pese a eso, sobrevivientes (en esa precaria eternidad que otorga la literatura) a ella: “Mas, por realizar el vacío, se crea una obra y la obra, nacida de la fidelidad a la muerte, finalmente ya no es capaz de morir y a quien quiso prepararse una muerte sin historia solo le vale la burla de la inmortalidad”. Es la ironía final que encontramos al leer Paisaje de invierno: ver desplegarse una vida profunda tras la mueca y los gestos de la nada.



en Revista OJOXOJO, junio, 2021



Paisaje de Invierno, de John Berryman (Antología)
Edición y traducción de Armando Roa Vial
Descontexto Editores, 2018












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