Hay cosas que no sé. Estaba ausente el día en que
repartieron las hojas informativas. Estaba en cama, con fiebre y dolor de
oídos. Estaba acostado con un calentador apretado contra la cabeza que me
quemaba la oreja. Estuve acostado con el calentador encendido hasta que vino mi
madre y me dijo: «No lo pongas al máximo, porque te vas a quemar». Lo sabía,
pero había decidido ignorarlo.
Las hojas informativas tenían mecanografiadas en la
parte superior de la página las palabras «Cosas que debes saber». Eran páginas
mimeografiadas en tinta púrpura sobre papel blanco. Habían sido escritas por mi
profesora de cuarto grado. Las había escrito cuando era joven y pensaba cosas.
Quería dejar constancia de esas cosas y las escribía con rotulador rojo. Llevaba
mucho tiempo enseñando cuando fue mi profesora, pero nunca había pasado de
cuarto grado. No había escrito nada más desde «Cosas que debes saber», lo cual,
en realidad, no contaba, ya que eso lo había escrito cuando aún era estudiante.
Volví al colegio después de que me mejorara el oído,
se me curara la infección y la marca roja como de quemadura que me dejó el
calentador se transformara en una especie de bronceado de Florida. Rápidamente
percibí que me había perdido algo importante.
—Pídele a otros estudiantes que te digan lo que ha
pasado mientras estabas enfermo —me dijo el director cuando le di la nota de mi
madre.
Pero ninguno me habló. Inmediatamente supe que era
porque habían visto las hojas informativas y ya no hablábamos el mismo idioma.
Se lo pregunté a la profesora: ¿Me he perdido algo
mientras estaba fuera? Me dio un montón de mapas para colorear y algunos
problemas de matemáticas.
—Deberías ponerte un poco de vaselina en la oreja
—me dijo—. Eso evitará que se te pele.
—¿No hay nada más? —le pregunté.
Negó con la cabeza. No podía ir y decirlo así de
frente. No podía decirle que, bueno, que qué eran las hojas informativas, las
que había distribuido aquel otro día mientras yo estaba en casa abrasándome la
oreja. ¿No tiene una copia más? No podía preguntárselo, porque ya se lo había
preguntado a todo el mundo. Se lo había preguntado a tanta gente —a mis padres,
sus amigos, a desconocidos con los que me cruzaba— que, al final, me mandaron a
un psiquiatra.
—¿Qué crees que está escrito en ese documento
titulado «Cosas que hay que saber»? —me preguntó.
—«Cosas que debes saber» —le corregí—. No son cosas que hay que saber, ni cosas que vas a aprender, sino cosas que ya deberías saber, pero que quizá, como eres un poco tonto, no las sabes.
—Sí —me dijo, asintiendo—. ¿Y cuáles son esas cosas?
—¿A mí me lo pregunta? —le grité—. ¡No lo sé! Usted es quien debería saberlo. Dígamelo usted. ¡Yo nunca he visto la lista!
Pasó el tiempo. Crecí. Envejecí. Me quedé sordo de
una oreja. Leí en el periódico que la profesora había muerto. Tenía ochenta y
cuatro años. Con el tiempo empecé a darme cuenta de que cada vez había menos
cosas que saber. Aún así, seguí buscando la lista. Una vez, en una librería de
viejo, creí haber encontrado la cuarta página. Estaba vieja, desvaída, doblada
en cuatro y dentro de un volumen de los primeros ensayos de Henry Miller. La
parte superior de la página estaba rota. Empezaba con el número seis: «Haz lo
que te dicte tu voluntad, porque la harás de cualquier modo». El número
veintiocho decía: «Si comienzas y no es el comienzo, comienza de nuevo». Y así.
En la parte inferior de la página se leía: «La empresa de adivinos Chin San ha
escrito los números 1 a 32».
Años más tarde, cuando era todavía más viejo, cuando
aquellos más jóvenes que yo parecían saber menos de lo que yo supe alguna vez,
escribí un relato. En una sala llena de gente, llena de gente que conocía la
lista y de otros que estaba seguro de que no la conocían, me levanté y leí.
—De niño me quemé una oreja que se me puso como un
bronceado de Florida.
—Deténgase —gritó un hombre, moviendo las manos hacia mí.
—¿Por qué?
—¿No lo sabe? —dijo.
Negué con la cabeza. Era un hombre que conocía la
lista, que probablemente tenía su propia copia personal. Había basado toda su
vida en ella, en tratar de explicársela a otros.
Habló y trazó diagramas rompiendo pedazos de tiza
mientras dibujaba en la pizarra. Intentó contar las cosas que sabía. Intentó
hablar, pero no poseía el lenguaje de la profesora.
Respiré profundamente y pensé en el número
veintiocho de Chin San. «Si comienzas y no es el comienzo, comienza de nuevo».
—Comenzaré de nuevo —anuncié.
Como había hecho esa afirmación y no había pedido
una segunda oportunidad, como estaba de pie y él estaba sentado, como eran
todavía las primeras horas de la noche, el hombre que me había detenido
asintió.
—Cosas que debes saber —dije.
—Buen título, buen título —dijo el hombre—. Continúe, continúe.
—Hay una lista —dije cuando me acercaba al final—. Una lista que cada uno hace para sí. Y en la parte superior de la página escribe: «Cosas que debes saber».
—¿No hay nada más? —le pregunté.
—«Cosas que debes saber» —le corregí—. No son cosas que hay que saber, ni cosas que vas a aprender, sino cosas que ya deberías saber, pero que quizá, como eres un poco tonto, no las sabes.
—Sí —me dijo, asintiendo—. ¿Y cuáles son esas cosas?
—¿A mí me lo pregunta? —le grité—. ¡No lo sé! Usted es quien debería saberlo. Dígamelo usted. ¡Yo nunca he visto la lista!
—Deténgase —gritó un hombre, moviendo las manos hacia mí.
—¿Por qué?
—¿No lo sabe? —dijo.
—Buen título, buen título —dijo el hombre—. Continúe, continúe.
—Hay una lista —dije cuando me acercaba al final—. Una lista que cada uno hace para sí. Y en la parte superior de la página escribe: «Cosas que debes saber».
en
Cosas que debes saber, 2005
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