Asa
Bascomb, el viejo laureado, se paseaba por su lugar de trabajo o estudio -nunca
había podido encontrar un nombre satisfactorio para la casa en la cual uno
escribía poesía- matando avispas con un ejemplar de La Stampa y preguntándose
por qué nunca le habían dado el Premio Nobel. Había merecido casi todos los
restantes signos de renombre. En un baúl depositado en el rincón había
medallas, citaciones, coronas, cintas y distintivos. El PEN Club de Oslo le
había regalado la estufa que calentaba su estudio, el escritorio era un
presente de la Unión de Escritores de Kiev, y el estudio mismo había sido
construido por una asociación internacional de sus admiradores. Los presidentes
de Italia y Estados Unidos habían telegrafiado sus felicitaciones el día que le
entregaron la llave de la casa. ¿Por qué no el Premio Nobel? Plaf, plaf. El
estudio era una construcción alargada, con el techo sostenido por vigas, y por
el lado norte había una amplia ventana que daba a los Abruzzos. Hubiera
preferido un lugar mucho más pequeño con ventanas más pequeñas, pero no lo
habían consultado. Aparentemente había cierta contradicción entre la altura de
las montañas y las disciplinas del verso. Por el tiempo en que estoy
escribiendo tenía ochenta y dos años, y vivía en una villa, debajo del pueblo
montañés de Monte Carbone, al sur de Roma.
Tenía
fuertes y espesos cabellos blancos que formaban un mechón sobre la frente. En
la coronilla, dos o más remolinos generalmente aparecían desordenados y
erectos. Cuando tenía que asistir a una recepción formal solía aplacarlos con
jabón, pero nunca se sometían más de una hora o dos, y en general volvían a
erguirse a la hora de servir el champaña. Eran un ingrediente importante de la
impresión que él dejaba. Así como uno recuerda a un hombre por la nariz larga,
una sonrisa, una marca de nacimiento o una cicatriz, uno recordaba a Bascomb
por sus remolinos hirsutos. Se le aplicaba el mote impreciso de Cézanne de los
poetas. En su producción se manifestaba cierta exactitud lineal que podía
considerarse semejante a la de Cézanne, pero la visión que es el fondo de los
cuadros de Cézanne no era la de Bascomb. Esa errónea comparación quizá se había
originado en que el titulo de su obra más conocida era El mundo de las manzanas
una poesía en la cual sus admiradores hallaban la acerbidad, la diversidad, el
color y la nostalgia de esas manzanas del norte de Nueva Inglaterra que él no
había visto desde hacía cuarenta años.
¿Por
qué él -provinciano y famoso por su sencillez- había decidido abandonar Vermont
para ir a Italia? ¿Había sido una decisión de su bienamada Amelia, muerta hacia
diez años? Ella solía adoptar muchas de las decisiones del matrimonio. Él, hijo
de un campesino, ¿era tan ingenuo que creía que la vida en el extranjero podía
agregar cierto color a sus severos comienzos? ¿O se trataba sencillamente de
una actitud práctica, una evasión de la publicidad que en su propia patria
había sido fastidiosa? Los admiradores lo encontraban en Monte Carbone, y
venían casi diariamente, pero lo hacían en reducido número. Lo fotografiaban
una o dos veces por año para Match o Epoca -generalmente el día de su
cumpleaños- pero en general allí podía hacer una vida más serena que en Estados
Unidos. La última vez que había visitado a su país, cuando caminaba por la
Quinta Avenida se había visto detenido por desconocidos que le pedían que
autografiase pedazos de papel. En las calles de Roma nadie sabía quién era, ni
le importaba, y eso era lo que él deseaba.
Monte
Carbone era una localidad sarracena, construida en la cima de un monte de
sombrío granito, una elevación en forma de hogaza. En el lugar más alto del
pueblo había tres fuentes puras y voluminosas cuyas aguas caían formando
estanques o canales por los costados de la montaña. La villa de Bascomb estaba
a cierta altura bajo el pueblo, y en su jardín él tenía muchas fuentes,
alimentadas por las aguas que venían de la cumbre. El ruido del agua que caía
era estridente y poco musical: un sonido de chapoteo o golpeteo. El agua estaba
intensamente fría, incluso en medio del verano, y Bascomb mantenía su gin, el
vino y el vermouth en un estanque de la terraza. Trabajaba en su estudio por la
mañana, dormía una siesta después del almuerzo y después subía la escalinata
que llevaba al pueblo.
La
toba, los pepperoni y los ásperos colores de los líquenes que se adhieren a las
paredes y los techos no son parte de la conciencia de un norteamericano, aunque
haya vivido años enteros, como era el caso de Bascomb, rodeado por dicha
aspereza. La subida de la escalinata le quitó el aliento. Se detuvo varias
veces para recuperarlo. Todos le hablaban: ¡Salve, maestro, salve! Cuando veía
la nave de ladrillo de la iglesia del siglo XII siempre murmuraba para sí la
fecha, como si estuviese explicando a un amigo las bellezas del lugar. Las
bellezas del lugar eran varias y sombrías. Él siempre sería allí un extranjero,
pero su condición de tal le parecía una metáfora que comprometía al tiempo como
si, mientras trepaba la escalinata extraña y dejaba atrás los muros extraños,
estuviese ascendiendo a través de horas, meses, años y décadas. En la piazza
bebió un vaso de vino y retiró su correspondencia. Día tras día recibía más
correspondencia que toda la población de la aldea. Eran cartas de admiradores,
propuestas de conferencias, pedidos de que leyese o sencillamente mostrase la
cara, y parecía que él estaba incluido en las listas de invitación de todas las
sociedades honorarias del mundo occidental, excepto por supuesto la sociedad
formada por todos los que habían obtenido el Premio Nobel. Le guardaban en un saco
la correspondencia, y si éste era demasiado pesado y él no podía llevarla,
Antonio, el hijo de la postina volvía con él a la villa. Trabajaba en su
correspondencia hasta las cinco o seis. Dos o tres veces por semana varios
peregrinos se acercaban a la villa y si a Bascomb le agradaban los visitantes
les ofrecía una copa mientras autografiaba el ejemplar de El mundo de las
manzanas. Casi nunca traían sus restantes libros, pese a que había publicado
una docena. Dos o tres veces por semana jugaba naipes con Carbone, el padrone
local. Ambos pensaban que el otro hacía trampa, y ninguno de los dos se
mostraba dispuesto a abandonar el juego, aunque sintieran que les reventaba la
vejiga. Dormía bien.
De
los cuatro poetas con los cuales solía agruparse a Bascomb uno se había
disparado un tiro, otro se había ahogado, un tercero se había ahorcado y el
cuarto había muerto de delírium tremens. Bascomb los había conocido a todos,
había sentido afecto por la mayoría, y había cuidado a dos de ellos cuando
estaban enfermos, pero la sugerencia general de que al consagrarse a la poesía
también había elegido su propia destrucción era algo contra lo cual se rebelaba
enérgicamente. Conocía las tentaciones del suicidio, del mismo modo que conocía
las tentaciones de todas las restantes formas del pecado, y excluía
cuidadosamente de la villa todas las armas de fuego, las cuerdas apropiadas,
los venenos y las píldoras somníferas. Había percibido en Z -el más íntimo de
los cuatro-, un vínculo inalienable entre su prodigiosa imaginación y sus
prodigiosas dotes de autodestrucción, pero con su estilo obstinado y campesino
Bascomb estaba decidido a destruir o ignorar ese nexo a derrocar a Marsyas y a
Orfeo. La poesía confería una gloria perdurable, y Bascomb había decidido que
el último acto de la vida de un poeta no debía representarse como había sido el
caso de Z -en un cuarto sucio con veintitrés botellas de gin-. Como no podía
negar el vínculo entre el brillo y la tragedia, parecía dispuesto a amortiguar
su filo.
Bascomb
creía lo que había dicho cierta vez Cocteau en el sentido de que escribir
poesía era utilizar un nivel imperfectamente comprendido de la memoria. Su obra
era aparentemente un acto de rememoración. Cuando trabajaba no encomendaba
tareas prácticas a su memoria, pero el protagonista era sin duda la memoria: su
memoria de las sensaciones, los paisajes, los rostros y el inmenso vocabulario
de su propio idioma. Quizás consagraba un mes o más a un poema breve, pero
industria y disciplina no eran las palabras apropiadas para describir su
trabajo. Parecía, no que elegía las palabras, sino que las recordaba de los
miles de millones de sonidos que había oído desde que por primera vez había
entendido el lenguaje. Así, como en efecto dependía de su memoria para conferir
utilidad a su vida, a veces se preguntaba si la memoria no comenzaba a
fallarle. Cuando hablaba con amigos y admiradores se esforzaba mucho por evitar
las repeticiones. Si a las dos o las tres de la mañana se despertaba y oía el
chapoteo discordante de sus fuentes, durante una hora se ejercitaba repitiendo
nombres y fechas. ¿Quién era el adversario de lord Cardigan en Balaklava? El
nombre de lord Lucan tardaba un minuto en surgir dificultosamente de la niebla,
pero al fin aparecía. Conjugaba el pasado remoto del verbo essere, contaba
hasta cincuenta en ruso, recitaba poemas de Donne, Eliot, Thomas y Wordsworth,
explicaba los episodios del Risorgimento a partir de los disturbios de Milán en
1812 y hasta la coronación de Vittorio Emanuele, enunciaba las épocas de la prehistoria,
la equivalencia de una milla en kilómetros, los planetas del sistema solar y la
velocidad de la luz. La capacidad de reacción de su memoria mostraba un retraso
evidente, pero él creía conservar su aptitud. El único deterioro era el
sentimiento de ansiedad. Había visto que el tiempo era tan destructivo que se
preguntaba si la memoria de un viejo podía ser más longeva que un roble; pero
el árbol que él había plantado en la terraza treinta años antes estaba
muriéndose, y él podía recordar los detalles del corte y el color del vestido
que su amada Amelia usaba la primera vez que se vieron. Impuso a su memoria la
tarea de abrirse paso en las ciudades. Imaginó que caminaba de la estación
ferroviaria de Indianápolis a la fuente conmemorativa, del Hotel Europa al
Palacio de Invierno de Leningrado, del Edén Roma pasando por Trastevere a San
Pietro en Montorí. Frágil, dudoso de sus facultades, esta inquisición se hacía
lucha en su propia soledad.
Pareció
que su memoria lo despertaba una noche o una madrugada y le pedía que
presentara el nombre de pila de lord Byron. No pudo. Decidió separarse
momentáneamente de su memoria y sorprenderla dueña del nombre de lord Byron,
pero cuando retornó fatigado a este receptáculo aún estaba vacío. ¿Sydney?
¿Percy? ¿James? Salió de la cama -hacía frío- se puso un par de zapatos y un
abrigo y subió la escalera del jardín, en dirección al estudio. Encontró un
ejemplar de Manfredo, pero se mencionaba al autor sencillamente como lord
Byron. Lo mismo ocurrió con Childe Harold. Finalmente descubrió en la
enciclopedia que su señoría se llamaba George. Se concedió una excusa parcial
por este lapso de la memoria y retornó a la cama tibia. Como la mayoría de los
viejos había comenzado a componer el glosario furtivo de los alimentos que parecían
embotar su pluma. Trucha fresca. Aceitunas negras. Corderito con tomillo.
Hongos silvestres, jabalí, venado y conejo. En el reverso de la página
aparecían todos los alimentos congelados, las verduras cultivadas, la pasta
excesivamente cocida y las sopas enlatadas.
En
primavera un admirador escandinavo le escribió para preguntar si podía tener el
honor de llevar a Bascomb en una excursión de un día por los pueblos de las
montañas. Bascomb, que entonces no tenía automóvil, aceptó complacido. El
escandinavo era un joven agradable, y los dos hombres partieron muy animados en
dirección a Monte Felici. Durante los siglos XIV y XV se habían secado las
fuentes que suministraban agua a la localidad, y la población había descendido
montaña abajo. Del pueblo abandonado de la cima sólo restaban dos Iglesias o
catedrales de notable esplendor. Atraían profundamente a Bascomb. Se elevaban
en campos de malezas floridas, aún brillantes las pinturas de los muros, los
frentes adornados con grifos, cisnes y leones con rostros y partes de hombres y
mujeres, dragones lanceados, serpientes aladas y otras maravillas de la
metamorfosis. Estas vastas y fantásticas casas de Dios recordaban a Bascomb la
ilimitada amplitud de la imaginación humana, y así se sentía reanimado y entusiasta.
De Monte Felici fueron a San Giorgio donde había unas tumbas pintadas y un
teatrito romano. Se detuvieron para comer en un bosquecillo que estaba a menos
altura que la ciudad. Bascomb se internó en el bosque para aliviarse y tropezó
con una pareja que estaba haciendo el amor. Ni siquiera se habían desvestido, y
la única carne visible era el trasero desnudo del desconocido. Tante scuse,
murmuró Bascomb, y se retiró hacia otro rincón del bosque, pero cuando se
reunió con el escandinavo se sentía incómodo. Parecía que la pareja forcejeante
había amortiguado sus recuerdos de las catedrales. Cuando llegaron a su villa
unas monjas de un convento romano lo esperaban para pedirle que les
autografiase sus ejemplares de El mundo de las manzanas. Satisfizo el pedido y
ordenó a su criada María que les sirviese un poco de vino. Le ofrecieron los
cumplidos de costumbre -había creado un universo que parecía dar la bienvenida
al hombre; había adivinado la voz de la belleza moral en el viento cargado de
lluvia- pero él sólo atinaba a pensar en el trasero del desconocido. Parecía
que tenía más fervor y mas sentido que su celebrada búsqueda de la verdad.
Parecía que se imponía a todo lo que él había visto ese día: los castillos, las
nubes, las catedrales, las montañas y los campos floridos. Cuando las monjas se
fueron él elevó los ojos hacia las montañas para reanimar su espíritu, pero
entonces las montañas le parecieron pechos de mujeres. La mente se le había
ensuciado. Sintió que se apartaba de su obstinación y contemplaba el curso que
ella seguía. Oyó a lo lejos el silbato de un tren, ¿y qué extraía de eso su
mente extraviada? ¿Las excitaciones del viaje, el prix fixe del coche comedor,
la clase de vino que servían en los trenes? Todo parecía bastante inocente
hasta que descubrió que su propia mente se deslizaba del coche comedor a los
cubículos venéreos del wagonLit y de allí a la obscenidad grotesca. Creyó saber
lo que necesitaba y después de la cena habló a María. Ella siempre lo complacía
de buena gana, a pesar de que él siempre insistía en que se bañara. En fin, a
causa de los platos hubo cierta demora, y cuando María se fue, él sin duda se
sentía mejor, pero tampoco había duda de que no estaba curado.
Durante
la noche tuvo sueños obscenos y despertó varias veces tratando de sacudir su
agobio o torpidez venérea. Las cosas no mejoraron a la luz de la mañana. La
obscenidad -la obscenidad grosera- parecía el único factor de la vida que tenía
color y alegría. Después del desayuno subió a su estudio y se sentó frente al escritorio.
El universo acogedor, el viento cargado de lluvia que soplaba atravesando el
mundo de manzanas se habían esfumado. La suciedad era su destino, su mejor yo,
y comenzó con verdadero gusto una extensa balada cuyo título era “El Pedo Que
Salvó a Atenas”. Esa mañana concluyó la balada y la quemó en la estufa que le
había regalado el PEN Club de Oslo. La balada era, o había sido hasta que él la
quemó, un ejercicio integral y repugnante de escatología, y mientras descendía
la escalera que llevaba a su terraza sintió sinceros remordimientos. Pasó la
tarde escribiendo una repugnante confesión llamada “La Favorita de Tiberio”. A
las cinco llegaron dos admiradores -un matrimonio joven- a rendirle su
homenaje. Se habían conocido en un tren, cada uno de ellos tenía un ejemplar de
las Manzanas. Se habían enamorado respondiendo al sentido de amor puro y
ardiente que él describía. Como recordaba su labor del día Bascomb inclinó la
cabeza.
Al
día siguiente escribió “Las Confesiones de un Director de Escuela”. A mediodía
quemó el manuscrito. Cuando descendía entristecido la escalera que conducía a
su terraza encontró en ésta a catorce estudiantes de la Universidad de Roma
que, apenas lo vieron, comenzaron a recitar "Los Vergeles del
Paraíso" el soneto inicial de El Mundo de las Manzanas. Se estremeció. Se
le llenaron de lágrimas los ojos. Pidió a María que les sirviese un poco de
vino mientras él autografiaba los ejemplares del libro. Después, se alinearon
para estrechar su mano impura y regresaron a un ómnibus que los esperaba en el
campo -el vehículo que los había traído desde Roma-. Contempló las montañas,
que no lograban alegrarlo; elevó los ojos al cielo azul que nada significaba.
¿Dónde estaba el poder de la decencia? ¿Tenía, en efecto, siquiera un mínimo de
realidad? ¿La grotesca bestialidad que lo obsesionaba era la verdad soberana?
Antes de que concluyese la semana descubriría que el aspecto más agobiador de
la obscenidad era su hastío. Si abordaba ardoroso sus proyectos indecentes, los
concluía con hastío y vergüenza. El curso que el pornógrafo sigue parece
inexorable, y Bascomb se descubrió repitiendo esa tediosa forma de trabajo que
después difunden los inmaduros y los obsesos. Escribió “Las Confesiones de una
Criada de la señora”, “La Luna de miel del beisbolista”, y “Una noche en el
parque”. Diez días después saboreaba las heces del tonel de la pornografía;
estaba componiendo quintillas obscenas. Escribió unas sesenta y las quemó. La
mañana siguiente abordó un ómnibus con destino a Roma.
Se
alojó en el Minerva, adonde iba siempre, y telefoneó a una extensa lista de
amigos, pero descubrió que llegar sin anunciarse a una gran ciudad equivale a
no tener amigos y no encontró a nadie en casa. Erró por las calles y cuando
entro en un baño público se encontró frente a frente con una prostituta
masculina que exhibía su mercancía. Miró fijamente al hombre, con la ingenuidad
o el desconcierto de una persona muy vieja. El rostro del hombre era estúpido
-aturdido drogado y horrible- y sin embargo mientras desplegaba sus repulsivos
ruegos pareció angélico al viejo Bascomb, un ser armado con una espada
flamígera que podía imponerse a la trivialidad y destruir el espejo de la
costumbre. Salió deprisa. Estaba oscureciendo y esa infernal erupción de
estrépito del tránsito que rebota en todos los muros de Roma al anochecer
estaba llegando a su culminación. Llegó a una galería de arte de la Vía Sixtina
donde el pintor o fotógrafo -era ambas cosas- aparentemente sufría la misma
infección que Bascomb, sólo que de un modo más agudo. Regreso a las calles y se
preguntó si ese anochecer venéreo que había caído sobre su espíritu tenía
cierta universalidad. ¿Quizá el mundo, lo mismo que el propio Bascomb, había
perdido el rumbo? Llegó a una sala de conciertos donde se anunciaba un programa
de canciones, y creyendo que la música podía elevar los pensamientos de su
corazón compró un billete y entró. Había poca gente en el concierto. Cuando
apareció el acompañante estaba ocupado sólo un tercio de las butacas Después
salió la soprano, una espléndida mujer de cabellos rubio ceniza con un vestido
carmesí, y mientras cantaba Die Liebhaber der Brucken el viejo Bascomb repitio
la repugnante y lamentable costumbre de imaginar que estaba desnudándola.
¿Tenía el vestido sujeto con broches? ¿Un cierre relámpago? Mientras ella
cantaba Die Felds par y después continuaba con Le Temps des lilas et le temps
des roses ne reviendra plus. Bascomb decidió que era un cierre relámpago e
imaginó que le abría el vestido en la espalda y se lo pasaba suavemente por los
hombros. Le pasó el vestido sobre la cabeza mientras cantaba L'Amore Nascondere
y desprendió los broches del corpiño durante Les Réves de Pierrot. Suspendió su
ensoñación cuando ella se retiró del escenario para hacer gárgaras, pero apenas
la cantante regresó al piano, Bascomb comenzó a trabajar con el portaligas y
todo lo que éste contenía. Cuando ella se inclinó, en el intervalo, Bascomb
aplaudió frenético, pero no celebraba el saber musical de la cantante o sus
dotes vocales. Después, pareció que la vergüenza, cristalina e implacable como
todas las pasiones, lo envolvía, y Bascomb salió de la sala de conciertos y se
dirigió al Minerva, pero el ataque aún no había concluido. Se sentó frente al
escritorio en el hotel, y compuso un soneto a la legendaria papisa Juana. Desde
el punto de vista técnico era un progreso comparado con las quintillas que
había estado escribiendo, pero moralmente nada había mejorado. Por la mañana
tomó el ómnibus de regreso al Monte Carbone y en su terraza recibió a varios
admiradores agradecidos. Al día siguiente subió a su estudio, escribió unas
pocas quintillas y después retiró de los estantes varias obras de Petronio y
Juvenal, para ver qué se había realizado antes en ese campo de actividad.
Halló
reseñas ingenuas e inocentes de la alegría sexual. No halló ese sentido de
perversidad que él experimentaba cuando todas las tardes incineraba su obra en
la estufa. ¿Quizá se trataba de que su mundo era mucho más viejo, sus
responsabilidades sociales tanto más gravosas, y que la lascivia era la única
respuesta al aumento de la ansiedad? ¿Qué era lo que él había perdido? Le
pareció en ese momento que era cierto sentido de orgullo, una aureola de
agilidad y valor, una suerte de corona. Pensó que sostenía en alto la corona
para examinarla, ¿y qué hallaba? ¿Sencillamente un antiguo miedo al cinturón de
papá y al ceño fruncido de mamá, cierto sometimiento infantil al mundo
prepotente? Sabía bien que sus propios instintos eran desordenados, abundantes
e indiscretos, ¿y él había permitido que el mundo y todas sus lenguas le
impusieran una estructura de valores transparentes que convenían a una economía
conservadora, a una Iglesia establecida, y a un ejército y una marina
belicosos? Le pareció que sostenía la corona, que la elevaba hacía la luz, parecía
estar hecha de luz, y lo que en apariencia significaba era el saber auténtico y
tonificador de la exaltación y el dolor. Las quintillas que acababa de componer
eran inocentes, concretas y alegres. También eran obscenas, pero ¿cuándo habían
llegado a ser obscenos los hechos de la vida y cuáles eran las realidades de
esta virtud de la cual él tan dolorosamente se despojaba todas las mañanas?
Parecía tratarse de las realidades de la ansiedad y el amor: Amelia de pie en
el haz diagonal de luz, la noche tormentosa en que nació su hijo, el día que su
hija se casó. Uno podía despreciarlas por domésticas, pero eran las mejores que
él conocía en la vida -ansiedad y amor- y estaban a un mundo de distancia de la
quintilla depositada sobre su escritorio que empezaba: "Había un joven
cónsul llamado Cesar / Que tenía una enorme fisura". Quemó su quintilla en
la estufa y bajó la escalera.
El
día siguiente fue el peor. Se limitó a escribir interminablemente J---r hasta
cubrir seis o siete hojas de papel. A mediodía metió todo en el fogón de la
cocina. A la hora del almuerzo, María se quemó un dedo, maldijo profusamente y
después declaró:
-Tendría
que visitar al santo ángel de Monte Giordano.
-¿Qué es ese santo ángel? preguntó él.
-El ángel puede purificar los pensamientos que nacen en el corazón de un hombre -dijo María-. Está en la vieja iglesia de Monte Giordano. Está hecho de madera de olivo del Monte de los Olivos, y lo talló uno de los propios santos. Si usted va en peregrinación purificará su pensamiento.
Lo
único que Bascomb sabía de las peregrinaciones era que había que caminar, y que
por cierta razón uno llevaba una concha marina. Cuando María fue a hacer la
siesta, Bascomb buscó entre las reliquias de Amelia y descubrió una concha
marina. Imaginó que el ángel querría un regalo, y de la caja que tenía en su
estudio retiró la medalla de oro que el gobierno soviético le había otorgado
durante el Jubileo de Lermontov. No despertó a María ni le dejó una nota. Su
propia actitud parecía una muestra evidente de senilidad. Nunca se había
mostrado, como les ocurre a menudo a los viejos, perversamente esquivo, y
tendría que haber informado a María del lugar adonde iba; pero no lo hizo.
Comenzó a descender atravesando los viñedos, en dirección al camino principal,
en el fondo del valle.
Cuando
se acercaba al río, un pequeño Fiat salió del camino principal y estacionó
entre los árboles. Un hombre, su esposa y tres hijas pulcramente vestidas
descendieron del vehículo y Bascomb se detuvo para mirarlos, cuando advirtió
que el hombre portaba una escopeta. ¿Qué se proponía hacer? ¿Asesinar?
¿Suicidarse? ¿Tal vez Bascomb vería un sacrificio humano? Se sentó, oculto por
el alto pasto, y vigiló. La madre y las tres hijas estaban muy excitadas. Según
parecía, el padre ejercía dominio total. Hablaba un dialecto, y Bascomb no
entendía casi nada de lo que decía. El hombre retiró la escopeta de la caja, y
deslizó un solo cartucho en la cámara. Después, alineó a su esposa y las tres
hijas, y les ordenó que se tapasen los oídos con las manos. Estaban chillando.
Después que todo estuvo arreglado, les dio la espalda, apuntó al cielo y
disparó. Las tres niñas aplaudieron y gritaron a causa del estrépito y el
coraje de su querido padre. El padre devolvió el arma a la caja, todos
regresaron al Fiat y se dirigieron, o por lo menos así lo suponía Bascomb, al
departamento que ocupaban en Roma.
Bascomb
se tendió en el pasto, y se durmió. Soñó que había regresado a su patria. Veía
un viejo camión Ford con los cuatro neumáticos desinflados, depositado en un
campo de ranúnculos. Un niño tocado con una corona de papel y cubierto con una
toalla de baño, utilizada como manta, rodeaba corriendo la esquina de una casa
blanca. Un anciano extrajo un hueso de una bolsa de papel y lo entregó a un
perro vagabundo. Las hojas de otoño se amustiaban en una bañera apoyada en
garras de león. El trueno lejano lo despertó, y le pareció que era una
calabaza. Descendió al camino principal, y allí encontró un perro. El perro
temblaba, y Bascomb se preguntó si estaba enfermo, o padecía rabia, o era
peligroso, y después vio que el perro temía al trueno. El retumbo provocaba un
paroxismo de temblor en la bestia, y Bascomb le acarició la cabeza. Nunca había
visto un animal que temiese a la naturaleza. De pronto, el viento agitó las
ramas de los árboles, y el animal alzó su viejo hocico para oler la lluvia,
varios minutos antes de que comenzara a caer. Era el olor de las iglesias
rurales húmedas, las habitaciones vacías de las casas viejas, las chozas de
barro, los trajes de baño puestos a secar: un olor tan intenso de alegría que
él resopló ruidosamente. Pese a tales transportes, no perdió de vista la
necesidad práctica de hallar refugio. A la vera del camino había una chocita
para los viajeros de los ómnibus, y allí entraron Bascomb y el perro
atemorizado. Las paredes estaban cubiertas con esa clase de suciedad de la cual
él deseaba huir, de modo que salió nuevamente. Hacia el fondo del camino se
levantaba una casa de campo: una de esas improvisaciones esquizofrénicas que
uno ve tan a menudo en Italia. Parecía que la habían bombardeado, reparado y
recompuesto, no al azar sino en una agresión intencional contra la lógica. Al
costado, un anexo de madera, donde se sentaba un viejo. Bascomb le rogó que
tuviese la amabilidad de ofrecerle refugio, y el viejo lo invitó a pasar.
Aparentemente,
el anciano tenía la misma edad de Bascomb, pero a éste le pareció que aquel
hombre exhibía una admirable serenidad. Tenía la sonrisa amable y el rostro
diáfano. Era evidente que nunca lo había acuciado el deseo de escribir versos
obscenos. Nunca se vería obligado a realizar una peregrinación con una concha
marina en el bolsillo. Tenía un libro sobre las rodillas -un álbum de sellos- y
el cuartucho estaba atestado de plantas en sus macetas. No reclamaba a su alma
que batiese palmas y cantase, y sin embargo parecía que había alcanzado una
esencial paz del espíritu que Bascomb codiciaba. ¿Quizá Bascomb tenía que
coleccionar sellos y plantas de maceta? En todo caso, era demasiado tarde.
Después, comenzó a llover, el trueno estremeció la tierra, el perro gimió y
tembló, y Bascomb lo acarició. Pocos minutos después pasó la tormenta, y
Bascomb dio las gracias al anciano y volvió al camino.
Tenía
buen andar para tratarse de una persona tan vieja, y como nos ocurre a todos
caminaba evocando el recuerdo de una proeza -el amor o el fútbol, Amelia o un
buen tiro con la pelota -pero después de una milla o dos comprendió que
llegaría a Monte Giordano mucho después de oscurecer, y cuando se detuvo un
automóvil y le ofreció llevarlo a la aldea, Bascomb aceptó, alentando la
esperanza de que el hecho no frustraría su curación. Aún era de día cuando
llegó a Monte Giordano. La aldea era bastante parecida a aquella en que él
vivía, y tenía las mismas paredes de toba y liquen amargo. La vieja iglesia se
alzaba en el centro de la plaza, pero la puerta estaba cerrada con llave.
Preguntó por el sacerdote y lo encontró en un viñedo, quemando recortes
vegetales. Explicó que deseaba hacer una ofrenda al santo ángel, y mostró al sacerdote
la medalla de oro. El cura quiso saber si era oro auténtico, y entonces Bascomb
lamentó haber elegido ese objeto. ¿Por qué no había elegido la medalla que le
había entregado el gobierno francés o la de Oxford? Los rusos no aplicaban una
marca al oro, de modo que él no podía probar su valor. De pronto, el cura vio
que la leyenda estaba escrita en el alfabeto ruso. No sólo era oro falso; era
oro comunista, y no representaba un don apropiado para el sagrado ángel. En ese
momento se abrieron las nubes y un solo rayo de luz cayó sobre el viñedo e
iluminó la medalla. Era un signo. El cura dibujó una cruz en el aire y ambos
regresaron a la iglesia.
Era
una vieja iglesia de campo, pequeña y pobre. El ángel estaba en una capilla, a
la izquierda, y el cura encendió una luz. La imagen, sepultada en joyas, estaba
protegida por una jaula de hierro con una puerta provista de candado. El cura
abrió la puerta y Bascomb depositó su medalla Lermontov a los pies del ángel.
Después, se arrodilló y dijo en voz alta:
-Dios
bendiga a Walt Whitman. Dios bendiga a Hart Crane. Dios bendiga a Dylan Thomas.
Dios bendiga a William Faulkner, a Scott Fitzgerald y especialmente a Ernest
Hemingway. El sacerdote volvió a cerrar el candado que protegía a la sagrada
reliquia y los dos hombres salieron de la iglesia. Frente a la plaza había un
café y allí Bascomb cenó y alquiló una cama. Era un extraño artefacto de bronce
con ángeles de bronce en las cuatro esquinas, pero aparentemente poseía cierta
broncínea santidad, porque Bascomb soñó escenas de paz y despertó en medio de
la noche y sintió esa irradiación que había conocido cuando era más joven. Algo
parecía resplandecer en su mente, en sus miembros, en sus pulmones y entrañas,
y volvió a dormirse, y durmió hasta la mañana.
Al
día siguiente, cuando descendía del Monte Giordano a la carretera oyó el
retumbo de una cascada. Se internó en los bosques para verla. Era una cascada
natural, un reborde de piedra y una cortina de agua verde, y le recordó una
cascada que estaba en el limite de la granja de Vermont donde él había crecido.
Una tarde de domingo, cuando era niño, había ido allí, y se había sentado sobre
una colina. a cierta altura sobre el estanque. Mientras estaba allí vio a un
anciano, los cabellos abundantes y blancos como eran los suyos ahora, que venía
por el bosque. El anciano se había desatado los zapatos y desvestido con el
apremio de un amante. Primero, se había mojado las manos y los brazos y los
hombros, y después había entrado en la corriente, mugiendo de alegría. Después,
se había secado con la ropa interior, y se vistió y regresó al bosque, y sólo
después de desaparecer Bascomb había comprendido que el viejo era su padre.
Ahora,
hizo lo que su padre había hecho se desató los zapatos, desprendió los botones
de la camisa, y consciente de que una piedra cubierta de musgo o la fuerza del
agua podían ser su fin entró desnudo en el torrente, mugiendo como su padre.
Pudo soportar el frío apenas un minuto, pero cuando salió del agua pareció que
al fin era él mismo. Bajó al camino principal, donde lo recogió un policía
montado, pues María había dado la alarma y todo la provincia estaba buscando al
maestro. Su regreso a Monte Carbone fue triunfal, y por la mañana comenzó a
componer un extenso poema acerca de la dignidad inalienable de la luz y el
aire, una obra que, si bien no lo haría acreedor al Premio Nobel, lograría
ennoblecer los últimos meses de su vida.
-¿Qué es ese santo ángel? preguntó él.
-El ángel puede purificar los pensamientos que nacen en el corazón de un hombre -dijo María-. Está en la vieja iglesia de Monte Giordano. Está hecho de madera de olivo del Monte de los Olivos, y lo talló uno de los propios santos. Si usted va en peregrinación purificará su pensamiento.
en Esquire Magazine, diciembre de 1966
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