La
relación entre la literatura y la muerte, en tanto eje temático, es de
antiquísima data: textos como la “Epopeya de Gilgamesh” sumeria y “El libro de los
muertos” egipcio dan cuenta de un interés que, si seguimos lo observado por
Pascal Quignard en su conferencia “La imagen que falta”, puede rastrearse hasta
el origen del arte como expresión humana, que encontramos en las pinturas de las cuevas paleolíticas
tales como Lascaux y Altamira. Este vínculo es analizado de una manera
brillante por Maurice Blanchot en “La literatura y el derecho a la muerte”, uno
de los ensayos que conforman su obra De
Kafka a Kafka. Ahí describe exhaustivamente, en un lenguaje que debe mucho
a Hegel, las operaciones que caracterizan el accionar del proceso literario.
Entre los muchos rasgos que menciona, considero que hay varios que remiten
directamente a las obsesiones manifestadas en el trabajo de un poeta
estadounidense, John Berryman, que la antología Paisaje de invierno, publicada por la editorial chilena Descontexto
en 2018, hace evidentes. Blanchot dice, por ejemplo, a propósito de una
tendencia muy marcada de la literatura contemporánea de “volverse contra sí
misma” lo siguiente: “Si la reflexión imponente se acerca a la literatura, la
literatura se constituye en una fuerza cáustica, capaz de destruir lo que en
ella y en la reflexión podía ser imponente […] Pero que asombrada ante esa
influencia, la reflexión vuelva hacia ella y le pregunte lo que es, penetrada
al punto por un elemento corrosivo y volátil, esa fuerza no puede sino
despreciar una Cosa tan vana, tan vaga y tan impura, y en ese desprecio y esa
vanidad consumirse a su vez”. Se hace imposible no citar, respecto a lo
afirmado por Blanchot, los versos del famoso sueño 14 de las Dream songs: “La gente me aburre, / la
literatura me aburre, especialmente la gran literatura, / Henry me aburre, con
sus quejas y adversidades, / tan desafortunado como aquiles, / quien amaba a
los demás y el oficio de los valientes, / todo lo cual me aburre”. (p. 63)
Blanchot
también hace alusión a un atributo característico de la poesía post-Rimbaud, el
de la pluralidad del yo poético, resumido en el apotegma “yo es otro”, que el
poeta de Charleville proclama en una carta a Paul Demeny: “La dificultad radica
en que el escritor no solo es varias personas en una, sino en que cada momento
de sí mismo niega a todos los demás, lo exige todo para sí solo y no soporta ni
conciliación ni compromiso. El escritor debe responder al mismo tiempo a varias
órdenes absolutas y absolutamente diferentes, y su moral está hecha del
encuentro y de la oposición de reglas implacablemente hostiles”. El fragmento citado
parece explicar ese diálogo ríspido que cruza las Dream songs, el diálogo encarnado en las voces de Henry y Mr.
Bones, dos de las máscaras que Berryman despliega en su obra cumbre; un
intercambio hecho de sarcasmos y desencuentros, de choques deliberados y cruces
recios, de una ironía feroz y sin pausa que nos presenta una visión del mundo
fracturada: “-Mr. Bones, usted de excursión fuera de sí mismo. / ¿Ha visitado
al curandero? Usted suena a voluntad, / a testamento & cosas por el estilo.
/ ¿Está usted yendo? –Oh, he sufrido un strike
/ & otro strike & tres balls: me defiendo bastante, /
Wordsworth & esa clase de asuntos”. (p. 107)
Sin
embargo, si hay un tema que está en el centro del drama em gente que conforman las Dreams Songs y, en gran medida, de la obra de Berryman, es el tema
de la muerte, que podemos encontrar constantemente referido en la antología
publicada por Descontexto. Desde esa prefiguración del motivo de la pérdida en
la infancia, que hallamos en el texto Poema
de la pelota (“Sus ojos desesperados encierran el aprendizaje / de la
epistemología del menoscabo, cómo mantenerse de pie / sabiendo lo que todo
hombre habrá de saber, / eso que ya muchos conocen día a día; cómo perseverar /
mientras la luz paulatinamente vuelve a la calle, / suena un silbato y la pelota
se pierde de vista” (p. 23), hasta Testamento,
el poema que cierra la selección, bastante significativo por su título y asunto
(“Supongo que se frió agonizando / en fuego; / como un estallido, un grito; /
con certeza, arrancándonos el cuero cabelludo / más allá de todo miedo,
/abruptamente cantó, cantó, colgando del cable”, p. 143), vemos desarrollarse,
de distintas maneras y con intensidades varias este tema. Paul Mariani, autor
de “My heavy daughter: John Berryman
and the making of “The Dream Songs” destaca la predilección del poeta
estadounidense por el tema, al mencionar una lista, realizada por el propio
Berryman, donde el poeta señala los motivos más importantes del libro: “On
Labor Day he had listed whatever themes he could find in the poems themselves,
looking for direction. Freedom, Law, Paranoia, he sotted down. And
Enterteinment. Self-Exploration. Love and (in Henry’s case) Lust. Art, War,
Politics. Illness. Loss. Death (plenty of that)”. Esto engarza con la aseveración
que hace Blanchot en “La literatura y el derecho de la muerte”, en relación a
la importancia fundamental que tiene la muerte para el trabajo literario: “como
la palabra común, la literatura empieza
por el fin, lo único que permite
comprenderla. Para hablar, debemos ver la muerte, verla tras nosotros. Cuando
hablamos, nos apoyamos en una tumba y ese vacío de la tumba es lo que hace la
verdad del lenguaje, pero al mismo tiempo el vacío es realidad y la muerte se
hace ser”.
Hay
que ser claros: es innegable que el elemento biográfico cumple un papel relevante
en el desarrollo del tema en la poesía que nos presenta Paisaje de invierno, por cuánto Berryman dedica muchos de los
textos a personajes de la historia y de la literatura fallecidos
contemporáneamente (tales como sus amigos Silvia Plath y Delmore Schwartz,
Hemingway, Faulkner y Frost, entre otros). No obstante, pienso que Berryman
excede con mucho este mero elemento biográfico, tal como lo indica Carlos
Alcorta en una reseña a una nueva edición de 77 cantos del sueño: “Tachar a John Beryman de poeta confesional es menospreciar la parte irracional que contiene
su poesía, una parte fundamental y, por tanto, imprescindible”. A mi parecer,
podemos reemplazar el interés que Alcorta muestra por las características
“irracionales”, “intuitivas” de la poesía del estadounidense por una mirada que
se centre, por el contrario, en una cualidad opuesta: el elemento de
concentrada reflexión que empapa la vivencia de la muerte que tiene Berryman;
un elemento que pasa a convertirse en un pensamiento y un arte (hablando en
términos medievales), del cual las Dream
songs son el ejemplo más depurado. No es arriesgado afirmar que Berryman es
un poeta de impronta profundamente villoniana:
existe en él una visión de la existencia cuyas coordenadas se ajustan en una
medida más o menos amplia con aquellas que dieron origen a obras como El legado o El testamento (incluso si se considera la distancia temporal que
separa a ambos poetas); Villon hubiera suscrito con entusiasmo una frase como
la que aparece en el sueño 36: “-Ahora usted
exagera, Sah. Debemos morir. / Esas
son nuestras tareas más punzantes. Amar & morir”, (p. 69), en que se
conjugan íntimamente amor y muerte como en los cantares de los goliardos. El
tránsito de textos que van desde una cruda lujuria a un lamento desgarrado por
los compañeros muertos, une al poeta francés con el estadounidense, al igual
que el uso de tópicos provenientes de la antigüedad y el medioevo como el del tempus fugit o el ubi sunt, que en Berryman adquieren verdaderas actualizaciones
(como el sueño 36 ya mencionado, en que menciona a Faulkner y Frost, o el 153
donde dice: “Estoy enfurecido con ese Dios que ha destruido a mi generación. /
Se ensañó primero con Ted, luego con Richard y Randall; y ahora con Delmore. /
Entremedio desató su ira contra Silvia Plath”, p. 85). Pero, por sobre cualquier
cosa, es el sentimiento de la omnipotencia de la muerte, de su vasto triunfo lo
que vincula de una forma definitiva a Villon y Berryman, su habitar en un mundo
precario que vuelve obsesionantes las desapariciones y las pérdidas, hasta
convertirlas en una nación entera, como en la canción 41, en que se alude al
poema de Paul Celan (otro cantor del abismo) “Fuga de muerte”: “El cantante
borbotea, agitándose. El Templo incendiado. / ¡Tambaléate conmigo! Fantasmas de
Varsovia. ¡Porquería! / Cuando solía ser / quien acechaba, dando tumbos,
tejados, alcantarillas, mi almacén / saqueado, ¡la refutación del mundo, ay! La Muerte / fue toda una patria
alemana”. (p. 73)
Maurice
Blanchot dedica una reflexión al cierre de su ensayo que me parece pertinente
para ofrecer una luz otra sobre la obra de autores como Villon y Berryman,
obsesionados por el tema de la muerte y, pese a eso, sobrevivientes (en esa
precaria eternidad que otorga la literatura) a ella: “Mas, por realizar el
vacío, se crea una obra y la obra, nacida de la fidelidad a la muerte,
finalmente ya no es capaz de morir y a quien quiso prepararse una muerte sin
historia solo le vale la burla de la inmortalidad”. Es la ironía final que
encontramos al leer Paisaje de invierno:
ver desplegarse una vida profunda tras la mueca y los gestos de la nada.
en Revista OJOXOJO,
junio, 2021
Paisaje de
Invierno, de John Berryman (Antología)
Edición y traducción de Armando Roa Vial
Descontexto Editores, 2018
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